54/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado 29)
“No estamos confinados; estamos a salvo”.
Ainara Tomás, filosofía nórdica para
el confinamiento
Pudiera ser que nada de lo que cuente hoy fuera verdad.
Claro que…
A lo mejor, algo hay de verdad, y mucho será pura patraña. Que,
en esto de escribir, ya se sabe las venias que nos otorgamos a nosotros mismos
los escritores, amparándonos en la licencia para mentir que nos concede el
oficio.
Bueno; para ser justa, entra dentro de lo posible que la cosa
pueda quedarse en mitad y mitad.
Pensándolo despacio, lo cierto es que hay más verdad que
mentira, por mucho que me empeñe en hacer uso de escondrijos previos. Y permítaseme
utilizar lo de “hacer uso”, dos de esas cuatro palabras con las que por
entonces se mentaba a lo de la “follenda” sacralizada, y que, en boca de mi
catequista, cada vez que refería aquel “hacer uso del matrimonio” con boquita
de piñón, a mí me ponía la mente en puro hervidero de confesionario, sin saber
muy bien de qué debía acusarme.
Pero vamos a no darle más vueltas al manubrio, y a meternos
en faena.
Pues que me pide a mí el cuerpo hablar de viejas SemanaSantas,
a las que no quisiera yo regresar si no es para mirarlas desde una pantalla donde
pasen alguna de esas películas de cinefórum en blanco y negro, apañadas para
nostálgicos diletantes y resabiados faroleros.
Claro que tampoco estos tiempos que estamos atravesando son
para olvidarse de Poncio Pilatos. Aunque son demasiadas las quejas que se
escuchan, en comparación con lo que se vivió por entonces.
¿Qué nos han dejado sin bares en este 2020? Ahí nos duele.
Pero ya quisiera yo haber visto a los que andan ahora en jeremiadas si hubieran
tenido que vivir aquellas SemanaSantas, mirando de comedirse, primero en
holganzas bocales (que no vocales) y holguras testiculares durante toda una interminable
cuaresma, y luego, entrado ya el Jueves Santo, teniendo que pasar de largo por
delante de cualquier taberna, sin alzar la cabeza, en cuanto las campanas de la
parroquia se echaban al lagrimeo de la llamada a Muerto Divino.
¡Aquello sí que eran prohibiciones!
“El arradio”, ni tocarlo, si no era para ponerle el cárdeno capirote
cuadrangular que se tenía en cualquier casa de bien para la ocasión (suponiendo
que se tuviera aparato de radio). Los postigos, entornados. Y hasta a la mano de
los cantarines almireces, canoras vespertinas ellas a la hora de majar el ajo y
el perejil para el sopicaldo, se les ponía mordaza, o simplemente se las
sustituía por el más moderado mortero, no fuera a ser que Vulanito, nuestro robusto
municipal, encargado de poner orden entre bicicletas de chaveas, pasos de
procesión y costumbres licenciosas, diera parte de mala conducta religioseril.
Y todo ello, sin rechistar, bajo pena de algo mucho más chinchoso −léase
acosado por las chinches y otros bichos de triste recuerdo− que lo de quedarse
en casa delante del televisor.
Por poner un ejemplo, hablemos del bar <<DE AQUÍ NO PASO>>
Aparte del nombre, que ya de por sí mismo era una especie de
estop tabernario, el Bar <<DE AQUÍ NO PASO>> tenía algunas cosas
más, dignas de recordarse: una ubicación privilegiada en la esquina de la
Carrera, un suelo lleno de pedazos de papel de estraza aceitosos, huesos de
aceituna y otros desperdicios, un olor a vino a granel regurgitado, dos o tres
escupideras desportilladas en los rincones y un cartel de porcelana mugrienta y
grasosa que prohibía lo naturalmente prohibible en aquellos inicios de los años
cincuenta del Siglo XX:
¡Prohibido escupir!
Eran tiempos de esputos
de tísicos y escupitajos de rabia amontonada y mal contenida, que aconsejaban −más
los primeros que los segundos− ponerle coto a los desmanes, y, sobre todo, al
bacilo de Koch, privándolo de su medio natural de transporte.
Eran también tiempos
de corrales, avisos de “agua va” y arrieros que, con sus gallinazas colgantes
derramándose en cascada desde los palos del gallinero hasta el cascajo del piso,
con las fétidas cubetadas del “agua-va” hacia la mitad del empedrado de las
calles convertidas en albañales escurridizos, y con los vapores de las boñigas de las
caballerías, eran la entrada del paraíso para toda una fauna de tábanos y de
moscas que se colaban por cualquier resquicio en busca del fresquito de las
tabernas, donde planeaban indolentes y campaban por sus respetos, torturando a taberneros
y parroquianos.
Sería por eso por lo que el paisaje en el <<BAR DE AQUÍ
NO PASO>> solía permanecer inalterado, salvo en dos ocasiones al año: el
verano y la Semana Santa.
Nada más amagarse
los primeros calores, como no era cosa de apestar con rociadas de zotal las
dependencias de las criaturicas humanas, y el que se espurreaba por cuadras y
gallineros no era bastante para aplacar los ataques rasantes de aquellas
volatinerías negras, se recurría a colgar del techo de los establecimientos,
entre los que se encontraba el <<DE AQUÍ NO PASO>>, unas tiras de
papel de celofán, pajizas y glutinosas, donde cualquier gusarapo, mosquito,
polilla, tábanos o mosca desprevenidos, quedaba atrapado como inspiración de
poetas indigentes, al estilo de la célebre fábula de Samaniego del “panal de
rica miel[1]”.
Una vez trabados en el cenaguero, permanecían aquellos gorgojos
matraqueando durante horas con sus zumbidos desesperados por encima de las
cabezas de sobrios y beodos hasta que fenecían de puro aburrimiento. (O, a lo mejor, de otra cosa desconocida).
Ya al comienzo de la Cuaresma, se añadían nuevos avisos al endémico
cartel de <<PROHIBIDO ESCUPIR EN EL SUELO>>, tales como el aviso parroquial
de la puesta a la venta de bulas de carne a peseta, y la de abstinencia de lo otro a
convenir, dependiendo de los posibles (y de las imposibilidades).
Por esas
mismas fechas se colgaba otro cartel con su rotundo “PROHIBIDO BLASFEMAR” que,
emanado de la alcaldía, amenazaba, sellado y rubricado en vivo y en directo,
con sanciones que ni de lejos estaban al alcance de los bolsillos de la
clientela habitual del bar y de la blasfemia.
Pero el cartel
que dejaba los ánimos por los suelos, si es que podían estarlo más en
semejantes tiempos, para un pueblo como el andaluz, tan hecho a lo de “quien
canta sus penas espanta” era aquella perversidad de <<PROHIBIDO EL
CANTE>>.
Y es que el
cante, señores, es el fuelle de la fragua de nuestras vidas; el respirador automático de
nuestras gentes cuando su aguante está para meterlo en la UVI:
Cantaba por no llorar.
Que era ella muy hembra
para hacer ver su pesar.
Y con las venas abiertas
la escuchaba su galán
sabiendo que aquella noche
era su noche final.
¿Quién no ha escuchado cantar
la pena más espantosa
en medio de un olivar?
Estaría de
Dios que así fuera aquello.
O sería que, con
eso de que en nuestros pueblos nos recreamos con contrición en ajusticiar a Dios año sí y año
también −menos éste de 2020− no estaría bien visto por entonces aumentarle la pasión con penas accesorias; ni lo de
escupirle, ni lo de ultrajarlo a blasfemazo limpio, ni mucho menos ponerse a
dar el cante mientras Dios agonizaba colgado de un madero.
¡Cómo han
cambiado los tiempos!
¡Quién le iba a
decir a Dios -un poner- que lo de la blasfemia se metería en la misma balanza que lo de la
libertad de expresión!
Lo de escupir… Eso
ya no se le ocurre a nadie. (Vamos, digo yo).
Nos queda lo del cante.
Y, asediados como estamos por el Viruso −coronado, y no
precisamente de espinas− no puedo por menos que recordar aquellos tristísimos carteles
del bar <<DE AQUÍ NO PASO>> cada vez que enfilo el pasillo que va
desde mi encierro hacia la puerta de la calle, donde he colgado yo mi personal
cartel, dispuesta a lo que se diga:
¡Yo de aquí no paso!
No seré yo quien vaya a dar el cante después de lo que tiene una pasado
Cantando
en CasaChina. En un 8 de Abril de 2020
[1]
A un panal de rica miel/
dos mil Moscas acudieron/ que por golosas murieron/ presas de patas en él/.
Otras dentro de un pastel/ enterró su golosina/. Así, si bien se examina,/ los
humanos corazones/ perecen en las prisiones/ del vicio que los domina.