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lunes, 22 de agosto de 2022

LENGUAJEAR o CALLARSE

98/2022

 (Personalización, Literalidad, Imprescriptibilidad)

        Soy yo ahora tanto de lenguajear por los codos al estilo Maturana[1] cuando algún inadvertido me lo consiente, como de tomar una de estas dos decisiones: o no acudir a una convocatoria a cenáculo dudoso o volverme por donde llegué al más puro y retráctil estilo “ojos-de-caracol” en cuanto descubro que meterme en el fregado o seguir en la cháchara solo me llevará, como mínimo, a quedarme tuerta de uno de mis múltiples y enclenques ojos emocionales.

        Lo que quiero decir es que en mis encuentros más o menos ocasionales −que no en los buscados amorosamente de propósito− hay tres arquetipos, tres rasgos interlocutorios que, aunque me muera de ganas de pegar la hebra, me disuaden en forma inmediata de mantener viva cualquier conversación medianamente especulativa sobre creencias, sapiencias e ignorancias de los más que inseguros yoes de turno.

        Me refiero a lo de tropezar con “representantes” de cualquiera de los tres epígrafes con los que he subtitulado el encabezamiento: con los de la PERSONALIZACIÓN, cuando la personalización es morbosa, −que en el “yo-me-mí-conmigo” suele serlo casi siempre−; con los de la LITERALIDAD, cuando la literalidad es feldespática, inabordable y tan tontorrona como un tranvía, que o va por los raíles o descarrila sin remedio; o con los de la machacona IMPRESCRIPTIBILIDAD, cuando la retentiva memorial se convierte en cargante; algo así como un insano enredo que impide emprender nuevos intentos de intercambio comunicativo medianamente oreado y aseado.

        Si atendemos a la definición de interlocución como forma de interactuar dentro de diálogo entre dos o más personas, hemos de convenir que los argumentos esgrimidos en esos diálogos buscan (debieran buscar) un determinado FIN ecuánime e impersonalizado −que no “impersonal”−, un intercambio de información por dos vías esenciales: la de compartir conocimientos propios contrastándolos con los ajenos y la de revisar y modificar posibles ideas erróneas mediante ese salubre y saludable contraste que emerge de la esencia de la asertividad.

        Sin embargo, a lo largo de la vida no es extraño encontrarnos abducidos en una conversación donde el fin comunicativo sustentado en el intercambio se esfuma ante la presencia de alguno de los tres estereotipos mencionados: el eterno “escocío”, que personaliza en sí mismo y de manera “sospechosa” y “sospechante” cuanto se dice en su entorno sin intención alguna. No es menos chinchoso el “literalista”, cazurro él, incapaz de adentrarse en la complejidad, o de interpretar y expandir de manera caleidoscópica la idea de la que se trate en cada momento, empeñándose en reducirla tozudamente a un paupérrimo lenguaje textual que siempre acaba en un “anda-que-tú” por si acaso.

        El peor es el rencoroso imprescrito. El que, cuando menos se espera, se hinca de manos y planta cara en una confrontación no buscada por nadie; ese que clava sus raíces inmemoriales y se retroalimenta en la sana desmemoria prescriptiva practicada por el resto de los mortales. Me refiero a esas personas que, desde una insatisfacción indeleble, no pueden sustraerse a proyectar discordia y, se trate de lo que se trate, no pierden ocasión vindicativa; siempre vuelven a la añeja y manoseada “lista de agravios”, convirtiendo cualquier nueva conversación en una vieja discordia sin resolver, que interiorizan sin redención posible, como la imagen fija de las antiguas almas del purgatorio.

        Mientras escribo, vienen a mi mente los cinco axiomas de la teoría de la comunicación de Watzlawick[2], de los que hoy me quedo con el quinto: las distintas manifestaciones, −complementarias o simétricas−, en el hecho comunicativo. Si la comunicación es simétrica, y se percibe como “entre iguales” −me refiero ahora a la identidad disciplinar y a la igualdad finalista− todo fluye y deja un aluvión fértil en los márgenes. Si la comunicación es complementaria, y se mantiene dentro del campo del intercambio compensatorio, nada hay que dañe esa comunicación.

        Pero si en la comunicación/ conversación intervienen una o más de esas personas, ”escocías”, “literalistas” o eternamente “agraviadas”, que el cielo nos ampare. Porque, como dejó dicho Federico García Lorca en su romance de <LA CASADA INFIEL>, se acabó la luz y comienza el ruido:

Se apagaron los faroles

y se encendieron los grillos...

         La presencia de esas criaturas provoca sin remedio que la comunicación corra serios riesgos de convertirse en un imprevisto campo de batalla; o en un “asalto” pandillero que le deja a una los ojos del alma morados antes de que se dé cuenta de lo que está pasando.

        Con el tiempo, una aprende a no meterse en el charco o a salirse de él por una orilla antes de que el légamo la ciegue. Lo mejor es entonces acudir a la simpleza, hablar de que el cielo es azul de día y negro de noche, a riesgo de que el “escocío” remate con un “eso-no-lo-dirás-por-mí”, el “literalista” puntualice que eso no es así en donde las auroras boreales, y el eterno “quejicoso”, ajeno al sano principio de prescripción, siga con aquello de “…pues en 1973 tú mentaste el color lila”.

         Y, a estas alturas, lo que yo les diga, no está mi cuerpo ni para contiendas ni para trofeos. Prefiero asentir hacia afuera con aquello de Pirandello de “ASÍ ES SI ASÍ OS PARECE” mientras que para adentro me conformo conmigo misma, que soy la que mejor sé lo que sé, aunque ignore todo lo que no sé; lo que de verdad ignoro.

 En CasaMágica. En un 22 de Agosto de 2022

 

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

  (Periodiqueando adherencias)     Querido Miguel: (y permíteme que, a falta de conocencia propia, eche mano de ese “querido”, form...