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sábado, 20 de marzo de 2021

MIS NONIS

 

37/2021

(Zurbano, 42)

 Unas cosas fueron ciertas. Otras, menos. Pero pudieran haber sucedido así.

 Hoy me he apañado un NoNi nuevo, de nombre Marc Augé, de profesión juntasueños ilustrado, autor de uno de mis libros preferidos: <LAS PEQUEÑAS ALEGRÍAS>, y de edad un poco por encima a la mía, lo que, según mi convicción de que los hombres de mi edad son demasiado mayores para mí, lo convertiría en algo pasado de fecha de caducidad si no fuera porque hay personas que, como él, nunca pierden el encanto.

Lo dicho: al Marc Augé me lo he echado de NoNi.

Hace tiempo, mucho tiempo que me los inventé. Me refiero a lo de mis NoNis, aquellos novios que, por NO serlo, NI ellos mismos sabían que lo eran, que lo fueron, y que dejaron de serlo sin haberlo sido, pero que para mí se convirtieron en los más turbadores habitantes de mis sueños a lo largo de toda una vida. (De ensueño y, a veces, de pesadilla).

         La cosa comenzó un sábado, en la noche del 13 al 14 de febrero de 1960, en el dormitorio del segundo piso del internado de Madrid que me albergó algunos años. El que ocupaba todo el esquinazo donde se cruza la calle de Zurbano con el antiguo Paseo de Cisne (ya rebautizada por entonces como calle de Eduardo Dato, personaje que por su enjundia le alzó el nombre al viejo cisne principesco, ornato de una hermosísima fuente, plantada en la desembocadura de la calle con La Castellana, y que, por desbarajustes municipales como pasa siempre, anduvo de acá para allá por esas calles y plazas de Madrid, como un zanganillo con chorreras, hasta acabar desmontada y arrumbada en algún almacén corporativo, mientras que el cisne volaba por su cuenta).

1960
Mi primer curso de Zurbano, 42

Pero volvamos al colegio.

Aquella noche del 13 de febrero de 1960, en el recinto de los lavabos contiguos a los dormitorios había un especial y desconocido revuelo quinceañero. Para entonces ya llevaba yo cinco meses en el más que liberal e inolvidable colegio de Zurbano 42, tiempo suficiente como para, entre otras pequeñeces, haber cambiado la referencia a mí misma por un “yo”, en lugar de aquel “una servidora” del severo colegio de las Carmelitas de Jaén. Mal que bien, (más bien que mal), me había acostumbrado al ambiente alegre, inteligente y elegante que la directora, gallega por más señas, doña Celia Merino, mantenía para las huérfanas de Magisterio que tuvimos la fortuna de obtener una plaza en tan singular colegio. El bullicio aquella noche amenazaba con no acabarse. Si, en lugar de estar en Zurbano 42, hubiera estado en las Carmelitas, −me regocijaba−, al primer revuelo de camisones hubiera aparecido la monja, la Prefecta, la hermana Maria Luisa, para llenar de índigo con sus profundas ojeras el pasillo de las camarillas que daban a la calle Arquitecto Berges, 12 de Jaén justo antes de sacudir con energía la campanilla anunciadora del apagado la luz. Sin embargo, en el Zurbano 42 de Madrid de aquel 13 de febrero de 1960 mirábamos de reojo cómo la señorita Justi, encargada del orden en nuestro piso, le daba suelta a aquel negro pelo suyo, malagueño, y confinado durante el día en una apretada trenza, que amenazaba con superarle en centímetros de largura a su dueña, y optaba poco después por meterse en su dormitorio como si nosotras no existiéramos, aunque dejando la puerta entornada para intervenir de inmediato en caso de necesidad. Visto ahora desde lejos, seguro que también ella tenía una foto que besar y un muchacho al que recordar con emoción veinteañera aquella noche del 13 de febrero, víspera del día de los enamorados de otro año bisiesto más.

Como he dicho, mis compañeras se afanaban en una tarea que nunca yo las había visto desempeñar antes: una por una, iban sacando el cepillo de dientes de su vaso; lo llenaban de agua hasta el borde y, tras escribir algo en cada uno de los cuatro papelitos que ya llevaba preparados, los metían dentro del vaso, tras doblarlos en dos.

“Mañana, cuando nos levantemos, alguno de los papelitos se habrá abierto dejando ver el nombre escrito en él, y podré saber quién va a ser mi novio” −me reveló festiva Emilia Maicas, una de las más listas de las escasas colegialas del internado, −creo que estudió medicina además del obligatorio magisterio− y por la que supe que existía un lugar muy dolorido llamado El Maestrazgo, y allí un pueblo bastante más pequeño que el mío de nombre Torremocha.

“¿A quién vas a meter tú, Pilar?”. −Y Pilar Antiñolo, que aspiraba a casarse nada menos que con Dios como así hizo según supe, apenas mencionó con su rotundo y gracioso acento malagueño un solo nombre que comenzaba por J.

“¿Y tú?” −la interpelación de Mari Carmen Galán, la navarra que, apenas cuatro años más tarde, sería maestra por uno de los pueblos de la Sierra de Segura, me paralizó.

−¿Yo?

−Sí, tú. ¿No tienes curiosidad por que San Valentín te revele quién va a ser tu novio?

Curiosidad, lo que se dice curiosidad, sí que la tenía. Quién no la tendría estando a pocos meses de cumplir los quince años, y ha comenzado la carrera de Magisterio en uno de los centros más emblemáticos de España: la Escuela Normal <María Diaz Jiménez>, la que estaba junto a la vaquería de los hermosos azulejos de colores, y olía a suelo de tierra regada, a hierba recién cortada y a boñigas de buen pesebre, como olían por entonces las calles de mi pueblo al atardecer.  

Mientras me debatía confusa por mi carencia de nombres que echar en remojo, vino en mi auxilio el recuerdo de la cancioncilla de patio de escuela de ocho años de Jódar:

“…quisiera saber quién es mi novio/ Pepe, Juan, Luis o Antonio”.

−Si, claro que quisiera a echarlos, pero se me ha olvidado el papel… y no quisiera yo que la señorita Justi me castigara por bajar a la clase a estas horas −traté de salirme por la tangente−.

−La señorita Justi no castiga. Ninguna señorita castiga aquí que no sea doña Celia, la directora, y eso, con reparos. Como todavía eres nueva, no lo sabes. Y no te preocupes por lo del papel. Ahí tienes algunos que nos han sobrado.

−Toma. −Era María Jesús Zapico, la rubia y siempre divertida niña asturiana, la de Cabañaquinta, quien me alargaba cuatro papelitos y un lápiz de dos colores.

“Pepe”

“Juan”

“Luís”

“Antonio”

A decir verdad, me tembló un poco la mano cuando escribía el nombre que algunas noches me cosquilleaba en la memoria desde aquella excursión a Córdoba con los colegios de las Carmelitas y el de los Maristas. Fue al bajar del autobús delante de la Mezquita. Él venía en el autobús de los Maristas y, antes de formar las filas de los niños y de las niñas por separado, aún alcanzó a decirme: “me llamo Luis. ¿Y tú cómo te llamas?”.

Era de Sierra Mágina, tenía los ojos como los cogollos de las adelfas y lo volví a ver tres veces más en mi vida.

Se había apagado en el suelo la línea de luz del dormitorio de la señorita Justi; desde la calle nos llegaba de vez en cuando el traqueteo del chuzo del sereno esañándose contra la acera, y la luz de los faroles de gas, colándose por la estrechez de las múltiples ventanas ojivales, arrancaba reflejos inquietantes de los vasos mágicos en los que se maquinaban mensajes con nombre propio en remojo.

 El domingo por la mañana comprobé que el papelito con el nombre de Luis seguía cerrado, hundido en el fondo del vaso en mi mesilla de noche.

 Tampoco importaba tanto. A lo mejor san Valentín había estado ocupado con otras cosas; pero yo lo tenía decidido ya desde la excursión a Córdoba, aunque sin acabar de darle forma a la idea hasta aquella noche anterior al día de los enamorados: Luis, el chiquillo de los ojos del color de los cogollos de las adelfas, sería mi novio. Iba a convertirlo en mi novio para siempre, aunque él no lo supiera nunca.

Aunque, para no cometer pecado de mentira, −concreté recordando los confesionarios de San Fermín de los Navarros de al lado de nuestro colegio− sería mi NoNovio.

Mi primer NoNi.

Y, para comenzar a darle forma a mi brillante idea, −decidí aquel 14 de febrero al amanecer− aunque el papel siguiera cerrado dentro del vaso sin cepillo de dientes, yo le escribiría a Luis largas cartas ocultas, que se amontonarían al fondo de la cajonera de mi pupitre, donde había descubierto que podía guardar sin miedo mis secretos porque, para mi sorpresa, en aquel colegio no había registros. No importaba que aún no me supiera el apellido de mi NoNi. No iba a mandar las cartas a quien ni  siquiera sabía que era mi novio. Así no tendría necesidad de gastarme la corta asignación semanal en sellos de correos, ni habría de buscar la complicidad de Manolo, el calefactor, siempre tan lleno de hollines como de servicial ternura hacia las colegialas, para echarlas al buzón.

En CasaChina. En un 20 de Marzo de 2021

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

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