...et in pulverem reverteris |
TIERRA, AGUA, AIRE Y
FUEGO: los cuatro elementos en los que se resume la alfarería con la que empezó
lo de los oficios del personal antes de que se inventara el infierno.
El antiguo Barranquillo |
Me pide a mí el cuerpo hoy referirme -aunque
sea sin mayor detenimiento- al tejar del Barranquillo, aquel donde mi bisabuela,
puesta a disponer lo que fuera sobre su hacienda, de seguro que no tendría
miramientos en percudirse las sayas de factura primorosa con tal de dar instrucciones,
y donde más tarde, ya en tiempos de mi abuela, Manolo el tejero, metido hasta
las rodillas en el lagar del amasado, desnudo de medio cuerpo hacia arriba y
con los calzones o lo que fuera aquello remangados, pisaba durante horas la TIERRA
gredosa, volcada sobre un AGUA que por entonces, antes de lo de los pozos
artesianos, manaba y abundaba por estas tierras como las hambrunas y como la
gracia divina.
En aquella poza, sinónima de cualquier escena
del Antiguo Testamento, cabrioleaban, se afanaban y se enfangaban Manolo el
tejero y su familia, -y a veces nosotras también- hasta reducir el agarejo a un
barro manejable y amarillento que, posteriormente convertido en ladrillos y
tejas, se secaban primero al AIRE, ese elemento abrasador y anaranjado bajo el
sol del agosto, semejante a la galería de la muerte, donde aguardaban los chirimbolos
antes de ser conducidos a la hoguera. Después, ya secas y pajizas como si les
hubiera acometido un susto o una ictericia, se colocaban las piezas, una a una,
muy junticas, pegadas y encajadas unas con otras, en aquel horno inmenso que,
una vez repleto de enseres crudos y empedernidos de solanera, se sellaba con
barro tierno por todos sitios, cortándoles el resuello a los pobres cacharros, penados
a cocerse a FUEGO lento como ajusticiados del Santo Oficio, atormentados desde
la parte baja del horno por una lumbre monstruosa, ceremonial y cansina, análoga
a la del cuadro de las ánimas de la Parroquia, -ese que ya no está y está en
otro sitio-, y se dejaba que tejas y ladrillos penaran sus pecados, hasta
convertirse en piezas del color de la indulgencia plenaria.
El primitivo cortijo de La Salina. Y nosotras |
Cuando sus cadáveres calcinados eran extraídos del
horno, estaban vidriados, endurecidos y listos para la utillaje de la
construcción de un pueblo siempre a medio hacer, donde, a pesar de todo, el tapial
de adobe sin refinar siempre ofreció más confianza a los alarifes que aquellos
ladrillos llenos de agujeros, resentidos de tanto penar y salientes del fuego del
averno de debajo de la alberca redonda, donde a saber lo que maquinarían entre
ellos. Que ya se sabe: el mucho penar casi nunca redime, pero casi siempre atolondra
a los que vienen aviesos de fábrica y hechos de material defectuoso.
Algunas veces, mientras Manolo el tejero, Juana,
su mujer, y sus hijos -la Boni, la María y el Pedro- se afanaban dándole a la
rueda de hacer ladrillos y al manubrio de cortarlos, nosotras -las nietas de mi
abuela- hacíamos inútiles muñequillos de barro sin atributos visibles, que se
cocían en el horno, yacentes sobre la última hilera de trebejos reclusos.
Todas estas digresiones vienen a cuento de que
no sé yo si aquel primer hombre que dicen que Dios se inventó en el último
momento, cuando estaba de remate en lo de crear el mundo, llegaría a cocerse
antes de usarse para lo de la costilla, o si lo de la hoguera y el vidriado de
la cerámica y los juguetes de loza condenados a la hoguera sería cosa del
demonio y la industria de su condenación.
¡Cuestión de oficio! Porque digo yo que así serían
los oficios (y los Oficios) de antes, cuando todo se hacía a mano.
Y hablando de oficios humanos y de Oficios
divinos, viene a mi memoria una quintilla de tan anónima autoría como inagotable
repetición en las alfarerías que suelo visitar en busca del primer barro del
recuerdo, ante cuyos versos no puedo por menos que imaginarme al Dios de la
Biblia “con las manos en la masa”, fabricando un cacharro tan magníficamente
frágil y quebradizo como el hombre:
Oficio noble y bizarro
entre todos el primero
pues, en la industria
del barro,
Dios fue el primer alfarero
y el hombre el primer cacharro.
¡Nunca mejor dicho!
A fin de cuentas, ¿qué somos sino endebles cacharros
de arcilla, perecederos, aunque endurecidos en el horno de la vida?
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En un 29 de Julio de 2019
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