60/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado –
35)
“No
aceptes lo habitual como cosa natural. Porque en tiempos de desorden, de
confusión organizada, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer natural.
Nada debe parecer imposible de cambiar”
Bertolt Brecht.
−Mira si será
considerado este hombre mío que hasta se ha echado una querida para poder
desfogarse a sus anchas, sin tenerme a mí tiranizada como a una cualquiera.
−Eso es lo que se ha hecho
siempre de toda la vida de Dios por cualquier hombre que sea lo que debe de
ser.
Desde el
primer descansillo en el que solía sentarse a escuchar los rumores de la casa,
Cordia se arrellanó en el peldaño partido, donde la escalera daba la vuelta
entre el primer tramo y el segundo, y arrimó la cabeza a la barandilla para
aplicarse a lo que se estaba diciendo en el cuarto de la costura, y no perderse
ni una palabra de lo que hablaban entre su madre y la Tonia, la del tío Cinto;
la vecina que tanto se ufanaba de ser la más enterada de lo que pasara en el
pueblo y sus alrededores, y la que mejor sentenciaba lo que estaba y no estaba
bien hecho.
Era la Tonia
una especie de garantía de carne y hueso para la propalación de cualquier
chisme al que se quisiera dar pábulo anónimo sin tener que salir a escena en un
primer plano de figurante. Lo único que había que hacer era contárselo a la
Tonia, advirtiéndole de que se recatara en hablar de ello con nadie por
tratarse del más abstruso de los secretos, para que, al día siguiente, un rumor
más o menos exacto de lo confiado a la correveidile subiera y bajara en oleadas
por todos los mentideros del pueblo.
Aparte de su
vergonzosa[1]
(que no vergonzante[2])
tarea de gacetillera oficiosa, (que no oficial) sobre todo, de las miserias más
que de las glorias de las gentes, era conocido de todos su suspicacia enfermiza,
de tal manera que en cualquier conciliábulo, por mucho cuidado que se tuviera,
ella siempre acababa por darse por ofendida a la más mínima, aunque de lo que
se estuviera parloteando no tuviera nada que ver con ella, y no había vez en
que no abandonara la tertulia dando un rabotazo del que, por otra parte, jamás
se acordaba al día siguiente, metiéndose de nuevo a husmear en los corrillos
como si no hubiera existido el día anterior.
Pero donde
mejor se lo pasaba la Tonia era haciendo visitas de casa en casa para sonsacar
lo que se guardara al otro lado de sus gateras.
No es que
Cordia alcanzara a comprender muchas de las cosas que se hablaban en aquel
cuarto de costura en el que reinaba Fina, su madre, sobre canastas colmadas de
sábanas a las que echarles piezas, calcetines a los que ponerles plantillas y
rebecas a las que reforzarle las coderas, cosa que hacía con tal primor y
preciosismo que rara era la tarde en que no hubiera tres o cuatro vecinas
dispuestas a chismorrear de lo divino y de lo humano con la disculpa de
enseñarse en lo de las agujas. ¡Vaya! Un espejo donde mirarse para cualquier
buena hija −pensaba Cordia−.
−¿Y dices que
es de por aquí? No quisiera yo pensar que cualquier forastera sin el aseo
preciso nos contagiara de cualquier cosa mala −indagaba ahora la Toña, tras
enterarse de las bienaventuranzas del marido de la Fina.
−¿Quién?
−¡Quién va a
ser! Pues la querida de tu hombre.
−¡Quiá!
−Quiá, ¿Qué?
−la voz de la Tonia tomaba ahora los iniciales derroteros de tormenta tan
propios de ella, que, como era de prever, estallaron sin demora.
−Aunque, mira
tú: si no quieres responderme, tampoco es preciso que lo hagas. Tú sabrás las
razones que tengas para guardarte de mí y afrentarme de semejante manera.
−¿Afrentarte
dices? ¿Delante de quién, si estamos más solas que la una? ¿O acaso no estamos
más solas que la una?
Cordia se
arrebujó sobre sí misma para evitar ser descubierta cuando la Tonia saliera.
Porque si de algo estaba segura es de que la Tonia saldría como un torbellino a
no tardar.
Como había
calculado, la vio salir como alma que lleva el diablo.
Se contrajo
Cordia aún más para convertirse en invisible. Aunque tampoco era tan preciso
andarse con semejantes cautelas; porque, con los humos que llevaba, y la
retahíla que iba soltando, de seguro que a la Tonia ni se le ocurría mirar para
arriba.
−¿Delante de
quién? Pues delante de la memoria de mis muertos, que están en todos sitios
como almas en pena que son. ¡No te digo! Ni que una fuera de esas que va
pregonando por ahí lo que escucha en secreto −iba tronando mientras abandonaba
el cuarto de costura y se dirigía a la puerta de entrada donde, tras atropellar
al Sidro, que entraba en ese momento, pagó con él la rabia que la envolvía.
−¡Bien
calladico que te lo tenías, eh, so granuja! Mira que ir a casarte con esa
desagradecida, capaz de hacerle un feo a su mejor amiga… No le extraña a una
que…
−Vete con Dios,
Tonia. Y cuídate ese talante, mujer, o cualquier día de estos te da un torozón
por tomarte de semejante manera los disgustos que te damos −fue toda la
respuesta del hombre de la casa.
Cordia miró
de reojo hacia abajo; vio a su padre quitarse la pelliza, sacudir de la gorra
los últimos restos de lluvia, y soplarse las manos, una detrás de otra, para
meterlas en calor, y sintió unas ganas incontenibles de ir a abrazarlo y a
demostrarle el orgullo que sentía de que fuera tan buen marido para su madre
como su madre acababa de referirle a la Tonia. ¡Si Dios quisiera tener apartado
para ella un marido igual…! Pero se reprimió. Si daba rienda suelta a sus
arranques de amor hacia su padre, acabarían los mayores por enterarse de que
ella escrutaba desde aquel peldaño de la escalera todo lo que pudiera pasar en
la planta de debajo de la casa, y ellos, que eras su mejor aprendizaje en lo
que estaba bien, mal o regular, dejarían de expresarse como debe ser para que
una mocita pueda ir enterándose de las cosas de la vida.
−¿Qué? ¿Cómo
la has dejado hoy?
De seguro
−pensó Cordia− que su madre estaba refiriéndose a la querida secreta de su
padre, el que, con lo que él le respondió, vino a confirmar lo que ella ya se
había figurado.
−Ahí se quedó
ella, tan a sus anchas, y tan agradecida como siempre. Como no será, que antes
de despedirla llegó a decirme que para mañana tendría hechos tres hornazos: uno
para mí, otro para ella y el tercero para ti.
−Ya veo que
es atenta la moza.
¿A qué sonaba
el deje de la voz de su madre?
−Atenta, y
muy bien enseñada en lo de agradar a un hombre.
−Estaría
bueno. Para eso es puta. No todas vamos a ser iguales −respondió Fina con
cierto deje de malestar en la voz que Sidro ignoró el sonsonete al responderle.
−Te manda
razón de que, si se te apetece, vamos los tres a comernos los hornazos al Cerrillo,
y de vuelta nos convida a avellanas.
−¿Y tú que
piensas?
Había en la
pregunta de Fina algo de engañifa taimada, que no le pasó desapercibida a
Cordia, causándole como un amago de pánico que se desbarató como había llegado
en cuanto su padre respondió con aquella santa paciencia embadurnada en astucia
con la que siempre desarmaba las malicias de su mujer.
−Mujer, digo
yo que, si solo hay tres hornazos, estamos desparejados. Y no es cosa de dejar
a la nena sola en casa en un día tan de celebración como el de los hornazos.
Aunque, si yo se lo pido, de seguro que ella sabe cómo apañarlo.
−Yo lo que
pienso es que tampoco es cosa de darle la tarea de que haga un hornazo de más.
Aunque, mira, no voy a engañarte. Lo que yo no quiero es irnos de hornazos.
Porque no quisiera yo, ni miro con buenos ojos, el que vieran a la nena
departiendo con la puta, como de igual a igual.
−Y qué de
malo tiene que vean a nuestra hija al cuidado de sus padres, vayan con quien
vayan. Además, ¿quién va a calcularse en el pueblo que ella es una puta, si ya
tuvimos la precaución de traérnosla de afuera?
−Pues que ya
sabes tú que adentro todo se sabe sin saber de dónde viene... basta con que la
Tonia se huela el pastel y…
¿Era un
aviso? ¿De qué?
−No me pienso
yo que…
−Pues
debieras pensarlo con mayor talento. Además, no pierdas de vista las envidias
que hay en los pueblos. Y dicho sea en honor de la verdad, a nuestra puta la
tenemos tan bien vestida y tan bien puesta que no va a haber quién nos perdone
semejante jactancia.
¿Lo decía con
retintín?
−Fina: ¿no
fuiste tú misma quien me advirtió de mis obligaciones cuando me despachaste, y
yo el que te dije que estuvieras tranquila que ya me apañaría yo? “Que no
tengan que decir que la nuestra no va tan bien puesta como la del veterinario”.
¿Fue o no fue eso lo que me dijiste cuando lo hablamos?
−Sí señor.
Eso mismo fue lo que te dije y lo mantengo. Pero, mira, Sidro: una cosa es llevar
a nuestra puta como a una reina, y otra bien distinta juntar a nuestra nena con
nuestra puta para que todos piensen que todas somos iguales. Que, o guardamos a
la Cordia de las malas compañías, o no la casamos ni dejándole de dote el roal
de olivas que te legó tu abuelo que en gloria esté.
* * *
Al principio
de su matrimonio, la Cordia se afanó en lo del débito conyugal con tanta o más
urgencias en ella que en él. Según pasaban los meses esperaba que a alguno de
los dos se le pasaran las ganas; pero no fue así.
Lo peor de
ahora era que, cuando se estaba enseñando de jovencilla, no recordaba ella
haber escuchado desde su escondrijo de la escalera que su madre refiriera el mejor
remedio para semejantes urgencias. ¿Debiera el Braulio, su Aulio del alma,
echarse una querida? ¿Y ella, qué?
En esos
reconcomios estaba cuando un día de confesión general el confesor le afeó
aquella manera suya de dar rienda suelta a “los más bajos instintos”.
Eso mismo es
lo que dijo el confesor para mentar lo que el Braulio y ella se tomaban como
quien toma vino a granel antes de bendecirlo.
Durante mucho
tiempo Cordia vivió en la angustia de que su marido no tuviera el miramiento de
echarse una querida como su queridísimo padre, y en la incertidumbre de que
ella hubiera aprendido bien las lecciones que tomo escondida en su escalón de
la escalera.
Luego, se
resignó de buena gana, tras dejar de ir a confesar, más que nada por no irritar
al pobretico del párroco. A lo mejor la solución estaba en no seguir escuchando,
después de haber escuchado tanto y tan a escondidas.
* * *
-Y míralos −dice con desafuero
la hija de la Tonia− ahí siguen ellos: los dos carcamales, sentados en el
escalón de la puerta de su casa en lugar de sacar sillas como hacemos todos
para salir a tomar el fresco.
Y a la espera
de que la muerte jamás los separe.
Porque, según
dicen ellos y me sé yo de buena tinta, no piensan a consentirse en la vejez lo
que ni el confesor ni los años pudieron echar por tierra.
Aunque según
estamos…