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martes, 29 de agosto de 2017

SEÑALES



54/2017

 SEÑALES
(Croniquillas de un verano en compañía)

Los pueblos tienen eso: una siempre tiene compañía. 
Hasta que llega la hora de irse. Y aún después...

Bedmar antes de irme
Esta mañana abrí la puerta de la calle con un desaliento sazonado de la leve esperanza en no tener que irme todavía. 


Quizá aún estuvieran ahí.
En la fachada de al otro lado de la calle, esa que se regodea de espaldas al saliente en los días más tórridos del verano, todavía se sosegaba un incierto frescor adormecido; pero sus paredes y cornisas estaban impolutas, como si la dueña de la casa hubiera comprendido que había llegado la hora de adecentar primores para el paso de las dianas floreadas de la feria aún por disfrutar.
No, no estaban allí.
Bien mirado, tampoco era tan raro -me reanimé-. Ellas se levantaban mucho más temprano. Antes, incluso, de que sonara la bocina del coche del panadero avisando de que ya era la fragante hora del pan de aceite.

Quizá si me alargaba hasta la Plaza de Arriba…

¡Nada! 

De regreso a la casa traía poca compra, porque ya no iba a ser precisa, y sí que acarreaba alguna desesperanza de las que siempre ando en espantarme como si fueran pejigueras otoñales cuando llega la hora del abandono. 


En todo el recorrido no había ni rastro de ellas.

Para demorarme, por si en algún alero, o en los alambres de la luz todavía quedaba una oportunidad a mi desazón de inminencias que no hubiera previsto, tomé como disculpa para andar despacico lo de tener que remontar la exigua cuestecilla que asciende desde la placeta de la que arrancan las cinco calles que, como cinco tactos de desigual ternura, abren su mano asfáltica a distintas salidas del pueblo.
Pero era inevitable el final del camino.
Llegué hasta la puerta de la casa desencantada de mi propia obstinación en no asumir lo ya sabía de antemano por las señales inconfundibles: Ya no estaban.
Entré cargada de tristeza. Saqué la maleta de detrás de la puerta, cargué el coche parsimoniosamente, colocando en el asiento del acompañante la somera bolsa de la compra, con una ración de churros de los que tanto dan que hablar en los desayunos de “Aroma de Mágina”, y una botella de agua sin más aditamentos que mi propia sed para no dar que hablar si a la Guardia Civil le da por hacerme un tex de alcoholemia en mi éxodo hacia la larga soledad del invierno que se anuncia con trasformadas ausencias.
Un último vistazo antes de arrancar el coche me confirmo definitivamente que ya era hora de irse como habían hecho ellas.
Porque las golondrinas, ya no estaban.
Una vez más, mientras emprendo el regreso a mi mismidad, recapacito sobre la sabiduría de esos pájaros, que antes de que sea demasiado tarde, huyen del frío que el invierno envaina en las gélidas cornisas de las ventanas de la casa de al otro lado de la calle, esas que los alarifes levantaron de espaldas al sol saliente, pero que, cada tarde, con las mejillas encaladas en rubores, y colgándoles peinillas de carámbanos, espían las puestas de sol de cada invierno por si un vuelo de golondrinas da señales de que nuevamente es tiempo de regresar a la compaña.

En “CasaMagica”. En un 29 de Agosto de 2017
        

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