VA DE...Batiburrillo literario

miércoles, 19 de diciembre de 2018

PROHIBIDO MATAR CAPERUCITAS


 Nos gustaría poder salir solas al bosque sin tener que ser rescatadas del vientre del lobo por la escopeta de ningún cazador, ni ser sustituidas por piedras en su estómago para que el lobo durmiente no advierta nuestra ausencia durante el sueño. Por eso este poema.

66/2018
 (En memoria de la última Laura)

Hoy. 19 de Diciembre de este año:
“Sesión Parlamentaria monográfica”.
Ahí siguen,
escupiéndose. Echándose a la cara
con inclemencia bífida y astuta,
los gramos de “prisión permanente revisable”
que cada uno arrimó, sustrajo o contradijo
al engañoso fiel de la balanza
del Código Penal de última hora.

Guardaron -eso sí- casi al inicio
del tedio a toda prisa
un nervioso minuto de silencio
en recuerdo -"¿…por quién dices? Por Laura"-,
antes de que su nombre fuera olvido.

Luego, sesudos en su escaño,
afilaban con celo mineral
el borde desdentado de la injuria,
desdoblaban lo más rancio del tiempo
pasado, recóndito (implacable)
en prehistóricas actas de sesiones
para afrentar con saña al adversario
con “tú has dicho”, “yo dije”, “no me digas…”.

Y ahí siguen: tupiéndose
igual que una berrea atemporal,
cual venados en celo, montaraces,
clamando por la hembra de la gloria
con sed de inextinción parlamentaria.

(Al fondo un lobo aúlla debajo de un bostezo de cordero).

*
Mientras tanto
el presunto asesino reincidente
se derrota.
La intimidad de Laura
se despieza
encima de la losa.
Los que amaban a Laura
se diluyen
en llantos de impotencia.

Y la estirpe de todas las mujeres
(de las “Lauras” sin nombre que aún siguen con vida)
se arrebujan de miedo vilmente silenciado
por el ruido soberbio que enaltece
a los padres de la Patria.

Ahí siguen: mirando sus relojes con descaro
(“me espera la familia”).

Luego se brindará (¡Felices Fiestas!)
después de prohibir “Caperucitas”
que salgan a los bosques a por muérdago.

En “CasaChina”. En un 19 de Diciembre de 2018

sábado, 8 de diciembre de 2018

LA VERDAD DE LAS CALÉNDULAS

Escuela de niñas en La Barriada de Fátima en Jódar

132/2018
(Cuentos que nunca me contaron)

La explanada de abajo
La explanada de arriba
        Esto era un pueblo de hace muchos años que se llamaba Jódar, donde había una barriada, La Barriada de Fátima, a modo de talud allanado en dos pisos separados por un balate, en cuyo centro habían puesto una escalerilla de mampostería con barandas de hierro y escurridizos de cemento. En el de abajo había una gran explanada para aprender a montar en bicicleta alquilada en el taller de las afueras del pueblo. Aquella explanada la recorríamos de extremo a extremo cuando los dos mellizos más endiablados del pueblo, Abelardo y Amador, nos dejaban en paz sin tironearnos las trenzas. En uno de los extremos, bajo los arcos de las bóvedas enjalbegadas, servían vino peleón y “arvellanas” en el Bar Banderas; y en el otro se despachaban ultramarinos en una tienda que por entonces aún olía a ultramarinos, esos olores tan misteriosos como su propio nombre. (¿Cómo se llamaba el tendero? ¿Hipólito? No es que me falle la memoria; es que los años borran nombres y personas como las gomas “Milan”, de aquellas que se vendían en la Imprenta Bago, -que olía a tarjetas de visita y sobres de luto-, o en la Droguería de Don Lorenzo del Río, -que olía a polvos de colar-, y que solo tenían los maestros para borrar lo que escribían sus envidiados lápices. Nosotras no necesitábamos las gomas “Milán” porque todavía escribíamos con pizarrines, y eso se borraba con saliva).

Las casas de los maestros
Las antiguas casas de los maestros
Ya que he mentado a los Maestros, contaré que ellos reinaban en el piso de arriba de La Barriada, separado de la explanada de abajo como ya he dicho por un balate con escalinata en medio. Allí arriba, la ermita de la Virgen de Fátima le prestaba el nombre a “La Barriada” y separaba con su presencia rústica, amazacotada y sin campanario las tentaciones visuales del patio de recreo de niños y niñas.
No es que pueda contar con detalle lo de las tentaciones, porque en aquellos tiempos yo no tendría más de seis años, y a esa edad, por mucho que nos metieran el miedo en el cuerpo diciéndonos que si hacíamos pecados iríamos al infierno, todavía no conocíamos el infierno de las verdaderas tentaciones, ni el glorioso goce del pecado, por cuyos arrepentimientos tanto regocijo dicen que se monta en el cielo -en detrimento de los cien mil justos-. Pero, por si un por-si-acaso, habían puesto las dos escuelas de chiquillos a la izquierda, con sus dos maestros, Don Alejo y mi propio padre, reinando -regleta en mano y docta autoridad intacta- sobre las alambreras que separaban los asolados patios de recreo de la calzada, por la que por entonces no pasaban coches que atropellaran rapaces, ni había señales de prohibido el paso.
A la derecha de la ermita estaban las dos escuelas de las nenas, tan comedidas ellas que hasta conservaban sin trochar el arbusto de las lilas, aquel que florecía por mayo, y del que Doña Consuelo y Doña Lola, las maestras de las chiquillas, cortaban fragancias para empalagar los altares de la Virgen del mes de las flores: “Venid y vamos todos…” -por entonces no se llevaba lo de “todos y todas”/ “…con flores a porfía…”, -lo de “porfía”, sin entenderlo, me sonaba a mí a palabra muy fina de niñas con tirabuzones de los Madriles-/ “…con flores a María…” -ahí sí que me hacía un lio entre tantas “Marías-vírgenes”: La niña María, a la que sacábamos en andarillas de procesión; la Virgen de los Dolores que siempre estaba tan de luto en la Parroquia y me metía tanto miedo; la del Perpetuo Socorro que tantos regalos me propiciaba por mi santo; la vecina Virgen de Fátima, un poco bizca, y siempre vestida de blanco como de primera comunión. Y aquella que ponían en el altar de la escuela, que la había retratado un tal Murillo lleno de pelambreras, pintándole unos ojos más grandes que la boca y como clisados hacia no se sabía dónde, pero que parecían embelesados en una araña que, con sus ocho larguísimas patas, hacía equilibrios muy graciosos en un hilo que brillaba de parte a parte, en la esquina más oscura de detrás de la mesa de Doña Consuelo-/ “¡…que madre nuestra es!”.  ¡Qué trastorno! -Tuvo que pasar mucho tiempo, o lo que yo entendía por entonces por “mucho tiempo”, para no sentirme una traidora cada vez que mi madre me abrazaba al regreso de la escuela, callándome para mis adentros con un regomello insoportable que, además de ella, las nenas de la escuela de Doña Consuelo teníamos “otra madre” a la que le llevábamos lilas. Nunca me atreví a revelarle a mi madre la verdad de las caléndulas: que cada vez que, con el ramo de lilas en la mano, le cantaba a aquella Virgen María tan jovencísima lo de “…que madre nuestra es”, luego cortaba una caléndula de nuestro patio trasero y se la regalaba como sigiloso desagravio a mi madre de verdad, que me lo agradecía con unos ojos menos fijos y menos grandes que la otra, la del tal Murillo, aunque me parecía a mí que con más penas, y con varias canas ya en su hermoso pelo negro. Que para eso eran “los años del hambre” de los racionamientos y el estraperlo.
Tengo que aclarar que en el pueblo de los tiempos de los que hablo yo siempre me pensé que no había más flores que las del lilo de la escuela de las nenas y las caléndulas de los patios traseros de las casas. Más tarde, muy poco más tarde, me enteré de que también había flores, muchísimas flores en el Jardín de Francisco; pero eso fue cuando mis pies calzaban zapatos de charol de casi jovencita con los que ir al Cementerio a llevarle flores a mi padre.
Pero volvamos a los zapatos de los cuatro o cinco años de la Barriada de Fátima.
La Plaza de Jódar
Además de las escuelas de chiquillos y chiquillas separados por la ermita de la Virgen de Fátima, había en aquel segundo piso de La Barriada una fuente rectangular, con cuatro caños de los de apretar un botón dorado para que saliera el agua y poder llenar botijos y cántaros, sin tener que bajar a los otro lejanos pilares del centro del pueblo, que surtían de agua la carencia de agua corriente en las casas: el bellísimo pilar de la Plaza (¿tendría nombre aquella “plaza”?) con su magnífica cruz desnuda, su pilón elíptico, montado con bloques de piedras pulidas por el roce y engarzadas con abrazaderas de hierro, y con sus dos senos ahuecados también en piedra viva, en los que acomodar los cántaros, mientras se llenaban hasta el gollete con aquel sonido perentorio e inconfundible con el que anunciaban saciedad. O el Pilar del Santo Cristo, que decían que era el que prevenía al personal de sufrir el tabardillo, eso a lo que ahora le dicen el tifus.
Esto era un pueblo de hace muchos, muchos años; tantos que la singular fuente de cuatro caños de entonces es una imitación fachendosa de otras fuentes estilo calcomanías repetidas; la casa de Don Alejo, el maestro de los nenes, es un solar, como la boca de un desdentado. La que fue nuestra casa, pared con pared con la escuela de Doña Consuelo, tiene las ventanas tapadas por rasillas desportilladas por donde entran y salen palomas en celo y lagartijas sin rabo.
Las escuelas de los nenes y de las nenas están casi derruidas.
Solo un palitroque seco y despellejado, en mitad de lo que fue nuestro patio de recreo, me recuerda que allí hubo una vez un lilo en torno al cual las nenas, quitado el mes de mayo en que teníamos la obligación de cantar lo de “…con flores a María”, cantábamos al corro coplas que no acabábamos de saber muy bien lo que querían decir. Como aquélla:

“Adelancha/ una lancha/ una ma…rinera ví/ regando sus/lindas flores/ y al momennnn…to/ la seguí/. 

Un día se la canté en la catequesis al cura, y me dijo que esa copla era pecado. Yo la dejo aquí a ver si alguien adivina dónde estaría el pecado ese:

Adelancha y una lancha,
y una jardinera vi
regando sus lindas flores
y al momento la seguí.

Jardinera, tú que riegas
en el jardín del amor,
de las flores que regaste
dime cuál es la mejor.

La mejor es una rosa
que se viste de color,
del color que se le antoja
que verde tiene la hoja.

Tres hojitas tienen verdes
las demás son encarnadas
Y a ti te vengo a elegir
por ser la más resalada.
Primero me das la mano
y después me das la otra,
después me das un beso
con tu boquita de rosa.

Muchas gracias, jardinero,
por el gusto que has tenido:
tantas niñas en el corro,
y a mi sola me has cogido.

En CasaChina. En un 8 de Diciembre de 2018

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

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