CONVERSACIONES CON UNA GAVIOTA
Episodio I. Los ojos de Facunda
No creáis. Hablar con una
gaviota no es tan trabajoso sin se prescinde de ese perpetuo antojo de que los
demás, incluidos los pájaros, se expresen en nuestro propio idioma y nos
contesten con lo que ya nos sabemos de antemano.
Bueno será por ello, antes de que el
calendario me caduque, comenzar a poner por escrito, lo que Facunda y una
servidora se tienen dicho en ya tantos años de charla.
Que alguien se crea o no lo que yo cuente, tampoco es tan importante. Lo
verdaderamente importante es dejar constancia de lo que yo aprendí del lenguaje
de los pájaros en general, y de Facunda en especial.
Le puse de nombre Facunda como podía
haberle puesto cualquier otro nombre, si no fuera porque ella se me insinuó dándome
alguna pista; y, además, es que lo de no necesitar inscripción registral, ni
certificado de nacimiento, ni pasaporte para traspasar fronterasfacilita mucho
la conversación. Bien pensado, tengo que admitir que algo tuvo que ver el
significado del nombre; pero no vamos a detenernos en detalles nimios que
cualquiera puede indagar habiendo tanto que referir.
Lo de mis conversaciones con Facunda se inició en una de las terrazas del Gran Hotel La
Toja, al que llegué dispuesta a envolverme en silencios, lo mismo que una
albóndiga se envuelve en harina antes de echarla a la sartén.
¡Vano intento!
No había acabado –nunca acabo- de deshacer el equipaje, cuando
Federica comenzó a llamarme desde la terraza con esa manera de llamar
tristísima que se gastan las gaviotas gallegas en los días de orvallo.
¡No señor! No me he equivocado de
nombre. Sucede que la noche anterior pernocté en el Parador de Turismo de Pontevedra, ese caserón de granito del color
de la lluvia, perdido en una callejuela de tan escaso tránsito que nada
perturba ni sofoca la quejicosería de las gaviotas pontevedresas, especialmente
entrenadas en el arte del lloriqueo nocturno. Desvelada por semejante
concierto, y agobiada por una calefacción a prueba de incrementos en la factura
energética, abrí el doble ventanal y me topé de frente con el descaro de una
gaviota especialmente bella, que dijo llamarse Federica, ataviada ella con
túnica de un blanco impoluto, terno de un uniformado gris pálido, y ojos a
juego, nimbados en amarillo luminoso.
-¿Cómo es que puedo entenderte como
si habláramos la misma lengua cuando me apuntas tu nombre? ‑amagué mosqueada.
-¡Ah, eso tú sabrás! Yo me limito a
decir que Federica, como yo, se llama cualquiera que busque lo que tú buscas.
-¿Es un acertijo?
-No, rica, no seas simple. Es saber
el significado de los nombres antes de ponerse a elegirlos en los culebrones de
la tele.
Como era la primera vez que hablaba
con una gaviota, no era cosa de ponerse a discutir, ni a preguntar más de la
cuenta. Me limité a despedirme cortésmente y cerrar postigos, no sin antes
hacer un comentario discretamente adulador sobre su exquisito atuendo.
Volvamos a donde nos habíamos quedado: la llamada de Federica desde la terraza del Gran
Hotel La Toja.
A mí, aquella manera tan desconsolada
de graznar su “aquí-estoy” me pareció la voz de Federica, mi fugaz y emplumada
interlocutora pontevedresa; pero no tuve más que salir a la terraza para
comprobar mi error.
-No, hija, no. No soy Federica
vestida de trapillo; ni he percudido el sayo en el alquitrán de la Ría. Soy
Facunda y a mucha honra.
No estaba mal. Resulta que la tal
Facunda iba menos puesta que Federica; sus vestimentas eran algo más “de
diario” por decirlo de alguna manera. Sin embargo, sus ojos eran tan bellos o
más que los de Federica, con aquel tinte amarillo, bordeado de granate fuego
que acabó por darme una idea que a mí me pareció genial pero que, a tenor de
los resultados, no debía serlo. Y es que
cuando a una se le meten los pájaros y sus tentaciones en la cabeza, se acaba
como se acaba.
Definitivamente fascinada por el
singular maquillaje de los ojos de las gaviotas -tuvieran el nombre que
tuvieran- salí al vuelo –nunca mejor dicho- hasta el Grove; entré en la primera
óptica que encontré y compré unas lentillas de color miel –“Las más amarillas que tenga”- y un lápiz
perfilador rojo. Ya en la suite del hotel, ignorando a posta los graznidos con los
que Facunda demandaba conversación desde la terraza, entré en el cuarto de
baño, me puse las lentillas sobre mis pupilas más bien tirando a negruras,
perfilé firmemente mis párpados, arriba y abajo, con el lápiz rojo furioso, y
salí a la terraza a comprobar resultados.
-¡Hija, ni que fuéramos de la
familia! Se te han puesto ojos de gaviota –se maravilló Facunda sin poder
ocultar el congénito desconsuelo de su graznido.
¡Qué me importaba a mí en ese momento el motivo por el que yo podía
entender el lenguaje de los pájaros! Lo verdaderamente trascendental era haber conseguido asemejarme
a ellos, solo con unos pocos trazos encima de mi mirada, con tan triunfante
resultado; y más concretamente, tener parecido con unos ojos tan bellísimos como
los de las gaviotas cuando andan en busca de conversación por los aires de
Galicia.
Me sentía tan feliz, tan en paz
conmigo misma y con el mundo, tan alborotada, que no pude aguantar más. Me acerqué al sillón donde mi hombre dormía
su larga siesta de siempre, le di varios golpecitos en el brazo hasta que
despertó, y comencé a pestañear exageradamente haciéndole cucamonas delante de
su rostro sin decir ni una palabra. Facunda, entre tanto, se había ubicado por
fuera del ventanal, mirando la falsía y lanzando al aire graznidos de
aprobación.
-¡Ajjjjjj…! ¡¿Qué te ha pasado?!
El grito de mi hombre, su salto
acrobático desde el sillón a la alfombra, y sus brazos agitándose en un
descompuesto aleteo de pájaro cuerdo, espantaron a Facunda y acabaron conmigo
por el suelo, con tan mala suerte que una de las patas del sillón me arrancó la
lentilla del ojo derecho dejándome dos insólitas pupilas bicolores, enmarcadas
en las purpúreas estrías del lápiz perfilador que, por lo visto, con la humedad
de las lágrimas, realzaba su matiz hacia tonos violeta-nazareno.
-¡No, no tengo fiebre…no,
no me duele el hígado…no, no tengo un derrame! ¡Simplemente, quería tener ojos
de gaviotaaaaa!
El pobre tardó en recuperarse.
De vez en cuando se asomaba a la
terraza, donde -dicho sea de paso- yo me consolaba del fracaso con mi hombre
charlando de hombres con Facunda, y se interesaba el pobre por mi salud con
suspicaces preguntas que evidenciaban que algo principiaba a crecer en su
cabeza poniendo en cuarentena el buen estado de la mía.
-¿Te
has fijado, Facunda, en que este hombre mío está muy raruso?
-¡A ver! ¡Y cómo quieres que esté!
-¿Tan grave es querer parecerme a los
pájaros?
-Mira, hija: se empieza
por pintarse los ojos de otra manera a la de todos los días y se acaba por
alzar el vuelo. ¿Dónde has visto tú un hombre al que no le asuste que su mujer
comience los ensayos…?
En “CasaChina”. en un 6 de Enero de 2017
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