VA DE...Batiburrillo literario

lunes, 1 de enero de 2018

CONMIGO




01.2018

(Dedicado a Sofía Valenciano, mi nietastra, que anoche me telefoneó.
Y a todos los que me acompañaron los últimos 365 días haciéndome sentir que lo intenso -penas y glorias- es la sal de la vida



 Anoche cené conmigo.
Tenía yo pendiente una larga charla conmigo misma que iba posponiendo con la disculpa de "chacharear" con gentes siempre de paso -tan imprescindibles- incurriendo en el gran error de dejarme sola a mí misma con demasiada frecuencia, sin darme cuenta de que, en último término, yo soy la única que de verdad me acompaña y me soporta, y me sostiene, y hasta me jalea en los peores momentos, durante las 24 horas del día, aunque me encuentre sin maquillaje, ajada y pelambrosa.
Me lo prometí hace algún tiempo, cuando creí sentirme herida por quienes van de paso, y me gasté más de la mitad de mis ahorros de energía en búsquedas confundidas y permanencias rancias: “en cuanto termine de buscar en lo fortuito, cenamos juntas” –me dije, sin acabar de entender que todos, ¡todos!, van de paso a nuestro alrededor porque así debe ser”.
Menos nosotros mismos.
Uno de esos días de obstinación de búsquedas de ajenidades, me tope conmigo, sentada en el rincón de la impaciencia, en paciente espera. Fue entonces cuando me prometí que buscaría hueco y ocasión para cenar a solas conmigo, y me prometí que esa cena la dejaríamos para final de año, que a fin de cuentas esa fecha es como un desenamoramiento; una obligada despedida.
Y un comienzo.
Anoche, cumpliendo la palabra dada, me olvidé de todos y me dispuse a cenar conmigo.
La verdad es que recibir a una invitada de lujo como soy yo misma requería preparar el escenario. Algo así como cuando recibimos a esos invitados ilustres que entran en nuestras mesas tras llamar a la puerta discretamente; pero en mejor y más íntimo.
Porque, bien pensado, jamás había celebrado una Noche Vieja a solas conmigo misma a pesar de los años que ya llevo consumidos.
Tengo que decir que, en lugar del acomodaticio pantalón vaquero de ahora, me metí dentro del vestido de estar contenta de hace algunos años; y en vez de cenar en la bandeja de plástico con paisajes de París, serigrafiados en la mesita de  diario, tipo hospital-de-paso, colocada frente al televisor de hacer ruido, puse un primor de mesa en el comedor silencioso como un olvido: paño de badana para amortiguar ruido de vajilla encima de los taraceados de la mesa, mantelería de hilo blanco, bordada con calado de filtiré, que, a la luz de la única vela encendida en ese momento, pajiceaba de falta de uso, “bajoplatos” de alpaca tratados para no envejecerse de soledad, vajilla de sargadelos modelo “councha” con retozos gallegos en los pliegues de su memoria, cubertería de plata (a la que, al único cubierto que necesitaba tuve que frotarla con una bayeta humedecida en agua de bicarbonato para trastaerle por debajo del abandono el brillo oxidado), copas de cristal de Venecia, compradas directamente en la Isla de Murano, quejicosas ellas de no haber salido de la vitrina desde hace cinco años (¡cinco años ya!), colocadas en línea oblicua al plato, de mayor a menor, (champan, agua, vino blanco, vino tinto y licor), pequeños posacubiertos de vidrio con garras de león, y bateas metálicas trenzadas en malla encadenada, para que reposaran las botellas, provistas de escanciador y respiradero; platitos para el pan cubiertos con aquellos pañitos minúsculos, ribeteados de puntillas de bolillos artesanos que compramos en Brujas cuando lo del larguísimo viaje por “Europa para dos” cuando éramos dos, y uno de los dos candelabros bajitos, también de cristal de Murano, soplados en nuestra presencia, donde elegimos su escasez de altura para no impedir la vista del recuerdo de cualquier comensal de ultima hora acomodado anoche en una fotografía.
El menú: una ensalada de escarola con ajitos retostados en aceite de Sierra Mágina (en la que utilicé apenas media escarola, cuando en otros tiempos -apenas cinco años- con tres escarolas no nos alcanzaba), y otra ensalada de cardo, en caldo de vinagre, sal y aceite crudo y verde como las esmeraldas, ofrenda del mágico inventor de “Aroma De Magina”, para cuya ensalada me bastó una sola penca –que a fin y al cabo no éramos tantos a cenar y una de las comensales come bien poco. Para preparar el estómago, un horneado de lombarda en juliana, entreverada de rodajas de manzana reineta, aderezado todo ello con clavo, y cubierta de bechamel gratinada con queso espolvoreado por encima. Como plato principal, a falta del descomunal pavo de entonces, me las arreglé con un picantón (“el más pequeño que tenga, por favor, que somos pocos a cenar esta noche” -le dije al del mercado dudando si no sería mejor conformarme con una codorniz-) relleno de 100 gramos de carne picada, unos daditos de jamón, cinco ciruelas sin hueso y tres nueces picadas. De postre, me serví un cestillo de dátiles traídos de Túnez, tan dulces como nuestro habitual anfitrión allí, Ridha Mami, a los que añadí los alfajores que me traje de Bedmar  y que nos trajo Paqui a la cena de Noche Buena con Ani Canalejo Fuentes y familia; luego un bombón de la cajita que me trajo Gloria Nistal Rosiquel de sus sinvivires por esos mundos de Dios, y dos mantecados manchegos que quedaban del paquetón que me obsequió Fermín Fernández Belloso, “de parte de Angeli Belloso” que, junto con sus vinos y el espumoso de la Mancha, pusieron un punto de coherencia en mi quijotesca e intimísima cena dulcineante, rematada en un poema del último poemario de Basilio Rodríguez Cañada.
Una vez elegida la vestimenta –que quise que fuera negra para atemperar mí incontrolada pasión por vivir cada instante- cuando iba a sentarme a cenar conmigo misma, sonó el teléfono, y el corazón me dio un salto, porque en estos tiempos, antes de pronunciar el obligado “diga”, ya sale en la pantalla el nombre de quien al otro lado apretó la tecla del recuerdo de nuestro propio nombre; y el nombre que vibraba en mi teléfono anoche era el de Sofía Valenciano, mi nietastra, en cuya fotografía se detuvo el tiempo, hace cinco años, en una estantería de mi escritorio; y ahí sigue, junto a mis otros nietastros, niña eterna detenida en una fecha en velatrio, cuando su voz de anoche, y sus maneras en lo que decía, sonaban a jovencita ya consumada con criterio propio e invitación de adulta.
 
La verdad es que este miedo a verlos crecer a solas, sin que su abuelo mirara junto a mí el paso del tiempo, me dejó hace ahora cinco años sin alientos para mirarlos de cerca en el día a día de las soledades obligadas.

Unas horas antes había sido mi hijastro, Juan Ignacio Valenciano, quién me emplazó para comernos un cocidito madrileño cualquier  día de estos. Y aún algo antes, fue esa especie de amoroso y prodigioso sobrino literario que tengo más allá del Océano, Francisco Revelo, quien me telefoneaba para concretar nuevos coloquios en El Matadero de Madrid al cobijo de su luna llena.
*
Lo último que le escuché a Sofía fue un “¿te apetece que quedemos un día?”. A lo que yo contesté un emocionado “¿Y si quedamos a comer tú y yo?”. (Y es que ya se sabe: que, desde que el mundo es mudo, todo, hasta lo más doloroso, lo más entrañable o lo más divino, se arregla sentándose a comer (O arrodillándose). Si será así que hasta somos “teófagos” y andamos en comulgarnos a Dios cuando no estamos excomulgados, y en mordernos los labios a besos o matarnos a dentelladas unos a otros como si fuéramos carpantas sin lisonja ni condumio).


O en desayunarnos el mundo en una plaza romana de nombre tan profético como Piazza Del Risorgimento, leyendo en los posos del café que cualquier resurgir, cualquier resurrección, reclama una muerte previa.

 
 *
         -¡Eso está hecho! –respondió mi nietastra, Sofía, a mi propuesta de reencuentro nutriente.
Colgó.

(¿O fui yo misma quien colgó el teléfono?).
¡Qué más da!
Fuera quien fuese la que anoche dejó colgada la esperanza de un hilo soñador, lo cierto es que algo había que hacer para celebrar esa (esas) llamada/s redentora/s.
Y lo hice:
Quité del centro de la mesa la única vela que había previsto y encendí dos.
*
-Me prometiste cenar conmigo –me reproché mientras encendía la segunda vela.
-Y cenaré contigo –me respondí-; solamente que, ahora que pienso en ello, estás tan llena de vida, de intensidades y de recuerdos que no está de más alumbrar la memoria de los que se fueron, aunque siguen cincelados ahí, prolongados hasta la eternidad; pero tampoco está de más encender nuevas velas para inundar de luz a los que todavía están ahí, en algún lugar, dejando su intensidad en el recuerdo de los días que ya pasaron y en las lacerantes y gloriosas añoranzas de noches como estás.
Y de las que se anuncian.
Al finalizar mi ceremonia inaugural, aún tuve tiempo de empeñarme en una larga conversación que tenía pendiente conmigo desde que me desesperancé tan neciamente, hasta este reencuentro maravilloso, y que comenzó así:
…¡Qué! ¿Ves cómo, aunque no veas a nadie sentado a tu mesa, mientras estés conmigo, que soy quien guardo tus mejores recuerdos y tus dolores más intensos, nunca estarás realmente sola?
Y en ese momento sentí que era tan lúcido como imperecedero era mi agradecimiento para conmigo misma, que siempre estoy conmigo, aunque hablemos más bien poco para no andar hablando siempre de lo mismo.

Como infinito es y será el agradecimiento que siento por todos los que, temporalmente, y de paso, me trajeron gozos y sufrimientos tan intensos que jamás podré olvidar. 
Porque de ellos me sigo alimentando.
Intensamente.



 En “CasaChina”. En un 1 de Enero de 2018.

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