Desde que me regalo a mí misma más horas de soledad, (de eso hace bien poco), y desde que mis ojos me advierten de la eventualidad de haber sido tocados por eso que llaman obsolescencia lectora, (de eso hace algo más), he tomado por costumbre apartar un poco antes al lado vacío de mi cama el libro que esté leyendo, y ver una película cada noche.
La cosa no está mal.
Mejor dicho: la cosa está muy bien, porque es otra manera de vivir varias vidas ajenas que voy amontonando en una sola. (La propia).
Anoche elegí (por enésima vez) <EL CLUB DE LOS POETAS MUERTOS>. Y de nuevo me reafirmé en que vivir es algo así como escribir un gran poema en el que entran todos los géneros de los poetas que fueron, son y serán; y que, para ser el poeta de nuestra propia vida es preciso cargar con alguna impedimenta: hay que pertenecer a algún club de “descarriados” pensadores capaces de buscar su particular cueva en mitad de la noche para convertirla en un tabernáculo; hay que leer mucho, es imprescindible sacar de dentro lo propio haciéndole hueco entre lo ajeno, sin invadir, ni descalificar, ni mucho menor apropiarse de lo ajeno. Es esencial ser leal al maestro que la vida nos regala (“Oh capitán, mi capitán”). Pero, sobre todo, hay que aprender a reconocer, respetar y escuchar con verdadero amor al maestro que cada uno llevamos dentro.
Foto de Cristóbal Triguero |
En definitiva, se trata de alargarle la palabra a la propia vida haciendo de ella una corta e intensa aventura extraordinaria.
Hoy me levanto tarde (me lo merezco), y hago un esfuerzo más −no demasiado; estoy entrenada para ello− por ser feliz, mientras repaso despacito los versos de Walt Whitman, mi “Pepito Grillo” eterno: “No dejes que termine el día/ sin haber crecido un poco,/ sin haber sido feliz,/ sin haber aumentado tus sueños”.
Foto de Criistóbal Triguero |
En CasaChina. en un 28 de Noviembre de 2020