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viernes, 10 de abril de 2020

ATEMPORAL ESTULTICIA


 56/2020
                                      (Croniquilla del Viruso Coronado 31)
       Dicen que un día salieron a recibirlo con palmas y alaracas sin medida, y dos días después lo crucificaron.
       Ahora, bastantes siglos más tarde, recreamos aquello con mangas y capirotes, lágrimas de manzanilla en los ojos y olor a oro, incienso y mirra, procesionando por las calles la historia de una indignidad: la gran hazaña, la soberbia hazaña humana de haber dado muerte nada menos que a un Dios que andaba por la puerta de los templos sacudiéndole a los mercaderes de palomas.
*   *   *
      Hubo días en los que miles de personas coreaban su nombre en las plazas públicas con un fervor más contagioso que el más agresivo de los virus; y lo llevaban, lo traían lo metían y lo sacaban de/en los templos, bajo palio, cual santa custodia con fajín y bastón de mando.
Demasiados años después se rompe la hucha de la rentable calderilla con que pagar los gastos, y se dictan leyes para remover sus huesos sin que nadie pueda tacharnos legalmente de profanadores de tumbas.
       Antes del entierro fuimos bien enseñados en la doctrina de que pensar por nuestra cuenta era traicionar al forjador de la victoria; después nos dimos cuenta de que lo aprendido tenía sus fallos; que en aquella victoria perdimos todos. Desescombramos las trincheras, avivamos las ascuas siguiendo instrucciones, y en ello seguimos. Sañudos, aunque pensando por cuenta ajena.
*   *   *
       No hace tanto, en 2016, un ayuntamiento, escasamente ilustrado por viejas experiencias, aprobó una moción por la que se acordaba la expulsión de los militares de un acto cultural “por razones estéticas” y de “separación de espacios”. Es el mismo ayuntamiento que “tolera” (por no decir que suplica) que sean los mismos militares desahuciados los que desinfectan sus ahora descompuestos espacios, sus tristísimas residencias de ancianos, los lugares a los que nadie quiere llegar, mientras reparten entereza por sus calles y reciben desde las ventanas el calor de la ciudadanía, que les recompensa de aquella zafia afrenta con aplausos fraternales y con nacional reconocimiento.
       A veces, la gente, cuando se siente libre, aunque esté recluida, hasta se atreve a pesar por su cuenta
*   *   *
       Hace años nosotros éramos chiquillos dispuestos a jugarnos nuestra infancia a una partida de cromos de santos, a pedradas o a carantoñas por mitad de las calles del pueblo.
 Jugábamos.
Jugábamos todos juntos, y a veces hasta revueltos; jugábamos −digo− a piola, a policías y ladrones, a manos arriba, al escondite, al ramalico caliente o al anillico perdido. Llegado su tiempo, buscábamos las albercas que no hubieran vaciado para el riego y calmábamos las calores del cuerpo (y las del alma) tentándonos con los ojos; queriéndonos; amándonos de cerca o de lejos. Pero nos queríamos en todos los colores del arco iris.
“¿En qué estarán pensando estas criaturas?” −decían los mayores, mientras nos achicharraban con yodo las mataduras de las rodillas desolladas, nos ponían perras gordas de cobre en los chichones, y nos consolaban con palabras inútiles las primeras heridas del corazón.
*   *   *
Pasaron los años.
Nos diseminamos.
Los más sagaces y adelantados llegaron un día, carnet de militancia en ristre, dispuestos a contarnos historias de muy distintos colores, con los que emborronaron nuestro arco iris en el que nos habíamos sentido infantilmente seguros unos junto a otros; y hablaron y hablaron hasta convertirnos en extraños; rompieron en pedazos la cálida cercanía de nuestra inocencia y nos convirtieron en adultos desconfiados, enemigos de nuestros amigos de la infancia.
Volvieron a decirnos cosas con cierto tufillo a lo de siempre; a convencernos de que, tras haber conseguido nuestras libertades individuales, pensar individualmente y por nuestra cuenta era traicionar al color preferido; luego, no precisamente a pincel, sino a pasadas de brocha gorda, nos fueron igualando el pensamiento, reduciéndonos al tartamudeo, cuando no, al silencio, a base de pegar en nuestros labios etiquetas con nombre infamantes, y sembrando en nuestras mentes la suspicacia, el aborrecimiento, el odio irracional.
Verdaderamente, ser adultos es un conflicto.
*   *   *
       De lo siguiente no hace tanto. Durante largos meses de zarandeo de todos los colores y de pagar por adelantado los servicios cesantes, nos fuimos sumergiendo en un infinito cansancio de colores y de siglas.
       Fue cuando dijimos aquello de “¡Haced lo que os salga de las mismísimas urnas! Después de tantas papeletas con tachones, nosotros estamos des-i-lu-sio-na-dos. Tanto, que no tenemos alientos para pronunciar cualquier palabra de más de una sílaba (SI/NO), si no es a golpe de detonación con silenciador". 
"¿Ilusionarnos?"
"No; no podemos hacerlo”.
*   *   *

       Ahora, cuando los de entonces somos ya ancianos, los de en medio medran miserias mileuristas, y los de ahora miran estupefactos hacia todos los lugares, sin acabar de saber por dónde viene el enemigo, tal parece que, a pesar del desastre general, aún sigamos tratando de poner a salvo lo poco o mucho que cada uno de nosotros tenemos, sin tener el talento de comprender que lo único que de verdad nos queda somos nosotros mismos; todos. Y el recuerdo de aquella infancia arco iris donde el mayor tesoro era el abrazo promiscuo e indiferenciado.
El abrazo presentido
El abrazo deseado
El abrazo consumado

El abrazo que ahora ha sido prohibido y enterrado legalmente

       Lo demás, las cosas por las que seguimos enfrentándonos como fieras enjauladas, el puesto por el que nos traicionamos a nosotros mismos, la marca que exhibimos como si fuéramos inmortales… Todo eso será parte de una memoria histórica que nadie querrá recordar.

Por qué nos resistimos a entender que todo lo anterior está agotado 
y hay que comenzar de nuevo.

¿Qué estamos haciendo?
¡Qué estamos haciendo!
¿Qué tiene que pasarnos todavía?

Perpleja en CasaChina. En un 10 de Abril de 2020

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