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sábado, 18 de abril de 2020

ECOS NUEVOS


 64/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado - 39)
(Cordia V)

        Eran más de las cuatro de la mañana cuando Braulio y Cordia se dispusieron a dormir, y poco menos de las once del día siguiente cuando Cordia apretó en botoncillo “ON” buscando en la emisora previamente sintonizada un amparo con el que rellenar el silencio. Iban ya cuarenta días de aislamiento, y todo parecía haberse trastocado en el mundo.
Tienen los humanos un sistema de detección de los murmullos del entorno que marca sus tiempos, y esos murmullos se habían apagado días atrás, con el confinamiento, dejando a los paisanos en un desamparo lleno de perplejidades.
        Sin embargo, Braulio y Cordia, lejos de trastornarse, comenzaron a buscar y a encontrar en aquellos silencios una oportunidad única para escucharse mejor; la única que todavía no habían ensayado a pesar de tantos años oyéndose.
        A veces ponían la radio de manera automática. Era el caso de esa mañana del 17 de Abril, en la que Cordia, al saltar de la cama, apretó el interruptor de manera maquinal, y Braulio se rebulló, a la escucha de cualquier cosa parlante en retirada, sin decidirse a abandonar todavía el placer del sueño en compañía.
        Si había algo que lo desesperaba de Cordia era su afán de buscar emisoras en las que alguien hablara de lo que fuera. Él prefería aquella otra donde, salvadas las parrafadas diletantes y pretenciosas entre audición y audición, podía recrearse en la mejor música, y dejarse llevar por ella hasta tiempos que solo la armonía de un sonido, o un olor determinado nos devuelven.
Abrió los ojos acuciado por un deseo imperioso y repentino de escuchar El Cascanueces, de Chaikovski; pero la emisora conectada era la del aparato de la mesilla de Cordia, y ella prefería la cháchara. Aunque fuera aquella cháchara semejante a una mordaza asfixiante y sin resquicios que se ajustaba y se aplastaba sin piedad sobre la nariz y la boca del escuchante.
        La ministra de las facundias interminables, espesas y apretadas, semejantes a una labor manual de punto de arroz, ocupa la radio, se expande, ebulle hasta descolgarse por sus bordes como un cueceleches olvidado sobre el fuego. (Sabe que es una alucinación; pero a él le huele a leche quemada, aquel hedor insufrible de su infancia que le arranca una arcada con soflama de fondo). La ministra de las facundias interminables mantiene la caja de marchas de su locuacidad con la directa metida, sin levantar el pie del acelerador. Y chirrían los neumáticos de esa voz plana, uniforme, sin interferencias ni pausas. Su discurso apenas se condensa en cortísimos jadeos urgentes y en espumarajos pegajosos; la vibración se expande por el aire, rebota contra las paredes, se duplica, se triplica, se multiplica, agobia, invade, se atropella a sí misma, se persigue, resiste, se escuda en nueva calderilla de palabras que suenan a cobre con cardenillo, sin permitirle apenas al entrevistador formularle una nueva pregunta, a la que el maratón de la voz irreductible no va a responder porque va a piñón fijo por un circuito tedioso.
        Braulio se lleva la mano al pecho, no sabe muy bien si para ensayar un amago de masaje cardiaco o para comprobar si necesita con urgencia tal manipulación para seguir respirando.
        −Es mío −se escucha gruñir, levantando la voz quizá más de lo necesario.
        −¿De qué hablas, Ulio? −la voz que se cuela hasta el dormitorio, aprovechando la rendija de la puerta entreabierta del cuarto de baño, suena cantarina y como recién enjuagada.
        −Del aire, Cordia, del aire. ¿Querrás creer que he estado a punto de quedarme sin aliento solo con escucharla?
        −¿Te refieres a la Ministra?
        −¿A quién va a ser?
        −Yo no sé si ella piensa lo que dice, o lo trae impreso de fábrica; vamos: aprendido como una recitación de oficio; como no será, que hasta a mí, tan hecha como estoy al ronroneo de fondo, cuando discursea ésta tampoco me deja pensar en lo que dice −refunfuña Cordia.
        −Qué razón tienes, Cordia. Es un caso asombroso de homogeneidad discursiva; de igualitarismo fónico. Ni un altibajo en el soniquete. Ni un punto. Ni una coma. Ni un respiro. Es más plana que la superficie del agua del charquilón de la Fabriquilla.
        En ese momento sale Cordia del cuarto de baño, envuelta en su albornoz y con el cabello húmedo. Él retrae las pupilas y la mira con enfoque de muchos, muchos años atrás; aquella vez salió del agua apenas cubierta por un pañolón estampado con flores de amapolas sobre un bañador tan mínimo como su cintura; había hierba en su entorno y dos cuerpos expertos en quererse sobre la hierba, hurtándose apenas a  las miradas de los lugareños.
Braulio toma conciencia de que las palabras se le escapan por su cuenta, sin permitirle manejarlas con la prudencia propia de sus años de ahora:
        −¿Y si bajáramos a bañarnos al charquilón de la Fabriquilla?
        −Ulio ¿has pensado lo que estás diciendo? ¿Ya no te acuerdas la manera de llover de anoche? ¿Qué es lo que quieres tú, que pillemos una pulmonía, y nos mate la falta de talento antes de que lo haga el Viruso?
        −Cordia, abre los ojos y mira a tu alrededor; te darás cuenta de que ya no estamos en anoche, sino en hoy. Y hoy, ni llueve, ni hace frío que nos impida ir a bañarnos al charquilón de la Fabriquilla.
        −Ay, Ulio: ni  tú ni yo estamos ya para nadar en esas aguas más de lo preciso por mucho que nos lo pida el cuerpo.
        −Cordia, no te escurras entre el jabón de las disculpas. Si no quieres nadar, por lo menos nos sentamos en la orilla y metemos los pies en el agua. ¿Te acuerdas lo que nos gustaba últimamente meter los pies en el agua y mirárnoslos, como si las piernas se nos hubieran quebrado a la altura de la superficie?
        −Me acuerdo, Ulio, me acuerdo con la misma claridad como si fuera ayer la última vez que bajamos al charquilón de la Fabriquilla. Si no me equivoco, hace más de siete u ocho años que no nos alargamos hasta ese rincón…
−¿Tanto?
−Tanto o más. Déjame pensar. Sí; eso es. No hemos vuelto a bajar desde aquella tarde en que la nena de Cinta vino a decirme que avisara a su madre de que se había desnucado contra la piedra del molino y que mandara a alguien a recogerla.
−Bueno, eso es lo que tú dijiste. Lo que yo sigo sin entender es cómo te enteras tú de las desgracias casi antes de que sucedan.
−Déjalo estar, Ulio.
        −Pues volvamos, Cordia, −insiste, porfiado, Braulio, en un intento insustancial de echar el hilo de la conversación por otros derroteros− volvamos a ver si así cambiamos el recuerdo de lo de Jacinta por un nuevo recuerdo sin fantasmas.
        −Eso no es posible, Ulio; Lo que tú pretendes no es posible, y debieras saberlo.
        −¿No eres capaz de olvidar todavía lo que pasó?
        Cordia vacila antes de contestar. Aún en silencio, se encamina hacia el rincón de la cómoda, sobre la que, enganchada a la pared, cuelga una plancha de corcho; y sin dudar la pieza exacta que quiere tocar, pasa su dedo índice sobre una pequeña mariposa de papel de celofán, rotulada con una etiqueta mínima en la que alguien escribió un nombre: Cinta.
        −Ya veo que no la olvidas −se queja Braulio antes de que Cordia se vuelva, llegue hasta donde él está y, tras descansar las manos en los hombros del hombre, responda:
        −De lo que no soy capaz de olvidarme es de que no podemos salir de la casa. Estamos en cuarentena. ¿O ya no te acuerdas?
        Entre ellos se interpone el inacabable, el agonioso, el plano discurso radiofónico.
        −¿Quieres bajar el volumen de esa radio, Cordia? ¡Me está volviendo loco!
        −No la pagues con la radio, Ulio. La radio no tiene la culpa de lo de la Fabriquilla.
        −No; si yo lo decía por lo de esa irredenta palabrera. Si al menos pudiéramos volver al charquilón… ¿Tú crees que volveremos, Cordia?
        El desaliento del hombre le muerde a Cordia en algún rincón de la su destartalada esperanza.
        −Se me ocurre que eso tiene remedio. Mira: nos bajamos al patio, metemos los pies en un barreño, y escuchamos a los pájaros.
        −Es verdad. Escuchemos a los pájaros. Eso sí que hace tiempo que no lo hacíamos… Tendremos que iniciarnos en ecos nuevos.

Pajareando en CasaChina. En un 18 de Abril de 2020

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