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lunes, 29 de agosto de 2022

LLUEVE EN MADRID


100/2022 ...la nieve en el Parque de 1954. Ahora se llama "bullying"; entonces no tenía nombre.

              (Méndez Núñez, 7)

100/2022

Nieve en el Parque de 1954 y...

Ahora se llama "bullying"; entonces no tenía nombre.

 

    Se acaba agosto, y llueve en Madrid con esas ganas con las que llueve en Madrid después de una sequía como la que nos ha atormentado este verano, más cercana a la tortura del abominable Quemadero de Tablada[1] con sus cuatro profetas que a cualquier designio divino por pulir.

    Miro cómo se refocilan las plantas de mi jardinillo, y cómo se hablan entre ellas, dándose razón de la última vez que recuerdan que el cielo les lavó las cabezas y les refrescó las raíces ahora en rotundo síndrome de abstinencia.

    Un cactus mira apático el fiestorro vegetal, sin entender muy bien a qué viene semejante júbilo cuando cualquiera que lo desee y lo precise por este primer mundo todavía puede abrir un grifo, e incluso dejarlo abierto mientras pega la hebra con alguien.

    (Tengo para mí que los cactos son como los epulones: ni han aprendido ni aprenderán el valor del agua ajena porque, con eso de tener sus mondongos como chortales perennes, se creen que el agua que almacenan es toda suya).

    Amodorrada en estas ociosas naderías estaba yo cuando un trueno me arranca del último duermevela, despertándome tanto el cuerpo como esta memoria mía que siempre parece que tenga metida la marcha atrás, hacia el dichoso Pueblo donde estuvo y ya no está la casa de Méndez Núñez, con su número siete pintado a mano por encima del dintel del linajudo portalón de inmensos cuarterones tallados a golpe de gubia.

    ¡Uf, qué lejos se me queda…! Aunque doler, ya no duele.

    Llegado el mes de septiembre de aquel año, y en el escaparate en esquina del comercio de <TEJIDOS NIETO>, apareció un impermeable plateado que era un auténtico primor como se dice por allí, y que a mí me hizo abrir la boca como si fuera la de una rana en pleno croar. La boca no se me cerró hasta que mi madre decidió y mi padre estuvo conforme en pagar la compra de aquel impermeable metalizado, de tan inquietante recuerdo como verán luego, y que voy a contar por si vale para algo.

    Hablando de mi padre, era él algo… digamos “abundante” en lo de juntar colores (no tanto como yo lo soy, pero él lo era), razón por la cual pienso yo consideró oportuno añadir a tan brilloso impermeable unas botas de color rojo-rabioso, que no por su refulgente apodo katiuskas dejaban de ser un rústico pedazo de caucho lustroso adaptado a los pies de la chiquillería para que pudiéramos chapotear en los charcos (de la calle; de cualquier calle sin asfaltar) sin percudirnos los calcetines y ponérnoslos de chupadedómine[2]. Si a lo “vistoso” de los colores calzados y de los “brilli-brilli” vestidos le añadimos que por entonces me compraban los zapatos un número por encima del mío “para-que-le-sirvan-el-año-que-viene”, es fácil imaginar la fachenda en la que se transformaban mis ocho o nueve años cada vez que llovía, y a mí me enfundaban en el impermeable plateado y me embutían los pies en las katiuskas coloradas antes de permitirme salir a la lluvia.

    Por las mismas fechas, y en <ULTRAMARINOS CARREÑO> abierta por aquellos tiempos hacia el final de la Carrera, casi llegando a la embocadura del Parque, colgaron del techo, y prácticamente pegados a las pegajosas cintas atrapamoscas, unos prohibitivos salchichones, orondos ellos, de alusivo mote “salchichón cular”, con una envoltura plateada tan llamativa o más que mi impermeable, y que deslumbraba a cualquiera que entrara en la charcutería a por un poco de “rancio”, a por una panilla de aceite, a por dos sardinas arenques o a por una onza de achicoria.

    Se estarán preguntando que qué tiene que ver lo del impermeable plateado de <TEJIDOS NIETO> con lo de los salchichones culares con envoltura de platilla de <ULTRAMARINOS CARREÑO> y con los tan repulsivos como imprescindibles atrapamoscas, y yo les pido cuarto y mitad de paciencia, porque lo voy a explicar deseguida[3].

    El 4 de febrero de 1954, cercana ya a cumplir mis primeros, mejores y únicos diez años, el ventanal de nuestro dormitorio amaneció con los junquillos de los cristales percudidos con ribetes blancos. Salté de la cama a ver qué era aquello nunca visto al propio tiempo que la voz de nuestra Juani me acometía con un inapelable “nena-ponte-las-chinelas-que-el-suelo-está-arrecío”, y me eclipsé mirando cómo el cielo de Jódar escupía salivazos volanderos y blancos, semejantes a un espurreo de boro del que comprábamos en la droguería para poner el nacimiento.

    Resulta que estaba nevando con auténtico desafuero.

    Tiempo me faltó a mí para correr a calzarme mis katiuskas en lugar de refugiarme en las chinelas, embutirme en mi flamante impermeable de imitación de candelabro de plata y, tras lanzar a las alturas una desatinada plegaria de gratitud con un “gracias-NiñoJesús-por-mandarnos-la-nieve-en-jueves”, me dispuse a salir corriendo hasta la puerta de la calle, cruzar la Carrera como una exhalación, y echar calle abajo hasta el colegio de las monjas a esperar que la mañana pasara lo más rápido posible para aprovechar que por entonces no había clase los jueves por la tarde y, por lo que pintaba el cielo, habría nieve de sobra en el Parque para dar y tomar durante todo el día.

    La mañana avanzó demasiado despacio dentro del aula a través de cuyos ventanales mirábamos embelesadas cómo crecía la altura de la nieve en el jardín como si fuera un colchón recién mullido.

    Por fin llegó la hora de salir, y todas nos atropellamos escaleras abajo en busca de nuestra tarde de jueves recién nevado. Era tanta la emoción que recuerdo que ese día ni me molesté siquiera en asomarme previamente al corredor para ver si había salido ya mi enemiga particulara, −pongamos que se llamara Tiburcia por endilgarle un nombre de difícil reconocimiento− y me estuviera esperando emboscada detrás de cualquiera de los maceteros donde solía esconderse para tenderme alguna de sus hirientes fechorías.

    A Dios gracias, la tal Tiburcia no estaba en ninguno de los rincones en los que acostumbraba a estar al acecho, y yo pude alcanzar sin mayores percances la puerta de salida que daba a la calle del Santo Cristo, frente a la singular casa del Canónigo Arroquia, donde ya aguardaba mi padre luciendo casi dos palmos por delante de él sus memorables chanclos de goma, dignos ellos de un capítulo propio siquiera sea por aquel poema de Muñoz Seca[4] que mi padre recitaba a voz en grito por las estancias más altas de nuestra casa, y del que pienso yo que fue el que le metió el gusanillo de mercarse semejantes pantuflas de caucho de tan largo alcance, de las que otro día daré razón.

    −¿Podemos ir al Parque a jugar con la nieve? −recuerdo que le pregunté nada más colgarme de su manaza.

    −Después de comer −respondió condescendiente.

    −¿Y puedo alargarme yo también, don Ángel? −inquirió Paqui, la nena que algunas veces se colgaba de la otra manaza de mi padre como buscando arrimo.

    −¿Por qué no…Pero abrigate bien, que no está el tiempo para jugársela y pillar cualquier cosa?

    Nunca un almuerzo se me ha hecho tan largo como el de aquel día, ni he escuchado un “parte[5]” con mayor impaciencia que el que mantuvo a mi padre con la oreja pegada al aparato de radio hasta que sonó el Himno Nacional y se cerró con los gritos de rigor. Cómo sería, que a punto estuve de olvidarme de mi luminoso impermeable de platilla y de mis katiuskas coloradas.

    ¡Había llegado la hora de ir al Parque a revolcarse en la nieve!

    Aparecer en el Parque presumiendo de mi flamante atuendo y ver a mi condiscípula-torturadora-oficial, señalarme con el dedo estirado hacia mí y gritar aquello de “la Socorrito reluce como un salchichón de los de <ULTRAMARINOS CARREÑO>” fue un todo inseparable y cruel, que amagó con zarandearme los cimientos de la fe en mi indumentaria. Pero todavía fue mayor la humillación del jolgorio procedente de alguna más en la pandilla acosadora:

    “Pues a mí a lo que se me asemeja es a un gato con botas espelufrao” −gritó Anamari, la del maestro, al mismo tiempo que me lanzaba una bola de nieve que se me estrelló a la altura del ombligo.

    “Más bien parece un salchichón cular de los de Carreño” −se mofó otra, redundando en el lanzamiento de perdigonadas de nieve.

    “¿Esa? ¿Con lo seca que está y lo escuálida que es, que parece una tísica? ¡Anda ya! Si se asemeja a algo es a los tirajos de atrapar moscas” −terció Antoñita, la de la casa de las afueras.

    “¡Mosca afuera! Gritó desaforada la Tiburcia retomando el mando, la voz cantante y el mando de la tropa a bolazo limpio.

    “Mosca afuera…, mosca afuera…, mosca afuera…” −gritaban a coro las de la tropa de la Tiburcia, mientras se desaforaban lanzando contra mí una lluvia de bolas de nieve al tiempo que nos arrinconaban cada vez más a mí misma, y ya de paso, a Paqui.

    Fue entonces cuando, al emprender una carrerilla desesperada hacia donde se suponía que debiera estar mi padre, resbalé por la dificultad añadida de la enormidad de mis katiuskas y caí de bruces sobre un seto de escaramujo que desgarró mi impermeable. Ni me moví. Me quedé allí, muy quieta, desconsolada, con la mejilla apretada contra la nieve, y el vocerío de “mosca afuera…, mosca afuera…, mosca afuera…” creciendo y menguando a mi espalda como una pesadilla.

    Con los ojos todavía pegados a ras de suelo, sobre un charquito que lo mismo podía ser nieve derretida que lágrimas de rabia, descubrí a lo lejos el resplandor de las punteras de los inmensos chanclos negros de mi padre apuntalados sobre el blancor de la nieve; pero estaban vueltos en sentido contrario al lugar en el que aquella caterva estaba lapidando mi inocencia.

    Él hablaba con cautela y le sonreía con un no sé qué de misterio a una muchacha semejante a alguna de las hadas de mis tebeos, tan bella y tan bien vestida que ni en sueños alcanzaría yo a parecerme a ella.

Quisiera yo dejar claro que  no es que yo aquel día huyera desistiendo de batirme al lanzamiento cruzado de bolas de nieve. Es que, tras semejante desdoro por parte de la Tiburcia (omito su nombre verdadero por pudor) creo que supe que me había convertido en el blanco perfecto para los disparos de todas las chiquillas sin katiuskas que había en el Parque, y ni mi padre podría ya prestarme cobijo.

    Aquella guerra, iniciada con la nieve de 1954, prosiguió en cualquier día de lluvia. La tortura de las katiuskas y del impermeable de platilla, en boca de la Tiburcia, duró muchos meses. ¡Demasiados para cualquier nena con edad de una sola cifra!

    Mi padre nunca llegó a comprender cómo mi deseo de aquella vestimenta cuando estaba en el escaparate de <TEJIDOS NIETO> se había convertido en auténtica fobia hacia semejante vestimenta que atraía hacia ella tan recios chaparrones.

    Nuestra Juani nunca supo por qué mis oraciones de la noche cambiaron, de la noche a la mañana, para implorar ahora: “NiñoJesús-no-pongas-lluvia-mañana-tampoco”.

    Pienso yo que lo que le pasaba a la Tiburcia (que no se llamaba así) es que en su casa había tanto “sinhaber” que nunca podría soñar con impermeables plateados; ni pedirle a los reyes magos de los Gázquez unas katiuskas aunque fueran de juguete; ni mucho menos en hincarle el diente a un salchichón cular de los de <ULTRAMARINOS CARREÑO>, aunque estuvieran percudidas por las cagadas de las moscas. Y la chiquilla espantaba el hambre como quien espanta tábanos, y lanzaba dentelladas a donde podía, o hacia donde más brillara, para que los dientes dejaran de rechinarle y se le conformaran con lo que buenamente pudieran morder.

    Hasta que, con la primavera, dejó de llover en Jódar.

    A primeros de verano yo cumplí mis primeros, inolvidables y únicos diez años; y con una edad de dos cifras y una estatura/hechuras de poste de la luz sin palometas, recuperé la dignidad de mis sandalias de tirillas blancas con las que parece que se desarmó la artillería de la Tiburcia (que no se llamaba así). Lo digo porque dejó de vocear lo de “la Socorrito parece un salchichón de los de ultramarinos Carreño”.

 

En CasaChina. En un 29 de Agosto de 2022



[1] En el quemadero de tablada, primer lugar de ejecución de las sentencias de la Inquisición, se hallaban los “cuatro profetas”, unas figuras de yeso donde se introducía a los inculpados y donde morían a fuego lento. Allí murió Pedro Fernández Benadeva, que participó en la conjura de los conversos de la Collación de San Juan de la Palma. La Santa Inquisición En Sevilla: Historia, Organización Y Proceso - Arte Y Cultura En La Bética (arteyculturaenlabetica.com)

[3] DESEGUIDA[3] en mi EXPRESIONARIO DE MÁGINA] −Inédito

1.   Enseguida como expresión adverbial.

2.   Malamujer como adjetivo y expresión coloquial

CUCHICHEOS: bien pudiera decirse que esta expresión adverbial tan de aquellos lugares tuvo asiento de honor en una joya que no llegó a publicarse: el Inéditos Diccionario histórico de la lengua española (1933-1936), cuyo buen acogimiento tentó al mismísimo Galdós, a Mariana y a escribidores no menos enjundiosos, como puede comprobarse en este enlace del que tomo texto: https://www.rae.es/tdhle/deseguida

332 56.

«Yo pondré á mis niñas un contramaestre que me las aborrique y me las deseduque del fárrago insubstancial que han aprendido.» Galdós, Casandra, ed. 1905, p. 169.

DESEGUIDA. adj. p.us. Dícese de la mujer de mala vida. «Muger poco menos que deseguida; por lo menos tan suelta y entregada á sus apetitos, que tuvo quatro hijos bastardos cada qual de su padre.”. Mariana, Hist. de Esp., ed. 1616, lib.19, cap.17.

«Deseguida. Se aplica a la mujer deshonesta y de vida licenciosa y estragada.» Dicc.Acad.  1726, s.v.

 [4] Estrofas del poema de Muñoz Seca “A EOLO, DIOS DE LOS VIENTOS”: ¿Por qué así nos martirizas?/ ¿por qué tus nubes plomizas/ Nos causan tan fieros males?/ ¿Somos seres racionales/ o es que somos hortalizas?/ Tu conducta deleznable/ no es admisible ni en broma/ pues sabrás, dios execrable/ que ni tengo impermeable/ ni tengo chanclos de goma.

sábado, 27 de agosto de 2022

AHORA SOY UNA OLIVA DE CORNACHUELO PLANTADA EN UN LEBRILLO

  (Méndez Núñez, 7)

    99/2022

    ¿Por qué no podía convertirme en lo que verdaderamente quise ser siempre si, sólo con cerrar los ojos, podía transmutarme en Elsa, la princesa de mi cuento de Lohengrin comprado en el bazar de los Gázquez?

       Por entonces yo no era mucho más que una especie de espingarda infantil con ínfulas adolescentes, más crecida y más flaca de lo que se consideraba conveniente para alcanzar a lucir los vestiditos de moda hechos con especial primor por las manos de nuestra madre, como lucían los suyos el resto de las nenas más bonicas de Jódar; y eso de soñar con ser algo distinto a lo que era en realidad me servía para sacarme del cuerpo algunos berrinches más o menos manifiestos.

        Como querer, yo quise ser muchas cosas en aquellos tiempos, con tal de endilgarle a mi “sosias”, −de la que yo sospechaba que mi padre aborrecía por su atolondramiento y sin gracia− todo lo que detestaba de mí; pero, cada vez que elegía ser algo, siempre había un alguien o un algo-más que venía a meterme en razón cos sus propias sinrazones.

       A veces, como al descuido, sorprendía a mi padre acariciando al gato. ¡Siete vidas para recibir caricias!

    Yo deseché lo de ser gato cuando descubrí que lo de las siete vidas durante las que ganarme alguna caricia traspapelada era pura propaganda engañosa −entonces se llamaba “vendehúmos”−. Me refiero a que El Uñas, aquel gato de nadie, que saltaba de patio en patio sin horario fijo, siempre dispuesto a husmear y acechar desde los ventanucos de entonces lo que se cocía con estrechez de cartilla de racionamiento en las cocinas de almirez y gachamiga, se despanzurró una mañana cuando, tras perder el equilibrio sobre la balaustrada de la cámara del último piso, rebotar de medio lado sobre el estribo de la esquina del balcón del segundo con un maullido desgarrador, y pasar por el primero sin romperlo ni mancharlo, acabó por entregar lo que los gatos tengan en reemplazo del alma humana contra el empedrado de la calle de Méndez Núñez, 7.

    Gracias a que yo, en lugar de estar sentada en el escalón de la casa esperando a ver quién me llevaría al colegio ese día, estaba cabalgando sobre la balaustrada desde la que había volado el Uñas, circunstancia que alcanzó a librarme de la proximidad de sus tripas recién salidas a la intemperie, lo que no impidió que aquel manchurrón rojo moteado de grises, visto desde arriba, me disuadiera de convertirme en minina mortal.

 Eso te ha pasado por no querer ser gato, sino yo, y remedar mis andanzas por las balaustradas le recé al Uñas, por sacudirme no sé qué enésima culpa, y a manera de último responso secularizado.

    A mi padre le gustaban los pájaros tantísimo que hasta se sentaba algunas tardes a mi lado en la mesa camilla para enseñarme cómo pegar los cromos del álbum de Nestlé sin churretear todo con el engrudo.

        Lo de dimitir de ser pájaro llegó con la escopetilla de plomos que nos regaló nuestro padre, y con nuestras correrías nocturnas hasta los cinamomos del Ejido para dispararle desde abajo a la desprevenida albura del pechillo de los gorriones que allí pernoctaban, tras dirigir hacia ellos la luz traicionera de nuestras linternas. Esa caída a plomo de los minúsculos seres alados heridos de muerte, amasada durante el sueño con imprecisos jirones de noticias a medio cocer sobre “juicios sumarísimos” entresacadas del “Parte[1]” del medio día, y las accidentales salpicaduras de la sangre de los pajarillos ejecutados sobre la pechera de la camisa de nuestro padre, me metió en el cuerpo minúsculos temores confusos a lo de los disparos a traición y a los aparatos de radio clandestinos de los que se hablaba en la cocina.

    Así fue cómo voló por los aires lo de ser pájaro.

    Bien pensado, lo que yo buscaba por entonces, con aquellos afanes por no ser yo, sino cualquier cosa en la que mirarme sin tener que ver tantísima infancia, era encontrar a alguien que se muriera por mí mientras yo me quedaba a mirar cómo me moría sin tener que morirme de verdad.

        La decisión final me llegó aquel día en que nos llevaron a Úbeda, al estudio fotográfico de Varas, para hacerme la consabida foto de primera comunión. A la altura de la gran curva llamada la Curva de los Tomates, el vehículo en el que íbamos, por más señas el taxi el de José Paterna, comenzó a resoplar, a renquear y echar por la delantera un humo tan blanco como mi vestido. Lo orilló el chofer hacia la cuneta, levantó el capó, dejando escapar la humareda a sus anchas, y dijo que habría que esperar a que se enfriara el desaguisado para poder añadirle agua antes de continuar el viaje, lo que nos dio ocasión de bajar del coche y, ya puestos, repartirnos entre las olivas de la Loma, cerca de la Casería de los Acedo, para aliviarnos de las limonadas del desayuno. Comenzamos a  amagarnos en las pozas, −“nena, pon atención a no pisar donde haya barro”− aunque teniendo yo buen cuidado de alzarme la falda del vestido de comunión sin pudor alguno y separar los pies para que las salpicaduras no me percudieran los zapatos lustrados con expertos brochazos de aquel blanqueador “Búfalo”, recién llegado como novedad desde Barcelona a la droguería de don Lorenzo.

    “Esta es más que centenaria” −le escuché decir a nuestro padre desde lejos, mientras señalaba con su dedo una oliva algo apartada de donde nosotras estábamos, bajo la que él y el chofer aligeraban sus propias vejigas.

    −¿Dice usted que esta oliva tiene más años que nuestro “Marquesito”? −se maravilló José Paterna, nuestro taxista de cabecera como quien dice. (Por cierto que del Marquesito ya contaré si llega la ocasión).

    −Yo le echo más años que al abuelo del Marquesito que Dios tenga en su gloria −respondió nuestro padre en un tono de voz lo suficiente elevado como para que yo tomara buena nota de que ser oliva era una garantía para eso de la inmortalidad con la que yo estaba encandilada por entonces de semejante manera.

    −Y yo me pienso que en media hora más el coche se ha enfriado y nosotros podemos ponernos en camino.

    −Señora −intervino Isabel la cocinera− si usted no manda otra cosa, podemos sacar la cesta con las plumillas y los termos del chocolate para que el tiempo se nos haga corto.

    Allí, en mitad de las olivas, tuvimos un segundo ágape campestre y comunionero.

      Tras aquel viaje de humaredas, improvisaciones de chocolatada y conocencias sobre la longevidad de las olivas, fueron muchas las noches de insomnio en las que tan pronto me regodeaba en lo de ser oliva, tan pronto me retraía ante el gran inconveniente que yo le veía a la tal inmortalidad. Hasta donde a mí se me alcanzaba, lo de que los árboles nos sobreviven era una gran verdad que hasta yo entendía; pero eso de no poder moverse del sitio donde los plantan se me hacía a mí algo dificultoso, dado este espíritu de pendoneo traslativo con el que siempre he afrontado el vagabundeo forzoso, y el hormiguillo que se me mete en el cuerpo por volver a andurrear mundo adelante en cuanto alguien o algo me deja quieta en cualquier sitio. Lo de ser árbol estaba bien; si, además, el árbol era una oliva, mucho mejor. Si, como tenía pensado, le pedía a Adoración la espiritista que me consiguiera la manera de poder meterme dentro de la oliva para hacerme inmortal, eso sería ya el no va más. Pero el inconveniente estaba en lo de la inmovilidad. ¿Y si plantaba la oliva en el patio trasero de la casa de Méndez Núñez, 7, y, cuando yo estuviera metida dentro de la oliva, mis padres aprovechaban para vender la casa e irse sin mí?

    En estos ayes de pesadillas nocturnas estaba yo cuando un azar vino en mi ayuda: al lebrillo de amasar los chorizos de la matanza de toda la vida se le saltó el emplasto con el que un año antes le había remendado el fondo el lañador, y mi madre decidió que ya era hora de jubilarlo, lo cual que a mí me sirvió para que, dueña y señora de aquel desecho doméstico, pudiera llenarlo de tierra y plantar en él una oliva de cornachuelo, cuya longevidad −según lo escuchado a nuestro padre− y con algo de ayuda de Adoración la espiritista, serviría a mis afanes de transmutarme en inmortal con solo cerrar los ojos y hacer un esfuerzo por meterme en su tronco en plan palomilla, al tiempo que lo de estar plantado en un lebrillo le daba al arbolejo la movilidad necesaria a mis apetencias en caso de querer o tener que mudar de sitio.

    Ahí sigue la oliva, en mi jardinillo de ahora, con el tronco casi tan envejecido como yo, pero aguantoso, y con medio mundo recorrido de mudanza en mudanza, dejándome que, de vez en cuando, cuando más deslomada me encuentro, vuelva a cerrar los ojos, y con sólo pasar mis dedos por su añoso tronco, e invocar a Adoración la espiritista, alcance a sentirme o a hacerme pasar por ella como quien se embute en una tripa de salchichón.

    Bien puedo decir que ahora, en cuanto me amodorro, soy una oliva de cornachuelo enana, plantada en un lebrillo: chupo la sustancia de la tierra a través de mis raíces de prestado y me reverdezco con el agua de cualquier lluvia.

        Lo cual que dejo esto por escrito para que quien lo lea siga regando el lebrillo llegado el caso, no vaya a ser que fenezca yo del todo por falta de riego en la tierra de mi inmortal oliva. Y, si no es mucha molestia, a lo mejor hasta podrían echar lo que quede de mí dentro del lebrillo, arrimadico al tronco; ya hará la oliva el resto.

 En CasaChina. En un 27 de Agosto de 2022



[1] “EL PARTE”: así se llamó durante mucho tiempo tras terminar la guerra civil al noticiario de Radio Nacional de España de las 2 de la tarde y las 10 de la noche, de obligada conexión, como reminiscencia de “el parte de guerra”.


lunes, 22 de agosto de 2022

LENGUAJEAR o CALLARSE

98/2022

 (Personalización, Literalidad, Imprescriptibilidad)

        Soy yo ahora tanto de lenguajear por los codos al estilo Maturana[1] cuando algún inadvertido me lo consiente, como de tomar una de estas dos decisiones: o no acudir a una convocatoria a cenáculo dudoso o volverme por donde llegué al más puro y retráctil estilo “ojos-de-caracol” en cuanto descubro que meterme en el fregado o seguir en la cháchara solo me llevará, como mínimo, a quedarme tuerta de uno de mis múltiples y enclenques ojos emocionales.

        Lo que quiero decir es que en mis encuentros más o menos ocasionales −que no en los buscados amorosamente de propósito− hay tres arquetipos, tres rasgos interlocutorios que, aunque me muera de ganas de pegar la hebra, me disuaden en forma inmediata de mantener viva cualquier conversación medianamente especulativa sobre creencias, sapiencias e ignorancias de los más que inseguros yoes de turno.

        Me refiero a lo de tropezar con “representantes” de cualquiera de los tres epígrafes con los que he subtitulado el encabezamiento: con los de la PERSONALIZACIÓN, cuando la personalización es morbosa, −que en el “yo-me-mí-conmigo” suele serlo casi siempre−; con los de la LITERALIDAD, cuando la literalidad es feldespática, inabordable y tan tontorrona como un tranvía, que o va por los raíles o descarrila sin remedio; o con los de la machacona IMPRESCRIPTIBILIDAD, cuando la retentiva memorial se convierte en cargante; algo así como un insano enredo que impide emprender nuevos intentos de intercambio comunicativo medianamente oreado y aseado.

        Si atendemos a la definición de interlocución como forma de interactuar dentro de diálogo entre dos o más personas, hemos de convenir que los argumentos esgrimidos en esos diálogos buscan (debieran buscar) un determinado FIN ecuánime e impersonalizado −que no “impersonal”−, un intercambio de información por dos vías esenciales: la de compartir conocimientos propios contrastándolos con los ajenos y la de revisar y modificar posibles ideas erróneas mediante ese salubre y saludable contraste que emerge de la esencia de la asertividad.

        Sin embargo, a lo largo de la vida no es extraño encontrarnos abducidos en una conversación donde el fin comunicativo sustentado en el intercambio se esfuma ante la presencia de alguno de los tres estereotipos mencionados: el eterno “escocío”, que personaliza en sí mismo y de manera “sospechosa” y “sospechante” cuanto se dice en su entorno sin intención alguna. No es menos chinchoso el “literalista”, cazurro él, incapaz de adentrarse en la complejidad, o de interpretar y expandir de manera caleidoscópica la idea de la que se trate en cada momento, empeñándose en reducirla tozudamente a un paupérrimo lenguaje textual que siempre acaba en un “anda-que-tú” por si acaso.

        El peor es el rencoroso imprescrito. El que, cuando menos se espera, se hinca de manos y planta cara en una confrontación no buscada por nadie; ese que clava sus raíces inmemoriales y se retroalimenta en la sana desmemoria prescriptiva practicada por el resto de los mortales. Me refiero a esas personas que, desde una insatisfacción indeleble, no pueden sustraerse a proyectar discordia y, se trate de lo que se trate, no pierden ocasión vindicativa; siempre vuelven a la añeja y manoseada “lista de agravios”, convirtiendo cualquier nueva conversación en una vieja discordia sin resolver, que interiorizan sin redención posible, como la imagen fija de las antiguas almas del purgatorio.

        Mientras escribo, vienen a mi mente los cinco axiomas de la teoría de la comunicación de Watzlawick[2], de los que hoy me quedo con el quinto: las distintas manifestaciones, −complementarias o simétricas−, en el hecho comunicativo. Si la comunicación es simétrica, y se percibe como “entre iguales” −me refiero ahora a la identidad disciplinar y a la igualdad finalista− todo fluye y deja un aluvión fértil en los márgenes. Si la comunicación es complementaria, y se mantiene dentro del campo del intercambio compensatorio, nada hay que dañe esa comunicación.

        Pero si en la comunicación/ conversación intervienen una o más de esas personas, ”escocías”, “literalistas” o eternamente “agraviadas”, que el cielo nos ampare. Porque, como dejó dicho Federico García Lorca en su romance de <LA CASADA INFIEL>, se acabó la luz y comienza el ruido:

Se apagaron los faroles

y se encendieron los grillos...

         La presencia de esas criaturas provoca sin remedio que la comunicación corra serios riesgos de convertirse en un imprevisto campo de batalla; o en un “asalto” pandillero que le deja a una los ojos del alma morados antes de que se dé cuenta de lo que está pasando.

        Con el tiempo, una aprende a no meterse en el charco o a salirse de él por una orilla antes de que el légamo la ciegue. Lo mejor es entonces acudir a la simpleza, hablar de que el cielo es azul de día y negro de noche, a riesgo de que el “escocío” remate con un “eso-no-lo-dirás-por-mí”, el “literalista” puntualice que eso no es así en donde las auroras boreales, y el eterno “quejicoso”, ajeno al sano principio de prescripción, siga con aquello de “…pues en 1973 tú mentaste el color lila”.

         Y, a estas alturas, lo que yo les diga, no está mi cuerpo ni para contiendas ni para trofeos. Prefiero asentir hacia afuera con aquello de Pirandello de “ASÍ ES SI ASÍ OS PARECE” mientras que para adentro me conformo conmigo misma, que soy la que mejor sé lo que sé, aunque ignore todo lo que no sé; lo que de verdad ignoro.

 En CasaMágica. En un 22 de Agosto de 2022

 

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

  (Periodiqueando adherencias)     Querido Miguel: (y permíteme que, a falta de conocencia propia, eche mano de ese “querido”, form...