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jueves, 16 de abril de 2020

NOSTALGIA DE UN JARDIN ABANDONADO


 62/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado – 37)
(Cordia III)
       
“¿A qué me recuerda esto?” −dicen que dijo la Cordia cuando lo del encierro, mientras se afanaba en revolver en el contenido de una maletilla llena de recortes de periódico a punto de deshacerse, fotografías malogradas en las esquinas y papeles viejos.
“Ah, sí: a la Sita”.
        De pocos años atrás, a aquellos en que se declaró lo del Viruso, había sido costumbre de la Cordia renquear casi gateando por las escaleras, con la ayuda de sus Ánimas, hasta alcanzar la cámara del tercer piso, donde pasaba tardes enteras entretenida en lo que nadie sabía, mientras su Braulio se alargaba hasta el Paseo a guardar silencios compartidos con los de su quinta, sentados todos ellos en cualquiera de los bancos de piedra y sin espaldar que allí había instalado el Ayuntamiento.
        “Podían haberle adosado un par de traviesas en la trasera para poder reclinarnos los viejos” −solía ser lo más que se escuchaba brotar muy de vez en cuando en el conciliábulo de viejos del Paseo de la Sima. Aquel no hablarse de cada día era como un padre nuestro puesto de penitencia; o como si se hubieran resignado y, en lugar de signarse, se empeñaran en cruzar ambas manos sobre la curvatura de sus garrochas apuntaladas entre sus piernas, apalancando encima las barbillas para redimirlas de los estremecimientos de los años, y, a falta de horizontes, quedarse mirando al suelo que más bien antes que después habría de reclamarlos para sus entrañas.
        Cuando llegó lo del enclaustramiento del año 2020, el Braulio, en lugar de bajarse al Paseo, tuvo que conformarse con acondicionar como asiento una peña sobresaliente del propio suelo, en el corral trasero de la casa, desde donde, sin tener que alzar la cabeza, se podía ver todo el Valle, y hasta más allá del Valle, allí donde la cerrazón de los montes occidentales se remataban en una última elevación, tras la que el sol desaparecía con muy distintos celajes, dependiendo de la época del año y aún de los días.
Fue por aquellos tiempos de cautiverio cuando el Braulio, a falta de mejor cosa que hacer, y para no estorbarle demasiado a Cordia en sus propias costumbres de cada día, se echó a pensar en la mejor manera de entretener el poco o mucho tiempo que le quedara con algo que le redimiera de los miedos a que uno de los dos, su Cordia o él mismo, emprendieran el camino de regreso a ninguna parte dejando al otro desamparado. Lo que menos temía era que fuese la Cordia la que se le adelantara, porque estaba seguro de que él, sin su Cordia, no le iba a dar a los relojes de la vida demasiadas horas de lloro antes de echarse a buscarla por esos otros mundos.
¿Pero y si era él?
Lo que es separarse, no se habían separado nunca en tantísimos años que llevaban ya juntos. Por eso no se le alcanzaba cómo poder afrontar algo tan nuevo como lo que se le iba y se le venía y se le enredaba entre los pensamientos como los zarcillos de la parra del corral, que a esas alturas del mes de abril ya había comenzado a reventar en pámpano tiernos y presuntuosos como todo lo joven, con una pujanza tanto o más asombrosa que en años anteriores. Claro que, a lo mejor, los años anteriores esa parra se engruesó y retozó de igual manera y con semejantes hechuras, y fue él, con su rutina de bajarse hasta el Paseo a rebuscar entre la nada, quien se había perdido mucho de lo que tenía en su propia casa.
 
 Video de Conchi Mármol Brís
¿Qué más se habría perdido sin caer en la cuenta de la pérdida?
¿Quizá le habría faltado a la Cordia en algo que él no había reparado? ¿Sería por eso por lo que su Cordia se había buscado el arrimo de las Ánimas para tener compaña?
De todas maneras, ninguno de los dos podía quejarse; no estaba mal lo que habían vivido. No a todos los matrimonios se les da la oportunidad de hacerse viejos juntos.
−Ni todas las vejeces tienen tanto que desear todavía −se escuchó a sí mismo farfullar a media voz, lo que le llevó a una nueva desazón que le obligó a levantar la cabeza hacia las ventanas vecinas para asegurarse de que nadie hubiera reparado en algo que le venía pasando últimamente. Varias veces se había pillado ya hablando solo en voz alta como si también él tuviera trato con las Ánimas.

¿Desear?

¿Acaso sabía él qué era lo que de verdad deseaba la Cordia?
¿Pudiera ser que ella se hubiera cansado de tanto hacerse viejos?
De no ser así, ¿qué era lo que buscaba ella entre lo que hubiera estado guardando allí arriba, en la cámara, durante toda una vida, y que la acosaba ahora con semejante ahínco.
Miró hacia los montes del poniente. El sol comenzaba a desaparecer como unos dos dedos más a la derecha que el día anterior.
Desde la ventanilla de la cámara llegaban turbadores murmullos.
Para retirarse de semejantes pensamientos, levantó la gancha en horizontal, hasta la altura de los ojos, la movió con tiento hacia un lado y hacia otro como si estuviera midiéndole al monte las anchuras; se aseguró de que la parte curva de su cayado coincidiera con un picacho del cerro, comprobando que apenas había un centímetro entre el hito y el punto por el que el sol daba las boqueadas, y con su navaja marcó una muesca justo en esa parte. En adelante marcaría el punto exacto de la muerte del sol de cada día en su garrota, como recordaba haber visto hacer a los forajidos de las películas del Oeste en sus revólveres para llevar la cuenta de los muertos de verdad. Era una buena decisión tomarle las medidas a las puestas de sol de Singla mientras durase el cautiverio.
Justamente en ese instante, cuando estaba acabando de marcar su primera puesta de sol en cautividad sobre el espinazo de su garrota, sonó a sus espaldas la voz exaltada de Cordia.
Braulio no quiso volverse. Aunque desde que se sorprendiera a sí mismo hablando solo, había comenzado a sopesar si los soliloquios de Cordia pudieran ser cosas de la vejez más que de las complicidades que ella siempre había tenido con sus comadres las Ánimas, por alguna sinrazón, seguía sintiendo algo que bien pudieran ser celos tardíos de que su Cordia tuviera más confianza con los espíritus que con su propio marido.
Un último rayo del sol poniente le dio a Braulio en la primera lágrima de ese anochecer, y agradeció que nadie estuviera allí.
−¡No te lo dije, Ulio ¡Si ya sabía yo que tenía que aparecer por algún sitio! ¡Aquí está!
Se arrodeó hacia el ventanuco de la cámara desde el que le llegaba la voz apasionada de su Cordia y, aunque estaba seguro de que el contraluz no le permitiría a ella ver que últimamente había aprendido a llorar, se hizo visera con la mano derecha antes de alzar la cabeza hacia ella y hacerle aquel gesto que los dos sabían que era un “te-quiero”.
Allí estaba la mujer de toda su vida, aureolada de crepúsculo, dueña y señora de esa belleza apaciguada con la que los años bendicen la felicidad madurada día a día. ¡Cómo iba a extrañarle que hasta las mismas Ánimas quisieran hacerle compaña a semejante criatura!
Cordia, con medio cuerpo fuera de la ventana, agitaba un manojillo de cuartillas que amarilleaban más si cabe en la media luz de la atardecida.
−¿De qué hablas, Cordia? Y metete para adentro, no sea que te escurras, des un cepazo y  no sepa yo qué hacer contigo.
−¿Que de qué hablo?  ¿De qué va a ser? ¿Ya no te acuerdas de lo que te referí sobre el encierro de la Sita?
−¿La Sita? ¿La hija de la señora del Cortijo Robledo?
−Esa misma. ¿Recuerdas que te conté que, cuando las dos éramos chicas, a ella la tenían medio encerrara en el jardín de la casería sin permitirle salir a jugar con nosotras? Ni que estuviéramos percudidas de miseria.
−¡Cómo no me voy a acordar, Cordia, si no pasa un día sin que lo mientes! Ya me contarás por qué tanto recuerdo de lo de entonces.
−Pues ya te contaré; porque aquí está lo que ella me escribió cuando tuvo años y uso de razón para ello. Aguarda, que bajo y lo leemos juntos mientras tomamos un bocado y hacemos tiempo.
−¿Hacer tiempo? ¿Para qué?
−Para lo que nosotros dispongamos, Ulio, para lo que nosotros dispongamos, antes de que Dios disponga de nosotros.

*   *   *
        Esa noche, tras prometerle Cordia a su hombre que le contaría la historia de su infancia entera, y su primer trato con las Ánimas, leyeron el poema de la Sita a media voz:

Dibujo de Mª Amparo Bris Herrera (Mi madre)
 NOSTALGIAS DE UN JARDÍN ABANDONADO

La infancia solitaria:
hay una niña humilde al otro lado.
Y una valla por medio que no pudo
negarle a nuestros dedos infantiles
su inevitable y dulce acercamiento,
su inmemorial contacto.

Mi jardín:
a este lado
mi cárcel vegetal ceñida al cuerpo
lo mismo que un encierro de gacelas
apenas aprendices de sí mismas
que miran con los ojos muy abiertos
por si la vida anida tras la verja
triscando empalizadas.

Sus corrales:
agreste libertad de greda y barro,
marga donde apretaban las hambrunas.
Y allí una nena chica, juega sola
con ojos de gacela redimida…
Por entre MI jardín y SUS corrales
(terco silencio aquí; allá el bullicio)
retoza la inocencia de la infancia
sin vallas que consigan detener
el vuelo de los pájaros.

Destierro de alambrada
el tiempo devastó los contratiempos
para nuestras infancias desiguales...
Luego
quitaron la alambrada.
Pero entonces ya no éramos las mismas.

Un Pueblo
que un día sin saber cómo
fue artesa sin patrón ni manigero.
Escarpada llanura para todos,
vergel de cada boca,
fecundos pedregales de secano 
en los que se cultiva el aroma de dompedros.
Desocupado patio de vecinos
donde recuperar nuestra inocencia
derribándole al tiempo sus taludes.

Y la nostalgia:
tan igual para todos…
que trepa por tapias de los años
dibujándole arrugas a todos los recuerdos.
¡Ah, Pueblo de la infancia, cómo oprime
este “endolorecerse” en la distancia!


Entre papeles viejos en CasaChina. En un 16 de Abril de 2020





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