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lunes, 6 de abril de 2020

LUNES DE CAUTIVERIO



(Croniquilla del Viruso Coronado 27)          52/2020
             
        Aquel lunes de hace treinta años miraba yo la procesión y sus adláteres, maravillada y escandalizada a un mismo tiempo ante semejante espectáculo y absorta a ratos en algún detalle algo más vistoso de los incontables que se nos ofrecían a quienes ocupábamos la tribuna de la Calle Larios.
         Así estaba hasta que me encandilé con una sola cosa que me dejó como clisada.
         Ya no miraba la procesión. Miraba aquello.
         Mi marido, que era muy ilustrado en lo de creer en Dios, y no con eso que llaman “la fe del arriero[1]”, sino por erudición minuciosamente trabajada, tirando a necesidad de la existencia de algo superior, me miraba a mí, posiblemente esperanzado en que mi descreencia se disolviera ante fausto tan impresionante como el que pasaba ante nosotros.

        Era él uno de esos creyentes irreductibles, tan comedido administrador de sus manifestaciones de fe como valedor de las descreencias ajenas como si fueran propias.
        Sin embargo, sin traicionar aquel trato/ tacto de seda con el que siempre me envolvió como si fuera una crisálida en periodo de metamorfosis, nunca perdió la esperanza de que yo me redimiera alguna vez de mí misma y saliera del capullo del cerrilismo convertida en mariposa efímera y orante.
       Muy interesada debió verme él, con la vista fija en la imagen que llaman EL CAUTIVO, que se procesiona por las calles de Málaga cada Lunes Santo (menos éste), y tan ajena a esa manera bulliciosa, jaranera y popular que tienen los malagueños de entender las procesiones. Demasiado abstraída debió percibirme mi marido, cual si estuviera en arrobo, porque, sin levantar la voz, casi con el lenguaje de los sordomudos, le entendí preguntarme por el objeto de mi interés.
       Como dirían los clásicos, preguntome mi señor gesticuloso, y respondile de igual guisa, haciendo con los dedos de mi mano izquierda una especie de peineta por detrás de mi nuca, al tiempo que encogía los hombros como un signo de interrogación con mantilla de chantillí.

          Nadie que no tuviera aquella complicidad que siempre tuvimos mi marido y yo en lo de los gestos para comunicarnos en clave, en presencia de extraños, hubiera entendido mi jerga contorsionista y volatinera. Pero él era así de habilidoso, (o me conocía más allá de las palabras). Porque respondió mi pregunta como si yo se la hubiera lanzado con redoble y trompetilla. Eso sí: lo hizo con una sola palabra, seguramente para salvar los inconvenientes de los mil ruidos que nos ensordecían: trompetas, tambores, saetas, carreras, resbalones en la cera de los cirios, cirios en extinción rendidos a la brisa marina, bamboleo de doseles semejantes a caderas de vendedoras ambulantes, runruneo de alamares bailando por soleares, órdenes de aldabón y de martillo, campanillazos argentinos y gritos prefabricados del mayordomo poniendo a los costaleros en pie de guerra.
         −Potencias −susurró.
         −¿Potencias? −Me enconé en mi ignorancia y me irrité contra su sobria sabiduría.
Ahora fue él, mi marido, quien, tras leerme los labios descontentadizos y hacerme un leve gesto para que cerrara la boca, se llevó por unos segundos la enguantada mano izquierda a la nuca con los dedos abiertos, señaló al Cristo y repitió: “Potencias”.
          No quise yo hacer mayor gala de mi ignorancia santera, y esperé a llegar a casa para mirar en el Diccionario de la RAE la entrada “potencia”.
         Allí estaba, entre muchas más, la acepción que yo necesitaba:

         6. f. Cada uno de los grupos de rayos de luz que en número de tres se ponen en la cabeza de las imágenes de Jesucristo, y en número de dos en la frente de las de Moisés.


        Tengo que decir que una vez más fue el Diccionario, el bendito diccionario, el que vino a aclararme que aquellas cosas tan relumbrantes, parecidas a peinillas de Feria de Abril, no eran una más de las divinas frivolidades de la gente de mi tierra, sino símbolos de un poder superior, (a saber qué clase de poderes) que al parecer no ha sido bastante para hacerme creer en la potencia –aunque sí, en la simbología− de imágenes de madera, imagineros de contrición y penitencia anual, y paseantes de santos claveteados de potencias al peso. 

        Aunque −entre nosotros− tengo que reconocer que, de vez en cuando, si las circunstancias aprietan, y aunque no aprieten, echo yo alguna parrafada que otra, siempre a solas, con Alguien o Algo que, a falta de mejor nombre, no tengo yo el más mínimo inconveniente en llamarlo Dios.

          Este Lunes Santos no saldrá el Cautivo a recorrer las calles de Málaga como tenía por costumbre. Él, como nosotros, se quedará en casa, a la recacha de esta menudencia letal que nos ha sitiado y haciendo penitencia de soledades.
         Me preguntaba yo si esa imagen nocturna de manos amarradas y cabeza atravesada con peinillas, o con potencias o como quiera que se llamen, no echará de menos lo de darse una vuelta por la calle como nos pasa a nosotros, los modernos e inesperados cautivos de nosotros mismos y nuestras imprevisiones.
          Bien mirado, y por ponerle algo de imaginación al encierro, todos los cautivos que en el mundo somos esta Semana Santa de 2020 podríamos constituirnos en miembros de La Promesa de una procesión tan emblemática como suspensa. Cuando hablo de La Promesa me viene a la memoria aquella Semana Santa de hace unos treinta años, con ese gentío en plan turba sin capirote y contenida por un cordón de hermanos, que seguía al Cautivo malagueño muy al final de la procesión, con los pies descalzos y con los ojos llenos de muertos a los que llorar y de esperanzas a demandar, sin que de sus bocas orantes saliera una queja.

         ¿Será que lo de la fe es aprender a caminar descalzos por encima de la vida y de la muerte sin dolerse de las piedras del camino…?

Cautiva en CasaChina. En un Lunes Santo de 2020


[1] Pasaje del Quijote en el que se alude a LA FE DEL ARRIERO:

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

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