24/2017
De los cinco sentidos –quizá siete según yo mantengo- con los
que nos relacionamos con nuestro entorno, hay dos que constituyen los anclajes de
los recuerdos esenciales de nuestras vidas. Me
refiero al olfato y al oído, esos dos sentidos que, a diferencia de los otros tres, necesitados de
un presente inmediato, constituyen el pasaje de regreso a los callejones del pasado
más entrañable.
Reflexiono a
menudo en esta distinción clasificadora en que he dividido mi relación con el mundo
exterior para acabar siempre concluyendo que vista,
gusto y tacto reclaman texturas concretas en el
aquí y en el ahora; pero oído y olfato son como botellas de conserva olvidadas
en repisas de yeso con telarañas, donde se almacenan sensaciones intensísimas a
la espera de que las carencias del invierno de los afectos nos obligue a echar
mano del recuerdo destapando olores y sonidos con los que seguir sobreviviendo.
A través del olfato reconocemos el rastro de nuestro pretérito cada vez que
regresamos a la fragancia de paisajes físicos o emocionales abandonados desde
hace tiempo, y sin poder –ni querer- olvidarlo, se nos despierta la memoria,
retornándonos al momento exacto de lo que ya no volverá ni podrá ser visto,
tocado o gustado; y, sin embargo, volvemos, a revivirlo vehementemente
instalados en la nostalgia de aquel olor.
Los sonidos, esos salteadores de
caminos, esos atajos que atraviesan las trochas de la memoria, también son una sutil manera de
recuperar ausencias, replicándonos en un tiempo pasado con la armonía del
entonces.
Hay dos sonidos que a mí me hacen vibrar aunque ahora no
desee explicar por qué.
Uno es el nombre de “Lucía” que un
día encontré convertido en canción. Otro, esos versos de la canción hallada al
azar, que resumen la mayor ternura conceptual con que se puede amar y ser
amado, ya sea amor de madre, de hija de amiga o de amante:
No hay nada más bello/ que lo que nunca he
tenido/
nada más amado/ que lo que perdí…
Pero si algo hay en esta canción como
un sonido significante y definitivo, es el que habla de olvidar el curso de la
perpetua andadura para decidirse a “anidar”.
Porque –me pregunto
mientras escucho una vez más la dulcísima canción de Lucía-: ¿Existe un mejor lugar donde detenerse a anidar que el del
abrazo…?
Si alguna vez fui ave de paso/
lo olvidé para anidar en tus brazos…
En “CasaChina”. En un 16 de Junio de 2017
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