62/2020
(Croniquilla del Viruso
Coronado – 37)
(Cordia III)
“¿A qué me recuerda esto?” −dicen que dijo la Cordia
cuando lo del encierro, mientras se afanaba en revolver en el contenido de una
maletilla llena de recortes de periódico a punto de deshacerse, fotografías
malogradas en las esquinas y papeles viejos.
“Ah, sí: a la Sita”.
De pocos años atrás, a aquellos en que se
declaró lo del Viruso, había sido costumbre de la Cordia renquear casi gateando
por las escaleras, con la ayuda de sus Ánimas, hasta alcanzar la cámara del
tercer piso, donde pasaba tardes enteras entretenida en lo que nadie sabía,
mientras su Braulio se alargaba hasta el Paseo a guardar silencios compartidos
con los de su quinta, sentados todos ellos en cualquiera de los bancos de
piedra y sin espaldar que allí había instalado el Ayuntamiento.
“Podían haberle adosado un par de
traviesas en la trasera para poder reclinarnos los viejos” −solía ser lo más
que se escuchaba brotar muy de vez en cuando en el conciliábulo de viejos del
Paseo de la Sima. Aquel no hablarse de cada día era como un padre nuestro
puesto de penitencia; o como si se hubieran resignado y, en lugar de signarse,
se empeñaran en cruzar ambas manos sobre la curvatura de sus garrochas
apuntaladas entre sus piernas, apalancando encima las barbillas para redimirlas
de los estremecimientos de los años, y, a falta de horizontes, quedarse mirando
al suelo que más bien antes que después habría de reclamarlos para sus
entrañas.
Cuando llegó lo del enclaustramiento del
año 2020, el Braulio, en lugar de bajarse al Paseo, tuvo que conformarse con acondicionar
como asiento una peña sobresaliente del propio suelo, en el corral trasero de
la casa, desde donde, sin tener que alzar la cabeza, se podía ver todo el
Valle, y hasta más allá del Valle, allí donde la cerrazón de los montes
occidentales se remataban en una última elevación, tras la que el sol
desaparecía con muy distintos celajes, dependiendo de la época del año y aún de
los días.
Fue por aquellos tiempos de cautiverio cuando el Braulio,
a falta de mejor cosa que hacer, y para no estorbarle demasiado a Cordia en sus
propias costumbres de cada día, se echó a pensar en la mejor manera de entretener
el poco o mucho tiempo que le quedara con algo que le redimiera de los miedos a
que uno de los dos, su Cordia o él mismo, emprendieran el camino de regreso a
ninguna parte dejando al otro desamparado. Lo que menos temía era que fuese la
Cordia la que se le adelantara, porque estaba seguro de que él, sin su Cordia,
no le iba a dar a los relojes de la vida demasiadas horas de lloro antes de
echarse a buscarla por esos otros mundos.
¿Pero y si era él?
Lo que es separarse, no se habían separado nunca en tantísimos
años que llevaban ya juntos. Por eso no se le alcanzaba cómo poder afrontar
algo tan nuevo como lo que se le iba y se le venía y se le enredaba entre los
pensamientos como los zarcillos de la parra del corral, que a esas alturas del
mes de abril ya había comenzado a reventar en pámpano tiernos y presuntuosos
como todo lo joven, con una pujanza tanto o más asombrosa que en años
anteriores. Claro que, a lo mejor, los años anteriores esa parra se engruesó y
retozó de igual manera y con semejantes hechuras, y fue él, con su rutina de
bajarse hasta el Paseo a rebuscar entre la nada, quien se había perdido mucho
de lo que tenía en su propia casa.
Video de Conchi Mármol Brís
¿Qué más se habría perdido sin caer en la cuenta de la
pérdida?
¿Quizá le habría faltado a la Cordia en algo que él no
había reparado? ¿Sería por eso por lo que su Cordia se había buscado el arrimo
de las Ánimas para tener compaña?
De todas maneras, ninguno de los dos podía quejarse; no
estaba mal lo que habían vivido. No a todos los matrimonios se les da la
oportunidad de hacerse viejos juntos.
−Ni todas las vejeces tienen tanto que desear todavía −se escuchó
a sí mismo farfullar a media voz, lo que le llevó a una nueva desazón que le
obligó a levantar la cabeza hacia las ventanas vecinas para asegurarse de que
nadie hubiera reparado en algo que le venía pasando últimamente. Varias veces
se había pillado ya hablando solo en voz alta como si también él tuviera trato
con las Ánimas.
¿Desear?
¿Acaso sabía él qué era lo que de verdad deseaba la
Cordia?
¿Pudiera ser que ella se hubiera cansado de tanto hacerse
viejos?
De no ser así, ¿qué era lo que buscaba ella entre lo que hubiera
estado guardando allí arriba, en la cámara, durante toda una vida, y que la
acosaba ahora con semejante ahínco.
Miró hacia los montes del poniente. El sol comenzaba a desaparecer
como unos dos dedos más a la derecha que el día anterior.
Desde la ventanilla de la cámara llegaban turbadores murmullos.
Para retirarse de semejantes pensamientos, levantó la
gancha en horizontal, hasta la altura de los ojos, la movió con tiento hacia un
lado y hacia otro como si estuviera midiéndole al monte las anchuras; se
aseguró de que la parte curva de su cayado coincidiera con un picacho del
cerro, comprobando que apenas había un centímetro entre el hito y el punto por
el que el sol daba las boqueadas, y con su navaja marcó una muesca justo en esa
parte. En adelante marcaría el punto exacto de la muerte del sol de cada día en
su garrota, como recordaba haber visto hacer a los forajidos de las películas
del Oeste en sus revólveres para llevar la cuenta de los muertos de verdad. Era
una buena decisión tomarle las medidas a las puestas de sol de Singla mientras
durase el cautiverio.
Justamente en ese instante, cuando estaba acabando de
marcar su primera puesta de sol en cautividad sobre el espinazo de su garrota,
sonó a sus espaldas la voz exaltada de Cordia.
Braulio no quiso volverse. Aunque desde que se
sorprendiera a sí mismo hablando solo, había comenzado a sopesar si los soliloquios
de Cordia pudieran ser cosas de la vejez más que de las complicidades que ella
siempre había tenido con sus comadres las Ánimas, por alguna sinrazón, seguía
sintiendo algo que bien pudieran ser celos tardíos de que su Cordia tuviera más
confianza con los espíritus que con su propio marido.
Un último rayo del sol poniente le dio a Braulio en la
primera lágrima de ese anochecer, y agradeció que nadie estuviera allí.
−¡No te lo dije, Ulio ¡Si ya sabía yo que tenía que
aparecer por algún sitio! ¡Aquí está!
Se arrodeó hacia el ventanuco de la cámara desde el que
le llegaba la voz apasionada de su Cordia y, aunque estaba seguro de que el
contraluz no le permitiría a ella ver que últimamente había aprendido a llorar,
se hizo visera con la mano derecha antes de alzar la cabeza hacia ella y
hacerle aquel gesto que los dos sabían que era un “te-quiero”.
Allí estaba la mujer de toda su vida, aureolada de
crepúsculo, dueña y señora de esa belleza apaciguada con la que los años
bendicen la felicidad madurada día a día. ¡Cómo iba a extrañarle que hasta las
mismas Ánimas quisieran hacerle compaña a semejante criatura!
Cordia, con medio cuerpo fuera de la ventana, agitaba un
manojillo de cuartillas que amarilleaban más si cabe en la media luz de la
atardecida.
−¿De qué hablas, Cordia? Y metete para adentro, no sea
que te escurras, des un cepazo y no sepa
yo qué hacer contigo.
−¿Que de qué hablo? ¿De qué va a ser? ¿Ya no te acuerdas de lo que
te referí sobre el encierro de la Sita?
−¿La Sita? ¿La hija de la señora del Cortijo Robledo?
−Esa misma. ¿Recuerdas que te conté que, cuando las dos
éramos chicas, a ella la tenían medio encerrara en el jardín de la casería sin permitirle
salir a jugar con nosotras? Ni que estuviéramos percudidas de miseria.
−¡Cómo no me voy a acordar, Cordia, si no pasa un día sin
que lo mientes! Ya me contarás por qué tanto recuerdo de lo de entonces.
−Pues ya te contaré; porque aquí está lo que ella me
escribió cuando tuvo años y uso de razón para ello. Aguarda, que bajo y lo
leemos juntos mientras tomamos un bocado y hacemos tiempo.
−¿Hacer tiempo? ¿Para qué?
−Para lo que nosotros dispongamos, Ulio, para lo que nosotros
dispongamos, antes de que Dios disponga de nosotros.
* * *
Esa noche, tras prometerle Cordia a su
hombre que le contaría la historia de su infancia entera, y su primer trato con
las Ánimas, leyeron el poema de la Sita a media voz:
Dibujo de Mª Amparo Bris Herrera (Mi madre) |
NOSTALGIAS DE UN JARDÍN
ABANDONADO
La infancia solitaria:
hay una niña humilde al otro
lado.
Y una valla por medio que no
pudo
negarle a nuestros dedos
infantiles
su inevitable y dulce
acercamiento,
su inmemorial contacto.
Mi jardín:
a este lado
mi cárcel vegetal ceñida al cuerpo
lo mismo que un encierro de gacelas
apenas aprendices de sí mismas
que miran con los ojos muy abiertos
por si la vida anida tras la verja
triscando empalizadas.
Sus corrales:
agreste libertad de greda y barro,
marga donde apretaban las hambrunas.
Y allí una nena chica, juega sola
con ojos de gacela redimida…
Por entre MI jardín y SUS corrales
(terco silencio aquí; allá el bullicio)
retoza la inocencia de la infancia
sin vallas que consigan detener
el vuelo de los pájaros.
Destierro de alambrada
el tiempo devastó los contratiempos
para nuestras infancias desiguales...
Luego
quitaron la alambrada.
Pero entonces ya no éramos las mismas.
Un Pueblo
que un día sin saber cómo
fue artesa sin patrón ni manigero.
Escarpada llanura para todos,
vergel de cada boca,
fecundos pedregales de secano
en los que se cultiva el aroma de dompedros.
Desocupado patio de vecinos
donde recuperar nuestra inocencia
derribándole al tiempo sus taludes.
Y la nostalgia:
tan igual para todos…
que trepa por tapias de los años
dibujándole arrugas a todos los recuerdos.
¡Ah, Pueblo de la infancia, cómo oprime
este “endolorecerse” en la distancia!
Entre papeles viejos en CasaChina. En un 16 de
Abril de 2020