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martes, 25 de septiembre de 2018

SALA DE ESPERA


91/2018

CosiCosas de Piturdo-2

“La vida no es más que una gran sala de espera”.

(La poesía de las salas de espera).
Andrés Aberasturi.

Eso fue cuando Piturdo era ya muy, muy viejo…
Sonaba un tono de aviso, y en la pantalla aparecían algunas letras y algunos números.
Todos los presentes miraban entonces el papelito que habían obtenido del expedidor de turnos y volvían a guardarlo con gesto contrariado, salvo uno de ellos que, sin poder reprimir un ligerísimo gesto de triunfo, se alzaba del asiento alineado en aquella sala semejante a un minicine, con minipantalla sin argumento, y se dirigía a la puerta indicada.
Piturdo era el único que dejaba pasar las señales sonoras de alerta sin mirar a la pantalla ni consultar papelillos crípticos.
Él nunca sacaba número de espera. Simplemente, llegaba el primero, y se quedaba el último, esperando  a que todos consumieran su turno, a que en la pantalla apareciera un intenso color azul parpadeante, sin letras ni números; a que la sala de espera quedara vacía, a que la puerta de la consulta se abriera y apareciera ella, la doctora, la que una vez -hacía ya de eso mucho tiempo- lo miró con aquellos ojos suyos llenos de “tranquilo: sé-quién-eres”, y, tomándole las manos sin demostrar repugnancia, le suturó las muñecas abiertas por la desesperanza, mientras le decía: “esto te va a doler; pero pasará”.
Y le dolió. Pero no pasó.
Le dolió eternamente. Durante toda una eternidad.
Ella, o, mejor dicho, su amor por ella fue lo más doloroso de su vida de paso.
Le dolió como un tizón aplicado en la piel del insomnio cada segundo de sus larguísimas noches de tránsito desde la juventud desengañada a la vejez.
Le dolía hasta el amanecer, durante cientos de amaneceres, de una manera sorda y lacerante.
Le dolía con cada campaneo de las horas en el lejano reloj del Gobierno Civil que luego fue la Diputación.
Le dolía durante las horas purulentas que engrisaban el amanecer de los inviernos, y durante la desesperación de la calorina que soltaba la peña del castillo antes de que los pinos crecieran poniéndole visera al sol de los agostos.
Le dolía con urgencia, hasta que llegaba la hora de regresar a la asepsia de la salita con el dolor crónico anestesiado por la espera: aquellas horas sin horario en las que él esperaba aliviado su turno para verla, sin esperanza de curación.
Hasta que un día Piturdo no acudió a una consulta para la que no tenía cita previa.

En “CasaChina”. En un 23 de Septiembre de 2018


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