Cobijémonos de la tempestad |
"Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero
defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo"
El conflicto que nos
iguala -reza el titular del artículo de La Voz
de Galicia:
José Manuel
García Sobrado
22/06/2017 05:00
h
Leo con tanta atención como inquietud este artículo, abiertamente detractor
de la Mediación y de sus principios, y axiomático vocero de la intervención
judicial frente a la violencia, y no puedo por menos que inquietarme primero, y
ponerme luego a hacer algunas reflexiones sobre la violencia conductual, un asunto tan candente como a todas luces irresuelto
a pesar del endurecimiento de las leyes y las condenas judiciales o las
manifestaciones callejeras y los minutos de silencio recurrentes.
Ayer mismo, y refiriéndose a la violencia machista, declaraba Soledad
Becerril algo que contrasta con la seguridad que el autor del artículo
manifiesta:
“Confieso que no sé cuál es la solución
frente a la violencia machista”.
Yo confieso -y espero que el autor del artículo haga el mismo esfuerzo para
entenderme que el que yo hago recíprocamente- que lo único que me ha dado
resultados prolongados en el tiempo frente a cualquier conducta violenta
-también la machista a pesar de la interdicción de la Ley- ha sido la
Mediación. Y ello porque a través de la Mediación nos esforzamos en distinguir entre persona y conducta,
aislando y condenando sin ambages las conductas
violentas, que se refieren y tienen su eje en las formas de relación, pero
redimiendo, y dotando de herramientas de reconocimiento y libre modificación
relacional a las personas cuyas
conductas emergen con alteraciones de origen no siempre bien entendido, y de
las que muchas veces son víctimas ellas mismas.
¿O alguien puede negarme que las personas afectadas por el TEI -trastorno
explosivo intermitente que no debe confundirse con el trastorno bipolar- no son
víctimas de sí mismas, aunque también lleven el sufrimiento a su trabajo -que
suelen perder-, a su entorno social -que los suele rechazar-, o a su familia -a
quienes hacen profundamente infeliz?
Como sé que este tema inquietará a quienes, hondamente sensibilizados con
el maltrato machista, luchan por erradicar este tipo de violencia, aludiré a un
caso de mi despacho.
María, casada con José
-nombres ficticios- acudió a mi consulta, profundamente angustiada, dispuesta,
aunque no decidida, a pedir el divorcio por malos tratos de José que nunca
había denunciado; ni siquiera comentado con sus familiares y amigos. A mi pregunta de por qué no había
denunciado respondió que porque no estaba segura de que el José violento y
maltratador fuera el mismo que ella amaba. A
la de que por qué no había comentado
con su entorno esos hechos, respondió que porque lo amaba profundamente y
no quería que los demás comenzaran a avergonzarla diciéndole lo que tenía que
hacer. Para indagar sobre la existencia
de un “maltrato de género”, le pedí a María que me resumiera cómo veía ella a
José, respondiendo que su marido era un hombre encantador, tierno, amable y
colaborador; pero que muy habitualmente, -cada
vez con más frecuencia- entraba en ataques de cólera sin razón aparente, a
veces por un simple gesto de ella que José interpretaba a su manera haciéndolo
desbarrar con una violencia desproporcionada, y con la misma rapidez con la que
se le pasaba el enfado, entrando en un silencio casi confundido y contrito,
para acabar abrazándola con la mayor ternura. Quise saber si existían otras causas distintas a los brotes de ira de
José que la hubieran llevado a contemplar la posibilidad de divorcio, a lo
que me contestó que nada actual, pero que temía que esos “ataques de ira” como
ella los llamaba desembocasen en agresión física, o a que los vecinos
escucharan los gritos de José. Esto último le causaba mucha vergüenza -dijo- y mencionó
sentir un sufrimiento lacerante, creyendo que “la única
salida era el divorcio antes de que nadie se diera cuenta de que era una
maltratada” incapaz de deshacerse de su agresor; aunque estaba segura de que sufriría
con este divorcio tanto o más que lo que estaba sufriendo con las
intemperancias de su relación. Le
pregunté si había alguna posibilidad de que José moderase su agresividad,
contestándome que ella “sentía ya mucho miedo de hablar con él, pero que,
siendo tan amoroso como era cuando cesaba la ira, seguramente ella quería
pensar en que pudiera darse cuenta, etc,.
Nunca inicio una causa judicial de
separación o divorcio si percibo que la decisión de romper no está madura o descubro
la posibilidad de distintas formas de relación familiar; y de mi primera
entrevista con María saqué en conclusión la necesidad de proponerle someter su
caso a mediación para lo que convoqué a José a una reunión informativa al
efecto.
En la primera reunión con
José NO encontré los signos y alertas del maltratador habitual, mostrándose,
por el contrario, colaborativo e íntimamente arrepentido -cosa impensable en el
maltratador- de esas “salidas de tono” que reconoció y dijo no sabía cómo
surgían ni cómo controlar. Lo que me llevó a hablar con un colega psicólogo
que, según me había dicho pocos días antes, estaba trabajando seriamente con
personas aquejadas de ira intermitente y violencia incontrolada, hablándome del
T.E.I.
No quisiera alargarme, pero tampoco dejar de decir, respecto de este caso
práctico, que a través de cuatro sesiones de mediación José y María acordaron y
convinieron posponer una posible disolución matrimonial siempre y cuando José
se sometiera a tratamiento especializado para estudiar su control emocional y
María buscaría idéntica ayuda para soportar la angustia que le producían los
ataques de José.
Volvieron meses después para informarme que, en efecto, los “ataques” de
José estaban motivados por carencias orgánicas evaluables en laboratorio (serotonina
casi inexistente), y afectivas, (bajísimo el umbral ante las frustraciones
desde la niñez, de un niño brillante, bajo una rigidez paterna carente de
afecto reconocible ante el que tenía que controlar su percepción de trato
injusto). José a día de hoy sigue en tratamiento -médico y psicológico-; María por
su parte, -según me dijo- es una mujer feliz, que ama a su hombre profundamente
y valora el esfuerzo que está haciendo para “reconocerla” con autonomía propia.
Y ambos manifiestan haber salvado con la mediación una relación familiar
condenada al fracaso si se hubiera acudido a la judicialización, a la
publicitación o a la radicalización “políticamente correcta” de una radical intolerancia
ante cualquier mal trato relacional sin contemplar a la persona y sus
circunstancias.
Realmente, este caso me
enseñó mucho más que todos los manuales sobre violencia…
Quizá la palabra clave sea “legitimación”. La Mediación, frente
a conductas antisociales (privadas o públicas), actúa legitimando a la persona en el ámbito de la privacidad, recomponiendo su umbral de resiliencia y
reconociéndola hábil para actuar
sobre sus propias desviaciones y decisiones, siendo el resultado el de estimular
la diversidad potencial de cambio y su deseo de mejorar. La judicialización,
desde su rigidez normativa, deslegitima a la persona (representada por profesionales juristas) sometiéndola
a su control sancionador y tuitivo, espoleando resistencias reactivas propias
del instinto más primario: el de defensa (justa o injusta, pero instintiva)
frente a cualquier agresión (percibida siempre como injusta desde el instinto
primario).
Pero sigamos con el
artículo que ha dado lugar a estas digresiones. Dice su autor:
“…me pone en alerta sobre el nivel de tolerancia sistémica de la
violencia”.
Y a mi Me
parece cuando menos inquietante lo de “…tolerancia sistémica de la violencia”
pues, leyendo el resto del artículo, en el que se defiende a capa y espada
la exclusiva y excluyente intervención judicial contra los individuos cuya forma
de relación se exterioriza, más o menos habitualmente, en conductas violentas, mucho me
temo que el uso del término “…sistémica”
se
hace sin mucho fundamento, teniendo en cuenta que un “sistema” es -simplificando- un objeto complejo
compuesto y relacionado con otros subsistemas relacionados entre sí lo
que nos lleva a interrogarnos dónde está ese “pensamiento sistémico permisivo”
a que se alude.
“El concepto de lo que se da en llamar
<<conflicto>> parece hacernos a todos iguales” refuta el autor.
A lo que no puedo por menos que objetar que NO es el conflicto lo que nos
iguala o desiguala, sino que es la
forma conflictiva o ecuánime de relacionarnos la que nos iguala o
desiguala.
“La apelación al conflicto, sin más indagación de quién lo provoca o quién lo
mantiene, se convierte en patente de corso para violentos…” -sigue-.
Y tengo que decir que en la mediación resulta irrelevante el “quién”, sino
que lo que busca es la forma de atacar la rigidez posicional del mantenimiento
del conflicto, manteniéndolo en el ámbito de la privacidad intervenida,
empoderando y reconociendo a los que voluntariamente están dispuestos a
abordarlo, al contrario de la judicialización que establece culpables e inocentes,
vencedores y vencidos. Es decir: enemigos eternos.
Estoy
totalmente de acuerdo con el autor cuando dice que “…cuando se producen muertes o
lesiones gravísimas, ya es demasiado tarde para levantar el velo. Pero el velo hay que levantarlo antes”.
Totalmente de acuerdo, digo, en el “qué”; en
que así, en abstracto, es necesario actuar antes -la prevención-. El caso es encontrar “el cómo” levantarlo
para arrancar la raíz en lugar de talar el árbol a ras de tierra dejando debajo
el veneno del rebrote conflictual.
Algo confusa sí que me
deja esto que comento sobre el propio texto:
“Pero ahora vendrán los iluminados de la mediación judicial…” (¿qué tal si antes de colocar semejante etiqueta se aportan
y documentan casos de mediación?) “…con su apostolado de que hay conflictos que la Justicia no puede resolver…”
Si por “resolver” entendemos encontrar
la fórmula de pacificación presente y futura entre los antagonistas, estaríamos
de acuerdo en que la Justicia no puede “resolver”,
sino “atajar” el aquí y el
ahora de una determinada situación coyuntural y concreta. La Justicia contempla
HECHOS y decide según reglados FUNDAMENTOS DE DERECHO.
Quizá el “error” de los mediadores es puramente semántico al “importar” el
término “resolver” de la inicial propuesta
estadounidense con su acrónimo A.D.R. (Resolución
Alternativa de Disputas-) hoy superado en la práctica de las distintas escuelas de
mediación ‑básicamente 3- como puede comprobarse en el trabajo de Maria Isabel Viana Orta:
“Pero el insulto, la amenaza, la intimidación, los
daños, los golpes, las palizas y las agresiones son conductas intolerables que
deben ser reprimidas a través del Derecho…”
(Totalmente de acuerdo
con la primera propuesta: son intolerables esas conductas y nadie puede
ampararlas. Pero ni estoy de acuerdo en
lo de la “represión”, sencillamente porque NO está dando resultado -véanse
las estadísticas de reincidencia entre los condenados por violencia- ni mucho menos en que sea “el Derecho” la herramienta
más eficaz; porque El Derecho, prescindiendo de la persona, contempla hechos, y
sanciona “conductas”, es decir: formas malsanas de relación, cuya insania
no puede ser erradicada desde la represión de la conducta sino desde la integración de la persona
a través del afianzamiento de su propia entidad inclusiva como tal (heterocomposición
y legitimación de capacidades para decidir).
Se trata, en definitiva, de distinguir entre persona y forma de
relación. Mientras se siga estigmatizando (criminalizando, sojuzgando, penando
y excluyendo…) a la persona en lugar de atender a la conducta,
seguiremos negándole a la persona su capacidad y legitimación para levantarse
de sus propias miserias, arrojándolos al pozo de las conductas aprendidas como
único recurso de presentar batalla frente a sus enemigos: los códigos y las
rejas).
Termino, pues, diciendo que yo, personalmente, he encontrado MUCHAS
herramientas en la Mediación; pero POCAS soluciones en la judicialización. ¿O
no?
En "CasaChina". En un 25 de Junio de 2017
En "CasaChina". En un 25 de Junio de 2017