RuralismoProdigioso. 117/2025
¡Cuántas veces habré repetido yo lo que decía mi hombre recordando a su padre! “Quien no tiene un viejo en su vida debiera ponerlo”.
No sé yo si la vejez es la mejor parada en el viaje de los recuerdos. Lo que sí sé es que hay edades en las que hablar de los lugares del pasado nos redime del dolor de huesos presente.
Mi propio viejo, mi padre, de Villacarrillo por más señas, hablaba y no paraba de los prodigiosos aledaños de su pueblo: Batanejo, Mogón, cueva de Peinero… Él hablaba y hablaba hasta embelesarme los escasos siete años con los que lo escuchaba, pero siempre se quedaba en suspenso cuando llegaba a un nombre que acabó por convertirse en mi particular Ítaca:
Bujaraiza.
“Qué lástima que no nacieras antes para haberte llevado a conocer la aldea donde yo escondí mi primer tesoro siendo chiquitillo” −decía mi padre, sin descubrir jamás cuál fuera aquel tesoro−; y para mí el nombre de Bujaraiza se convirtió una especie de nebulosa habitada por todos los fantasmas y por todos los genios de la infancia de mi padre convertidos en guardianes eternos del escondite enterrado.
En esos instantes llenos de volatilidad que todos tenemos a mitad de la vigilia y el sueño de cada noche, una parte imprecisa de mí misma sigue trasladándose a Bujaraiza, esa aldea serrana a la que ya nunca podré viajar al haberse aprovechado por los MandaMases el mismo año que me vio nacer a mí para comenzar ellos a embalsar agua hasta dejar sumergida para siempre la ansiada Bujaraiza como una Atlántida en miniatura. Nunca llegaría a verla ya más allá de mi imaginación, pero cincelé su nombre, Bujaraiza, en mi memoria para siempre; supe que era apenas una aldea a cielo abierto en la que mi padre, siendo un chiquillo, enterró su primer tesoro, y me ha afligido de por vida el recuerdo intermitente de que, de una sola bocanada, fuera engullida por el pantano del Tranco antes de que mis piernas me sostuvieran de pie.
Mientras escribo esto, percibo que mis piernas, que tanto y tan buen servicio me vienen dando, comienzan a revenirse hacia emergentes impedimentos.
Ellas han traído y llevado acuestas a este CuerpoMío de acá para allá por todos los caminos del mundo sin el menor miramiento, como si mis hechuras siempre cambiantes no fueran mucho más que una maleta que arrastrar, conteniendo en su interior lo indispensable para, al abrirla en cualquier sitio al que llegáramos, poder tentar con la mano por encima, a ciegas, y, tras desechar lo fútil que es casi todo, acabar sacando de ella mi propio tesoro: lápiz y papel que me reconstruyen y me hacen sentirme como en casa.
Ahora que este cuerpo mío comienza a renquear y ladearse en busca del banco más próximo en cualquier parque donde sentarme a tomar alientos, procuro viajar acompañada por esas personas a las que me gusta llamar “Atanoras”, término que tengo definido y aclarado a mi manera en mi eterno “EXPRESIONARIO DE MÁGINA” de la siguiente guisa:
CUCHICHEOS: Pues claro que no existe la palabra “ATANORA”, ni la he escuchado nunca en SierraMágina. Pero lo mismo da que da lo mismo. Este EXPRESIONARIO de SMB me lo estoy trabajando yo, y me tomo el derecho de inventarme palabras y palabros a granel. Para mí ATANORA es el femenino de ATANOR, y la aplico a la persona comunicadora de pura raza; esas gentes capaces de facilitar el trasiego y acoplar al mundo de lo que pasa en el mundo con el mundo de los que están a verlas pasar mientras se atoran en su sequía por falta de “atanoraje”.
Quiero decir que busco esa compaña viajera, más que nada para no tener que seguir hablando a hurtadillas con los papeles habiendo tantísima persona con la que poder hablar con embeleso.
El penúltimo viaje, −me refiero a viajes de larga distancia− lo hice a Marruecos; el último viaje fue a París. En ambos fui en compañía de Gloria Nistal Rosique, una colega JuntaLetras con la cabeza tan bien amueblada, y tan organizada en lo de buscar asiento cuando el cuerpo no da más de sí, que viajar con ella se convierte en puro disfrute capaz de aplazar la hora de dar de mano en esto de seguir andando. Así ha sido cómo ella se ha convertido en una atanora, en una de mis Hotras preferidas, entendiendo por “Hotras” lo que primero escribía Unamuno[1] para hablar de lo innombrable de aquella DobleEsapaña que nos partió para siempre el corazón a los españolitos; luego remedó David Uclés dentro de los figurantes de su deshabitada “Península”, y ahora hurgo y espurreo yo en lugares varios de ese EXPRESIONARIO DE MÁGINA que lleva ya veinte años de andadura sin acabar de llegar a destino.
Somos Gloria y yo unas “Hotras” que en París nos encontramos con otras “Hotras” llegadas desde SierraMáginaBendita, Monstserrat y Tana, quienes me hicieron reparar en lo imprescindible que es para NosOtras, las mujeres, poner en nuestras vidas unas “Hotras” que nos ayuden a remontar montañas mientras el cuerpo aguante y sepan buscar bancos en los parques de cualquier ciudad cuando el cuerpo pide armisticio.
En ese último viaje a París, y haciendo la consabida visita por la ciudad en el piso de arriba del autobús turístico, recordé la anécdota que cuenta Cossío sobre Unamuno a propósito de la ciudad de la luz. Refería el autor de “Confesiones” que, cuando Blasco Ibáñez se deleitaba mostrándole a Unamuno la Opera de París[2], le preguntó entusiasmado, palabra arriba, palabra abajo: ¿Se puede echar de menos algo ante este prodigio?
A lo que Unamuno respondió sin una dudarlo un instante: “sí; echo de menos Gredos”.
Cuando pasábamos por la Ópera en París, a punto estuve de decirle a Gloria que, salvo SierraMágina, en ese momento no había nada más que se pudiera echar de menos.
Entonces recordé nuestro viaje por el Atlas. Y guardé silencio.
Se que las montañas, sean las que sean, son ahora unas insurrectas siempre dispuestas a declararle la guerra a este cuerpo mío tan harto de trincheras. Las montañas se han convertido en mis particulares “Hunas” de referencia.
Mis compañeras de viaje son las “Hotras”: las “Atanoras”.
En CasaChina. En un 6 de Julio de 2025