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sábado, 27 de agosto de 2022

AHORA SOY UNA OLIVA DE CORNACHUELO PLANTADA EN UN LEBRILLO

  (Méndez Núñez, 7)

99/2022

La raíz de cada planta busca su propia tierra y no otra. Las olivas de cornachuelo no las he visto yo en ningún otro sitio que no sea en Jaén, la tierra en la que yo eché mis primeras raíces.

 

¿Por qué no podía convertirme en lo que verdaderamente quise ser siempre si, sólo con cerrar los ojos, podía transmutarme en Elsa, la princesa de mi cuento de Lohengrin comprado en el bazar de los Gázquez?

Por entonces yo no era mucho más que una especie de espingarda infantil con ínfulas adolescentes, más crecida y más flaca de lo que se consideraba conveniente para poder llevar con un mínimo de gracia los vestiditos de moda hechos con especial primor por las manos de nuestra madre, como lucían los suyos el resto de las nenas más bonicas de Jódar; por eso, lo de soñar con ser algo distinto a lo que era en realidad me servía para sacarme del cuerpo algunos berrinches más o menos manifiestos.

Como querer, yo quise ser muchas cosas en aquellos tiempos, con tal de endilgarle a mi “sosias”, −de la que yo sospechaba que mi padre aborrecía por su atolondramiento y su sin gracia− todo lo que detestaba de mí; pero, cada vez que elegía ser algo, siempre había un alguien o un algo-más que venía a meterme en razón con sus propias sinrazones.

A veces, como al descuido, sorprendía a mi padre acariciando al gato. ¡Siete vidas para recibir caricias!

Deseché lo de ser gato cuando descubrí que lo de las siete vidas durante las que poder ganarme alguna caricia traspapelada era pura propaganda engañosa propalada por embaucadores −entonces se llamaba “vendehúmos”−. Me refiero a que ElUñas, aquel gato de nadie, que saltaba de patio en patio sin horario fijo, siempre dispuesto a husmear y acechar desde los ventanucos de entonces lo que se cocía con estrechez de cartilla de racionamiento en las cocinas de almirez y gachamiga, se despanzurró una mañana cuando, tras perder el equilibrio sobre la balaustrada de la cámara del último piso, rebotar de medio lado sobre el estribo de la esquina del balcón del segundo con un maullido desgarrador, y pasar por el primero sin romperlo ni mancharlo, acabó por entregar lo que los gatos tengan en reemplazo del alma humana contra el empedrado de la calle de Méndez Núñez, 7.

Gracias a que yo, en lugar de estar sentada en el escalón de la casa esperando a ver quién me llevaría al colegio ese día, estaba cabalgando sobre la balaustrada desde la que había volado ElUñas. Tal circunstancia alcanzó a librarme de la proximidad de sus tripas recién salidas a la intemperie, pero no impidió que aquel manchurrón rojo moteado de grises, visto desde arriba, me disuadiera de convertirme en minina mortal y saltimbanqui.

Eso te ha pasado por no querer ser gato, sino una yo, y remedar mis andanzas por las balaustradas recé en dirección al Uñas, sólo por sacudirme no sé qué enésima culpa de que mi padre echara de menos a quien acariciar, y a manera de último responso secularizado.

A mi padre le gustaban animales. Pero, sobre todo, le gustaban los pájaros. Y le gustaban tantísimo que hasta se sentaba algunas tardes a mi lado en la mesa camilla para enseñarme cómo pegar los cromos del álbum de Nestlé sin churretear todo con el engrudo que nos hacía Isabel, la cocinera. Hasta que llegaron aquellos tarros de goma “PELIKAN”, con tapa interior de un furioso color naranja, un mínimo compartimento para llenarlo de agua y una brochita siempre pegajosa.

No hubiera estado mal ser pájaro si con eso me ganaba el arrimo de mi padre. Pero también de eso desistí.

Lo de dimitir de ser pájaro llegó con la escopetilla de plomos que nos regaló nuestro padre, y con nuestras correrías nocturnas hasta los cinamomos del Ejido, en los que disparábamos desde abajo a la desprevenida albura del pechillo de los gorriones que allí pernoctaban, tras dirigir hacia ellos la luz traicionera de nuestras linternas. Aquella  caída a plomo de los minúsculos seres alados heridos de muerte, amasada durante el sueño con piltrafas de noticias imprecisas a medio cocer que hablaban de “juicios sumarísimos”, entresacadas del “Parte[1]” del medio día, y las accidentales salpicaduras de la sangre de los pajarillos ejecutados sobre la pechera de la camisa de nuestro padre, me metió en el cuerpo minúsculos temores, más confusos que concretos, a lo de los disparos a traición y a los aparatos de radio clandestinos de los que se hablaba en la cocina. Poco a poco me fui convenciendo de que la vida de un pájaro dependía de adivinar qué árbol visitaría al atardecer una chiquilla armada con escopeta de plomillos

Así fue cómo también voló por los aires lo de ser pájaro.

Bien pensado, lo que yo buscaba por entonces, con aquellos afanes por no ser yo, sino cualquier cosa en la que mirarme sin tener que ver tantísima infancia, era encontrar a alguien que se muriera por mí, mientras yo me quedaba a mirar cómo me moría sin tener que morirme de verdad yo misma.

La decisión final me llegó aquel día en que nos llevaron a Úbeda, al estudio fotográfico de Varas, para hacerme la consabida foto de primera comunión. A la altura de la gran curva conocida en el pueblo como la Curva de los Tomates, el vehículo en el que íbamos, por más señas el coche de alquiler de José Paterna, comenzó a resoplar, a renquear y echar por la delantera un humo tan blanco como mi vestido. Lo orilló el chofer hacia la cuneta, levantó el capó, dejando escapar la humareda a sus anchas, y dijo que habría que esperar a que se enfriara el desaguisado para poder añadirle agua antes de continuar el viaje, lo que nos dio ocasión de bajar del coche y, ya puestos, repartirnos entre las olivas de la Loma, cerca de la Casería de los Acedo, aliviarnos de las limonadas del desayuno. Comenzamos a amagarnos en las pozas, −“nena, pon atención a no pisar donde haya barro”− aunque teniendo yo buen cuidado de alzarme la falda del vestido de comunión sin pudor alguno, y separar bien los pies para que las salpicaduras no me percudieran los zapatos, lustrados con expertos brochazos de aquel blanqueador “Búfalo”, recién llegado como novedad desde Barcelona a la droguería de don Lorenzo.

−Esta es más que centenaria −le escuché decir a nuestro padre desde lejos, mientras señalaba con su dedo extendido hacia una oliva algo apartada de donde nosotras estábamos, bajo la que él y el chofer aligeraban sus propias vejigas.

−¿Dice usted que esta oliva tiene más años que nuestro “Marquesito”? −se maravilló José Paterna, nuestro taxista de cabecera como quien dice. (Por cierto, que del Marquesito ya contaré si llega la ocasión).

−Yo le echo más años que al abuelo del Marquesito que Dios tenga en su gloria −respondió nuestro padre en un tono de voz lo suficiente elevado como para que yo tomara buena nota de que ser oliva era una garantía para eso de la inmortalidad con la que yo estaba encandilada por entonces de semejante manera.

−Y yo me pienso que en media hora más el coche se ha enfriado y nosotros podemos ponernos en camino.

−Señora −intervino Isabel la cocinera− si usted no manda otra cosa, digo yo que podíamos sacar la cesta con las plumillas y los termos del chocolate, y yo se los sirvo con mucho gusto, para que el tiempo de espera se nos haga más corto.

Allí, en mitad de las olivas, tuvimos un segundo ágape campestre y comunionero.

Tras aquel viaje de humaredas, improvisaciones de chocolatada y conocencias sobre la longevidad de las olivas, fueron muchas las noches de insomnio en las que tan pronto me regodeaba en lo de ser oliva, tan pronto me retraía ante el gran inconveniente que yo le veía a la tal inmortalidad. Hasta donde a mí se me alcanzaba, lo de que los árboles nos sobreviven era una gran verdad que hasta yo entendía; pero eso de no poder moverse del sitio donde los plantan se me hacía a mí algo dificultoso de aguantar, dado este espíritu de pendoneo traslativo con el que siempre he afrontado el vagabundeo forzoso, y el hormiguillo que se me mete en el cuerpo por volver a andorrear mundo adelante en cuanto alguien o algo me deja quieta en cualquier sitio. Lo de ser árbol estaba bien −pensaba−; si, además, el árbol era una oliva, mejor que mejor. Si, como tenía pensado, le pedía a Adoración LaEspiritista que me consiguiera la mejor manera de poder meterme dentro de la oliva para hacerme inmortal, eso sería ya el no va más. Pero el inconveniente estaba en lo de la inmovilidad. ¿Y si plantaba la oliva en el patio trasero de la casa de Méndez Núñez, 7, y, cuando yo estuviera metida dentro de la oliva, mis padres aprovechaban para vender la casa e irse sin mí?

En estos ayes de pesadillas nocturnas estaba yo cuando un azar vino en mi ayuda: al lebrillo de amasar los chorizos de la matanza de toda la vida se le saltó el parche con el que un año antes le había remendado el fondo el lañador, y mi madre decidió que ya era hora de jubilarlo, lo cual que a mí me sirvió para que, dueña y señora ya de aquel desecho doméstico, pudiera llenarlo de tierra y plantar en él una oliva de cornachuelo, cuya longevidad −según lo escuchado a nuestro padre− y con algo de ayuda de Adoración LaEspiritista, serviría a mis afanes de transmutarme en inmortal con solo cerrar los ojos y hacer un esfuerzo por meterme en su tronco en plan palomilla, al tiempo que lo de estar plantado en un lebrillo le daba al arbolejo, o, por mejor decir, a su recipiente, la movilidad necesaria a mis apetencias en caso de querer o tener que mudar de sitio.

Ya no existe la casa de Méndez Núñez, 7. Ni su patio trasero. Pero el lebrillo me ha seguido por el mundo como un amante fiel.

Ahí sigue la oliva, en mi jardinillo de ahora, con el tronco casi tan envejecido como yo, pero aguantoso, y con medio mundo recorrido de mudanza en mudanza, dejándome que, de vez en cuando, cuando más deslomada me encuentro, vuelva a cerrar los ojos, y con sólo pasar mis dedos por su añoso tronco, e invocar a Adoración LaEspiritista, alcance a sentirme o a hacerme pasar por esa enanez de oliva como quien se embute en una tripa de salchichón.

Bien puedo decir que ahora, en cuanto me amodorro, se me y me pienso que soy una oliva de cornachuelo enana, plantada en un lebrillo de hacer matanzas inservible. Chupo la sustancia de la tierra a través de mis raíces de prestado, me envanezco con retoños regulares y me reverdezco con el agua de cualquier lluvia.

Cuando no llueve, le enchufo la manguera.

Lo cual que dejo esto por escrito para que quien lo lea siga regando el lebrillo llegado el caso, no vaya a ser que, fusionada como estoy en alma, y, en cuerpo cuando me llegue la hora, con mi arbolejo de toda la vida, fenezca yo del todo por falta de riego en la tierra de mi oliva inmortal.

Y, si no es mucha molestia, a lo mejor hasta podrían echar lo que quede de mí dentro del lebrillo, arrimadico al tronco. Ya hará la oliva el resto. Ella sabe muy bien lo que tiene que hacer.

 

En CasaChina. En un 27 de Agosto de 2022



[1] “EL PARTE”: así se llamó durante mucho tiempo tras terminar la guerra civil al noticiario de Radio Nacional de España de las 2 de la tarde y las 10 de la noche, de obligada conexión por el resto de las emisoras, como reminiscencia de “el parte de guerra”.

 file:///C:/Users/Socorro/Downloads/Dialnet-LaPoliticaDeComunicacionEnEspanaDuranteElFranquism-1273269.pdf


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