VA DE...Batiburrillo literario

miércoles, 28 de junio de 2017

LA ÚLTIMA CENA



02/17 conversaciones con una gaviota
CONVERSACIONES CON UNA GAVIOTA
Episodio II. La última cena



De Internet
       Una vez Gloria, esa amiga mía que a pesar de seguir creyendo en el amor no cree en las gaviotas urbanitas, me negó que en Madrid las hubiera, y hasta se apostó una cena a que ella estaba en lo cierto. Cuando le demostré que en el río Manzanares las gaviotas iban y venían sin demasiado talento, y hasta se ponían de cháchara como si así las penas de amor fueran menos espesas y los deseos de volar más perentorios, me aseguró que pagaría esa cena que yo pospongo por el temor que siempre tengo a que cualquier consumación sea una despedida, y cualquier cena la última cena pintada en un muro de cualquier viejo castillo con fantasma.

        


 ¡Detesto las despedidas y sus emblemas!

        





         Mientras doy tiempo al tiempo para que la última cena no se consume, suelo buscar gaviotas en cada ciudad que visito sin que mi afán por encontrarlas sea tan vehemente que me perjudique este estar siempre de paso en cuales quiera de los lugares a los que llego sabiéndome eterna pasajera del tren de los afectos más hondos e ineludibles.
       ¡Quién me iba a decir a mí que sería delante de la Estación Términi de Roma donde me encontraría de nuevo con Facunda, la gaviota sentenciosa y descarada de los ojos amarillos que hablaba de los hombres como si fuera una mujer de la vida!
Me gustaba hablar con aquella gaviota a pesar de sus desaires, porque parecía saber de lo de vivir –que es lo mismo que saber del gozo y del dolor- como si se hubiera enseñado mirando las cosas desde lejos y de paso que es como menos dañan y como menos se gozan. Curiosamente, ella va y viene sin que nada alcance sus ansias de volar.

-Muy contenta pareces, Facunda, para estar tan lejos de lo nuestro y tan sin alguien- le dije por decir algo.

-¡A pesar de todo…! –enfatizó sin mucho sentido.

-Que me aspen si te entiendo. Lo que dices es irracional. No sé por qué me empeño en que tú y yo hablemos siendo de tan distinta condición; pero debo reconocer que te he tomado querencia, y me causa verdadero goce el encuentro, a pesar de todo…
-No hay nada más intensamente gozoso que amar irracionalmente. Porque sí; y a pesar de todo…, ‑respondió aquella tarde-. Ni hay nada más doloroso que querer convertir un gozoso amor irracional en una racional permanencia …a pesar de todo –me graznó la gaviota, cruzando a continuación, y majestuosamente, el rastro dejado por el sol poniente en los adoquines de la calle atardecida.

Un coche de bomberos, urgido quizá por algún incendio catastrófico, estuvo a punto de atropellarla a ella y matarme a mí de miedo.

Ya sabía ella que el brillo de los adoquines de cualquier ciudad anochecida es mal refugio para las gaviotas. Aunque, por lo que la voy conociendo, sabe también que buscar refugio en un nido es como tratar de radicar desarraigos en un territorio de paso donde uno debiera detenerse sólo el tiempo justo para saber que un día se anidó en algún lugar del que volaron los polluelos dejando inmensas soledades a sus espaldas.

Entonces, yo di unas palmadas para espantar el desaliento y la gaviota alzó el vuelo.

A lo lejos seguía oyéndose el alarido de la sirena del coche de bomberos.

-Y si el deseo de permanencia trae ese agudo dolor –alcancé a gritarle desde abajo- ¿cuál es según tú, pájaro de mal agüero, la fórmula de la felicidad”.
-¡Vuela, mujer, vuela! –me pareció escucharla allá a lo lejos sin tener la consideración de acordarse de que me faltaban las alas.

En “CasaChina”. en un 28 de Junio de 2017.

LOS OJOS DE FACUNDA



 CONVERSACIONES CON UNA GAVIOTA
Episodio I. Los ojos de Facunda

        No creáis. Hablar con una gaviota no es tan trabajoso sin se prescinde de ese perpetuo antojo de que los demás, incluidos los pájaros, se expresen en nuestro propio idioma y nos contesten con lo que ya nos sabemos de antemano.
Bueno será por ello, antes de que el calendario me caduque, comenzar a poner por escrito, lo que Facunda y una servidora se tienen dicho en ya tantos años de charla.

Que alguien se crea o no lo que yo cuente, tampoco es tan importante. Lo verdaderamente importante es dejar constancia de lo que yo aprendí del lenguaje de los pájaros en general, y de Facunda en especial.
Le puse de nombre Facunda como podía haberle puesto cualquier otro nombre, si no fuera porque ella se me insinuó dándome alguna pista; y, además, es que lo de no necesitar inscripción registral, ni certificado de nacimiento, ni pasaporte para traspasar fronterasfacilita mucho la conversación. Bien pensado, tengo que admitir que algo tuvo que ver el significado del nombre; pero no vamos a detenernos en detalles nimios que cualquiera puede indagar habiendo tanto que referir.

Lo de mis conversaciones con Facunda se inició en una de las terrazas del Gran Hotel La Toja, al que llegué dispuesta a envolverme en silencios, lo mismo que una albóndiga se envuelve en harina antes de echarla a la sartén.
¡Vano intento!
No había acabado –nunca acabo- de deshacer el equipaje, cuando Federica comenzó a llamarme desde la terraza con esa manera de llamar tristísima que se gastan las gaviotas gallegas en los días de orvallo.
¡No señor! No me he equivocado de nombre. Sucede que la noche anterior pernocté en el Parador de Turismo de Pontevedra, ese caserón de granito del color de la lluvia, perdido en una callejuela de tan escaso tránsito que nada perturba ni sofoca la quejicosería de las gaviotas pontevedresas, especialmente entrenadas en el arte del lloriqueo nocturno. Desvelada por semejante concierto, y agobiada por una calefacción a prueba de incrementos en la factura energética, abrí el doble ventanal y me topé de frente con el descaro de una gaviota especialmente bella, que dijo llamarse Federica, ataviada ella con túnica de un blanco impoluto, terno de un uniformado gris pálido, y ojos a juego, nimbados en amarillo luminoso.
-¿Cómo es que puedo entenderte como si habláramos la misma lengua cuando me apuntas tu nombre? ‑amagué mosqueada.
-¡Ah, eso tú sabrás! Yo me limito a decir que Federica, como yo, se llama cualquiera que busque lo que tú buscas.
-¿Es un acertijo?
-No, rica, no seas simple. Es saber el significado de los nombres antes de ponerse a elegirlos en los culebrones de la tele.
Como era la primera vez que hablaba con una gaviota, no era cosa de ponerse a discutir, ni a preguntar más de la cuenta. Me limité a despedirme cortésmente y cerrar postigos, no sin antes hacer un comentario discretamente adulador sobre su exquisito atuendo.
Volvamos a donde nos habíamos quedado: la llamada de Federica desde la terraza del Gran Hotel La Toja.
A mí, aquella manera tan desconsolada de graznar su “aquí-estoy” me pareció la voz de Federica, mi fugaz y emplumada interlocutora pontevedresa; pero no tuve más que salir a la terraza para comprobar mi error.
-No, hija, no. No soy Federica vestida de trapillo; ni he percudido el sayo en el alquitrán de la Ría. Soy Facunda y a mucha honra.
No estaba mal. Resulta que la tal Facunda iba menos puesta que Federica; sus vestimentas eran algo más “de diario” por decirlo de alguna manera. Sin embargo, sus ojos eran tan bellos o más que los de Federica, con aquel tinte amarillo, bordeado de granate fuego que acabó por darme una idea que a mí me pareció genial pero que, a tenor de los resultados, no debía serlo. Y es que cuando a una se le meten los pájaros y sus tentaciones en la cabeza, se acaba como se acaba.
Definitivamente fascinada por el singular maquillaje de los ojos de las gaviotas -tuvieran el nombre que tuvieran- salí al vuelo –nunca mejor dicho- hasta el Grove; entré en la primera óptica que encontré y compré unas lentillas de color miel –“Las más amarillas que tenga”- y un lápiz perfilador rojo. Ya en la suite del hotel, ignorando a posta los graznidos con los que Facunda demandaba conversación desde la terraza, entré en el cuarto de baño, me puse las lentillas sobre mis pupilas más bien tirando a negruras, perfilé firmemente mis párpados, arriba y abajo, con el lápiz rojo furioso, y salí a la terraza a comprobar resultados.
-¡Hija, ni que fuéramos de la familia! Se te han puesto ojos de gaviota –se maravilló Facunda sin poder ocultar el congénito desconsuelo de su graznido.
¡Qué me importaba a mí en ese momento el motivo por el que yo podía entender el lenguaje de los pájaros! Lo verdaderamente trascendental era haber conseguido asemejarme a ellos, solo con unos pocos trazos encima de mi mirada, con tan triunfante resultado; y más concretamente, tener parecido con unos ojos tan bellísimos como los de las gaviotas cuando andan en busca de conversación por los aires de Galicia.
Me sentía tan feliz, tan en paz conmigo misma y con el mundo, tan alborotada, que no pude aguantar más. Me acerqué al sillón donde mi hombre dormía su larga siesta de siempre, le di varios golpecitos en el brazo hasta que despertó, y comencé a pestañear exageradamente haciéndole cucamonas delante de su rostro sin decir ni una palabra. Facunda, entre tanto, se había ubicado por fuera del ventanal, mirando la falsía y lanzando al aire graznidos de aprobación.
-¡Ajjjjjj…! ¡¿Qué te ha pasado?!
El grito de mi hombre, su salto acrobático desde el sillón a la alfombra, y sus brazos agitándose en un descompuesto aleteo de pájaro cuerdo, espantaron a Facunda y acabaron conmigo por el suelo, con tan mala suerte que una de las patas del sillón me arrancó la lentilla del ojo derecho dejándome dos insólitas pupilas bicolores, enmarcadas en las purpúreas estrías del lápiz perfilador que, por lo visto, con la humedad de las lágrimas, realzaba su matiz hacia tonos violeta-nazareno.

-¡No, no tengo fiebre…no, no me duele el hígado…no, no tengo un derrame! ¡Simplemente, quería tener ojos de gaviotaaaaa!

El pobre tardó en recuperarse.
De vez en cuando se asomaba a la terraza, donde -dicho sea de paso- yo me consolaba del fracaso con mi hombre charlando de hombres con Facunda, y se interesaba el pobre por mi salud con suspicaces preguntas que evidenciaban que algo principiaba a crecer en su cabeza poniendo en cuarentena el buen estado de la mía.
-¿Te  has fijado, Facunda, en que este hombre mío está muy raruso?
-¡A ver! ¡Y cómo quieres que esté!
-¿Tan grave es querer parecerme a los pájaros?
-Mira, hija: se empieza por pintarse los ojos de otra manera a la de todos los días y se acaba por alzar el vuelo. ¿Dónde has visto tú un hombre al que no le asuste que su mujer comience los ensayos…?

En “CasaChina”. en un 6 de Enero de 2017

domingo, 25 de junio de 2017

...PERO DEFENDERÉ TU DERECHO A DECIRLO


Cobijémonos de la tempestad
Dicen que Voltaire dijo lo que en realidad dijo Evelyn Beatrice Hall, cuando biografía al primero en el libro <<Los amigos de Voltaire>> -1906- y yo reutilizo para desmenuzar el artículo publicado en La Voz de Galicia. Vaya pues por delante, querido columnista que…

"Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo" 


El conflicto que nos iguala -reza el titular del artículo de La Voz de Galicia: 

José Manuel García Sobrado
22/06/2017 05:00 h
 Lo que nos iguala no es el conflicto, sino nuestra actitud ante él -digo yo-.


Leo con tanta atención como inquietud este artículo, abiertamente detractor de la Mediación y de sus principios, y axiomático vocero de la intervención judicial frente a la violencia, y no puedo por menos que inquietarme primero, y ponerme luego a hacer algunas reflexiones sobre la violencia conductual, un asunto tan candente como a todas luces irresuelto a pesar del endurecimiento de las leyes y las condenas judiciales o las manifestaciones callejeras y los minutos de silencio recurrentes.
Ayer mismo, y refiriéndose a la violencia machista, declaraba Soledad Becerril algo que contrasta con la seguridad que el autor del artículo manifiesta:
Confieso que no sé cuál es la solución frente a la violencia machista”.
Yo confieso -y espero que el autor del artículo haga el mismo esfuerzo para entenderme que el que yo hago recíprocamente- que lo único que me ha dado resultados prolongados en el tiempo frente a cualquier conducta violenta -también la machista a pesar de la interdicción de la Ley- ha sido la Mediación. Y ello porque a través de la Mediación nos esforzamos en distinguir entre persona y conducta, aislando y condenando sin ambages las conductas violentas, que se refieren y tienen su eje en las formas de relación, pero redimiendo, y dotando de herramientas de reconocimiento y libre modificación relacional a las personas cuyas conductas emergen con alteraciones de origen no siempre bien entendido, y de las que muchas veces son víctimas ellas mismas.
¿O alguien puede negarme que las personas afectadas por el TEI -trastorno explosivo intermitente que no debe confundirse con el trastorno bipolar- no son víctimas de sí mismas, aunque también lleven el sufrimiento a su trabajo -que suelen perder-, a su entorno social -que los suele rechazar-, o a su familia -a quienes hacen profundamente infeliz?
Como sé que este tema inquietará a quienes, hondamente sensibilizados con el maltrato machista, luchan por erradicar este tipo de violencia, aludiré a un caso de mi despacho.

       María, casada con José -nombres ficticios- acudió a mi consulta, profundamente angustiada, dispuesta, aunque no decidida, a pedir el divorcio por malos tratos de José que nunca había denunciado; ni siquiera comentado con sus familiares y amigos. A mi pregunta de por qué no había denunciado respondió que porque no estaba segura de que el José violento y maltratador fuera el mismo que ella amaba. A la de que por qué no había comentado con su entorno esos hechos, respondió que porque lo amaba profundamente y no quería que los demás comenzaran a avergonzarla diciéndole lo que tenía que hacer.  Para indagar sobre la existencia de un “maltrato de género”, le pedí a María que me resumiera cómo veía ella a José, respondiendo que su marido era un hombre encantador, tierno, amable y colaborador; pero que muy habitualmente, -cada vez con más frecuencia- entraba en ataques de cólera sin razón aparente, a veces por un simple gesto de ella que José interpretaba a su manera haciéndolo desbarrar con una violencia desproporcionada, y con la misma rapidez con la que se le pasaba el enfado, entrando en un silencio casi confundido y contrito, para acabar abrazándola con la mayor ternura. Quise saber si existían otras causas distintas a los brotes de ira de José que la hubieran llevado a contemplar la posibilidad de divorcio, a lo que me contestó que nada actual, pero que temía que esos “ataques de ira” como ella los llamaba desembocasen en agresión física, o a que los vecinos escucharan los gritos de José. Esto último le causaba mucha vergüenza -dijo- y mencionó sentir un sufrimiento lacerante, creyendo que “la única salida era el divorcio antes de que nadie se diera cuenta de que era una maltratada” incapaz de deshacerse de su agresor; aunque estaba segura de que sufriría con este divorcio tanto o más que lo que estaba sufriendo con las intemperancias de su relación. Le pregunté si había alguna posibilidad de que José moderase su agresividad, contestándome que ella “sentía ya mucho miedo de hablar con él, pero que, siendo tan amoroso como era cuando cesaba la ira, seguramente ella quería pensar en que pudiera darse cuenta, etc,.

       Nunca inicio una causa judicial de separación o divorcio si percibo que la decisión de romper no está madura o descubro la posibilidad de distintas formas de relación familiar; y de mi primera entrevista con María saqué en conclusión la necesidad de proponerle someter su caso a mediación para lo que convoqué a José a una reunión informativa al efecto.

En la primera reunión con José NO encontré los signos y alertas del maltratador habitual, mostrándose, por el contrario, colaborativo e íntimamente arrepentido -cosa impensable en el maltratador- de esas “salidas de tono” que reconoció y dijo no sabía cómo surgían ni cómo controlar. Lo que me llevó a hablar con un colega psicólogo que, según me había dicho pocos días antes, estaba trabajando seriamente con personas aquejadas de ira intermitente y violencia incontrolada, hablándome del T.E.I.

¿Sería José una de esas personas afectadas por el TRASTORNO EXPLOSIVO INTERMITENTE?

No quisiera alargarme, pero tampoco dejar de decir, respecto de este caso práctico, que a través de cuatro sesiones de mediación José y María acordaron y convinieron posponer una posible disolución matrimonial siempre y cuando José se sometiera a tratamiento especializado para estudiar su control emocional y María buscaría idéntica ayuda para soportar la angustia que le producían los ataques de José.

Volvieron meses después para informarme que, en efecto, los “ataques” de José estaban motivados por carencias orgánicas evaluables en laboratorio (serotonina casi inexistente), y afectivas, (bajísimo el umbral ante las frustraciones desde la niñez, de un niño brillante, bajo una rigidez paterna carente de afecto reconocible ante el que tenía que controlar su percepción de trato injusto). José a día de hoy sigue en tratamiento -médico y psicológico-; María por su parte, -según me dijo- es una mujer feliz, que ama a su hombre profundamente y valora el esfuerzo que está haciendo para “reconocerla” con autonomía propia. Y ambos manifiestan haber salvado con la mediación una relación familiar condenada al fracaso si se hubiera acudido a la judicialización, a la publicitación o a la radicalización “políticamente correcta” de una radical intolerancia ante cualquier mal trato relacional sin contemplar a la persona y sus circunstancias.

Realmente, este caso me enseñó mucho más que todos los manuales sobre violencia…

Quizá la palabra clave sea “legitimación”. La Mediación, frente a conductas antisociales (privadas o públicas), actúa legitimando a la persona en el ámbito de la privacidad, recomponiendo su umbral de resiliencia y reconociéndola hábil para actuar sobre sus propias desviaciones y decisiones, siendo el resultado el de estimular la diversidad potencial de cambio y su deseo de mejorar. La judicialización, desde su rigidez normativa, deslegitima a la persona (representada por profesionales juristas) sometiéndola a su control sancionador y tuitivo, espoleando resistencias reactivas propias del instinto más primario: el de defensa (justa o injusta, pero instintiva) frente a cualquier agresión (percibida siempre como injusta desde el instinto primario).
Pero sigamos con el artículo que ha dado lugar a estas digresiones. Dice su autor:

 …me pone en alerta sobre el nivel de tolerancia sistémica de la violencia”.

Y a mi Me parece cuando menos inquietante lo de “tolerancia sistémica de la violenciapues, leyendo el resto del artículo, en el que se defiende a capa y espada la exclusiva y excluyente intervención judicial contra los individuos cuya forma de relación se exterioriza, más o menos habitualmente, en conductas violentas, mucho me temo que el uso del término “…sistémica”  se hace sin mucho fundamento, teniendo en cuenta que un “sistema”  es -simplificando- un objeto complejo compuesto y relacionado con otros subsistemas relacionados entre sí lo que nos lleva a interrogarnos dónde está ese “pensamiento sistémico permisivo” a que se alude.

 El concepto de lo que se da en llamar <<conflicto>> parece hacernos a todos iguales” refuta el autor.
A lo que no puedo por menos que objetar que NO es el conflicto lo que nos iguala o desiguala, sino que es la forma conflictiva o ecuánime de relacionarnos la que nos iguala o desiguala.

La apelación al conflicto, sin más indagación de quién lo provoca o quién lo mantiene, se convierte en patente de corso para violentos…” -sigue-.
Y tengo que decir que en la mediación resulta irrelevante el “quién”, sino que lo que busca es la forma de atacar la rigidez posicional del mantenimiento del conflicto, manteniéndolo en el ámbito de la privacidad intervenida, empoderando y reconociendo a los que voluntariamente están dispuestos a abordarlo, al contrario de la judicialización que establece culpables e inocentes, vencedores y vencidos. Es decir: enemigos eternos.

Estoy totalmente de acuerdo con el autor cuando dice que “…cuando se producen muertes o lesiones gravísimas, ya es demasiado tarde para levantar el velo. Pero el velo hay que levantarlo antes”.  
Totalmente de acuerdo, digo, en el “qué”; en que así, en abstracto, es necesario actuar antes -la prevención-. El caso es encontrar “el cómo” levantarlo para arrancar la raíz en lugar de talar el árbol a ras de tierra dejando debajo el veneno del rebrote conflictual.

Algo confusa sí que me deja esto que comento sobre el propio texto:
“Pero ahora vendrán los iluminados de la mediación judicial…” (¿qué tal si antes de colocar semejante etiqueta se aportan y documentan casos de mediación?) “…con su apostolado de que hay conflictos que la Justicia no puede resolver…
Si por “resolver” entendemos encontrar la fórmula de pacificación presente y futura entre los antagonistas, estaríamos de acuerdo en que la Justicia no puede resolver”, sino atajar el aquí y el ahora de una determinada situación coyuntural y concreta. La Justicia contempla HECHOS y decide según reglados FUNDAMENTOS DE DERECHO.
Quizá el “error” de los mediadores es puramente semántico al “importar” el término “resolver” de la inicial propuesta estadounidense con su acrónimo A.D.R. (Resolución Alternativa de Disputas-) hoy superado en la práctica de las distintas escuelas de mediación ‑básicamente 3- como puede comprobarse en el trabajo de Maria Isabel Viana Orta:

“Pero el insulto, la amenaza, la intimidación, los daños, los golpes, las palizas y las agresiones son conductas intolerables que deben ser reprimidas a través del Derecho…”
(Totalmente de acuerdo con la primera propuesta: son intolerables esas conductas y nadie puede ampararlas. Pero ni estoy de acuerdo en lo de la “represión”, sencillamente porque NO está dando resultado -véanse las estadísticas de reincidencia entre los condenados por violencia- ni mucho menos en que sea “el Derecho” la herramienta más eficaz; porque El Derecho, prescindiendo de la persona, contempla hechos, y sanciona “conductas”, es decir: formas malsanas de relación, cuya insania no puede ser erradicada desde la represión de la conducta sino desde la integración de la persona a través del afianzamiento de su propia entidad inclusiva como tal (heterocomposición y legitimación de capacidades para decidir).
Se trata, en definitiva, de distinguir entre persona y forma de relación. Mientras se siga estigmatizando (criminalizando, sojuzgando, penando y excluyendo…) a la persona en lugar de atender a la conducta, seguiremos negándole a la persona su capacidad y legitimación para levantarse de sus propias miserias, arrojándolos al pozo de las conductas aprendidas como único recurso de presentar batalla frente a sus enemigos: los códigos y las rejas).

Termino, pues, diciendo que yo, personalmente, he encontrado MUCHAS herramientas en la Mediación; pero POCAS soluciones en la judicialización. ¿O no?

En "CasaChina". En un 25 de Junio de 2017

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

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