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viernes, 17 de septiembre de 2021

UNA TORRE CON CAMPANAS

 

128/2021

(El Jaén que yo recuerdo)

 Al hilo de una foto eternamente repetida que hoy vuelve a regalarme Encarna Gómez Valenzuela

     ¿Os habéis fijado alguna vez? La torre de la izquierda es la única que tiene reloj y campanas. Y bien que se ufana ella sobre la calle −por llamarla calle en lugar de callejón− a la que le da nombre.

    Tras remontar el último tramo de esa tan hermosa y anchurosa como breve calle que era Bernabé Soriano, mentidero por excelencia del viejo Jaén y tribuna de honor de la torre con campanas de su catedral, y tras atravesar la desigual y mal trazada Plaza de San Francisco, acometía una servidora la tarea de presentarle cara a la ventolera que bajaba encañonada desde el cerro de Santa Catalina para incomodarse en la estrechez de la calle Campanas. Todo fuera por tomarse una rosquita de tallos de los bien fritos en aceite de oliva en aquel establecimiento largo y estrecho que era el Bar Las Campanas, justo enfrente del portillo lateral catedralicio.

    Gustaba yo por el invierno de cobijarme en el rincón inmediato a la puerta para observar tras la empañada cristalera el subir y bajar de angelicales y caducas devotas mañaneras, en un trasiego de lutos y rosarios que, tras tomar esa portezuela lateral de la Catedral, en la acera de enfrente, ascendían sigilosas hasta la capilla del Sagrario, bajo cuya cripta, y a decir de algunas añosas con las que me hablaba yo por entonces, parece que se reunían en conciliábulos “non santos” los pocos o muchos espectros que iban resistiendo el paso de los siglos allá por los años sesenta del siglo pasado.

    Tal pareciera que acceder a la Catedral por ese portillo de la calle Campanas le quitara miedos a lo de abordarla por la puerta principal de la plaza de Santa María, donde se daban cita todos los malos vientos invernales de Jaén para tomar razón de a dónde y con cuánta saña debían repartirse por sus calles, con el único objetivo de amargarles la vida a los viandantes de bastón y desesperanza y subirle las faldas a las quinceañeras, para regocijo de las filas de colegiales que subían por Bernabé Soriano o a la de los seminaristas que bajaban por la Carrera de Jesús, bamboleando sobre el negro ensotanado sus fajines rojos de pequeños generales en desuso antes de tiempo.

    Contadas fueron las ocasiones en las que, tras cruzar de dos zancadas la estrechez de la calzada, sin miedo a un tráfico rodado casi inexistente, cambié yo los churros del bar Las Campanas por una visita de cortesía al inquilino de detrás de la capilla que da cobijo al Santo Rostro. Hablo del enranciado obispo, pobretico mío, Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, quien, por aquellos años, y desde que entregara su alma a Dios allá por el mes de las ánimas de 1520, aguardaba a que alguien acabara con la pelea de dónde debía enterrarse su cuerpo para poder tomarse un más que merecido descanso en lo de pegar la hebra con cuatro chifladas que, como yo, iban a cumplimentarlo alguna vez por si necesitaba una ración extra de padresnuestros.

    Lo de sacarlo del rústico cajón provisional y darle sepultura como dicen que Dios manda fue mucho más tarde. Allá por el 2001, cuando en el bar las Campanas ya no freían los churros en aceite de oliva y los espectros de debajo de la capilla del Sagrario estaban en decadencia.

    Pero esa es otra historia.

En CasaChina. En un 16 de Septiembre de 2021

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