91/2018
CosiCosas de Piturdo-2 |
“La vida no es más que una gran sala de
espera”.
(La
poesía de las salas de espera).
Andrés
Aberasturi.
Eso fue cuando Piturdo era ya muy, muy viejo…
Sonaba un tono de aviso, y en la pantalla aparecían algunas letras y
algunos números.
Todos los presentes miraban entonces el papelito que habían obtenido
del expedidor de turnos y volvían a guardarlo con gesto contrariado, salvo uno
de ellos que, sin poder reprimir un ligerísimo gesto de triunfo, se alzaba del
asiento alineado en aquella sala semejante a un minicine, con minipantalla sin
argumento, y se dirigía a la puerta indicada.
Piturdo era el único que dejaba pasar las
señales sonoras de alerta sin mirar a la pantalla ni consultar papelillos
crípticos.
Él nunca sacaba número de espera. Simplemente, llegaba el primero, y se
quedaba el último, esperando a que todos
consumieran su turno, a que en la pantalla apareciera un intenso color azul parpadeante,
sin letras ni números; a que la sala de espera quedara vacía, a que la puerta
de la consulta se abriera y apareciera ella, la doctora, la que una vez -hacía
ya de eso mucho tiempo- lo miró con aquellos ojos suyos llenos de “tranquilo: sé-quién-eres”,
y, tomándole las manos sin demostrar repugnancia, le suturó las muñecas
abiertas por la desesperanza, mientras le decía: “esto te va a doler; pero
pasará”.
Y le dolió. Pero no pasó.
Le dolió eternamente. Durante toda una eternidad.
Ella, o, mejor dicho, su amor por ella fue lo más doloroso de su vida
de paso.
Le dolió como un tizón aplicado en la piel del insomnio cada segundo de
sus larguísimas noches de tránsito desde la juventud desengañada a la vejez.
Le dolía hasta el amanecer, durante cientos de amaneceres, de una
manera sorda y lacerante.
Le dolía con cada campaneo de las horas en el lejano reloj del Gobierno
Civil que luego fue la Diputación.
Le dolía durante las horas purulentas que engrisaban el amanecer de los
inviernos, y durante la desesperación de la calorina que soltaba la peña del
castillo antes de que los pinos crecieran poniéndole visera al sol de los
agostos.
Le dolía con urgencia, hasta que llegaba la hora de regresar a la
asepsia de la salita con el dolor crónico anestesiado por la espera: aquellas
horas sin horario en las que él esperaba aliviado su turno para verla, sin esperanza
de curación.
Hasta que un día Piturdo no acudió a una consulta para la que no tenía
cita previa.
En “CasaChina”. En un 23 de
Septiembre de 2018
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