54/2017
SEÑALES
(Croniquillas de un verano en
compañía)
Los
pueblos tienen eso: una siempre tiene compañía.
Hasta que llega la hora de irse.
Y aún después...
Bedmar antes de irme |
Esta mañana abrí la puerta de la
calle con un desaliento sazonado de la leve esperanza en no tener que irme
todavía.
Quizá aún estuvieran ahí.
En la fachada de al otro lado de la
calle, esa que se regodea de espaldas al saliente en los días más tórridos del
verano, todavía se sosegaba un incierto frescor adormecido; pero sus paredes y
cornisas estaban impolutas, como si la dueña de la casa hubiera comprendido que
había llegado la hora de adecentar primores para el paso de las dianas
floreadas de la feria aún por disfrutar.
No, no estaban allí.
Bien mirado, tampoco era tan raro -me
reanimé-. Ellas se levantaban mucho más temprano. Antes, incluso, de que sonara
la bocina del coche del panadero avisando de que ya era la fragante hora del
pan de aceite.
Quizá si me alargaba hasta la Plaza
de Arriba…
¡Nada!
De regreso a la casa traía poca
compra, porque ya no iba a ser precisa, y sí que acarreaba alguna desesperanza
de las que siempre ando en espantarme como si fueran pejigueras otoñales cuando
llega la hora del abandono.
Para demorarme, por si en algún
alero, o en los alambres de la luz todavía quedaba una oportunidad a mi desazón
de inminencias que no hubiera previsto, tomé como disculpa para andar despacico
lo de tener que remontar la exigua cuestecilla que asciende desde la placeta de
la que arrancan las cinco calles que, como cinco tactos de desigual ternura,
abren su mano asfáltica a distintas salidas del pueblo.
Pero era inevitable el final del
camino.
Llegué hasta la puerta de la casa
desencantada de mi propia obstinación en no asumir lo ya sabía de antemano por
las señales inconfundibles: Ya no estaban.
Entré cargada de tristeza. Saqué la
maleta de detrás de la puerta, cargué el coche parsimoniosamente, colocando en
el asiento del acompañante la somera bolsa de la compra, con una ración de
churros de los que tanto dan que hablar en los desayunos de “Aroma de Mágina”,
y una botella de agua sin más aditamentos que mi propia sed para no dar que
hablar si a la Guardia Civil le da por hacerme un tex de alcoholemia en mi
éxodo hacia la larga soledad del invierno que se anuncia con trasformadas
ausencias.
Un último vistazo antes de arrancar
el coche me confirmo definitivamente que ya era hora de irse como habían hecho
ellas.
Porque las golondrinas, ya no
estaban.
Una vez más, mientras emprendo el
regreso a mi mismidad, recapacito sobre la sabiduría de esos pájaros, que antes
de que sea demasiado tarde, huyen del frío que el invierno envaina en las
gélidas cornisas de las ventanas de la casa de al otro lado de la calle, esas que
los alarifes levantaron de espaldas al sol saliente, pero que, cada tarde, con
las mejillas encaladas en rubores, y colgándoles peinillas de carámbanos, espían
las puestas de sol de cada invierno por si un vuelo de golondrinas da señales
de que nuevamente es tiempo de regresar a la compaña.
En “CasaMagica”. En un 29 de Agosto de 2017
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