64/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado - 39)
(Cordia V)
Eran más de las
cuatro de la mañana cuando Braulio y Cordia se dispusieron a dormir, y poco
menos de las once del día siguiente cuando Cordia apretó en botoncillo “ON”
buscando en la emisora previamente sintonizada un amparo con el que rellenar el
silencio. Iban ya cuarenta días de aislamiento, y todo parecía haberse
trastocado en el mundo.
Tienen los humanos un sistema
de detección de los murmullos del entorno que marca sus tiempos, y esos
murmullos se habían apagado días atrás, con el confinamiento, dejando a los
paisanos en un desamparo lleno de perplejidades.
Sin embargo,
Braulio y Cordia, lejos de trastornarse, comenzaron a buscar y a encontrar en
aquellos silencios una oportunidad única para escucharse mejor; la única que
todavía no habían ensayado a pesar de tantos años oyéndose.
A veces ponían
la radio de manera automática. Era el caso de esa mañana del 17 de Abril, en la
que Cordia, al saltar de la cama, apretó el interruptor de manera maquinal, y
Braulio se rebulló, a la escucha de cualquier cosa parlante en retirada, sin
decidirse a abandonar todavía el placer del sueño en compañía.
Si había algo
que lo desesperaba de Cordia era su afán de buscar emisoras en las que alguien
hablara de lo que fuera. Él prefería aquella otra donde, salvadas las parrafadas
diletantes y pretenciosas entre audición y audición, podía recrearse en la mejor
música, y dejarse llevar por ella hasta tiempos que solo la armonía de un
sonido, o un olor determinado nos devuelven.
Abrió los ojos acuciado por un
deseo imperioso y repentino de escuchar El Cascanueces, de Chaikovski; pero la
emisora conectada era la del aparato de la mesilla de Cordia, y ella prefería
la cháchara. Aunque fuera aquella cháchara semejante a una mordaza asfixiante y
sin resquicios que se ajustaba y se aplastaba sin piedad sobre la nariz y la
boca del escuchante.
La ministra de
las facundias interminables, espesas y apretadas, semejantes a una labor manual
de punto de arroz, ocupa la radio, se expande, ebulle hasta descolgarse por sus
bordes como un cueceleches olvidado sobre el fuego. (Sabe que es una
alucinación; pero a él le huele a leche quemada, aquel hedor insufrible de su
infancia que le arranca una arcada con soflama de fondo). La ministra de las
facundias interminables mantiene la caja de marchas de su locuacidad con la
directa metida, sin levantar el pie del acelerador. Y chirrían los neumáticos
de esa voz plana, uniforme, sin interferencias ni pausas. Su discurso apenas se
condensa en cortísimos jadeos urgentes y en espumarajos pegajosos; la vibración
se expande por el aire, rebota contra las paredes, se duplica, se triplica, se
multiplica, agobia, invade, se atropella a sí misma, se persigue, resiste, se
escuda en nueva calderilla de palabras que suenan a cobre con cardenillo, sin
permitirle apenas al entrevistador formularle una nueva pregunta, a la que el
maratón de la voz irreductible no va a responder porque va a piñón fijo por un
circuito tedioso.
Braulio se
lleva la mano al pecho, no sabe muy bien si para ensayar un amago de masaje
cardiaco o para comprobar si necesita con urgencia tal manipulación para seguir
respirando.
−Es mío −se
escucha gruñir, levantando la voz quizá más de lo necesario.
−¿De qué
hablas, Ulio? −la voz que se cuela hasta el dormitorio, aprovechando la rendija
de la puerta entreabierta del cuarto de baño, suena cantarina y como recién
enjuagada.
−Del aire,
Cordia, del aire. ¿Querrás creer que he estado a punto de quedarme sin aliento
solo con escucharla?
−¿Te refieres a
la Ministra?
−¿A quién va a
ser?
−Yo no sé si
ella piensa lo que dice, o lo trae impreso de fábrica; vamos: aprendido como
una recitación de oficio; como no será, que hasta a mí, tan hecha como estoy al
ronroneo de fondo, cuando discursea ésta tampoco me deja pensar en lo que dice
−refunfuña Cordia.
−Qué razón
tienes, Cordia. Es un caso asombroso de homogeneidad discursiva; de
igualitarismo fónico. Ni un altibajo en el soniquete. Ni un punto. Ni una coma.
Ni un respiro. Es más plana que la superficie del agua del charquilón de la
Fabriquilla.
En ese momento
sale Cordia del cuarto de baño, envuelta en su albornoz y con el cabello húmedo.
Él retrae las pupilas y la mira con enfoque de muchos, muchos años atrás;
aquella vez salió del agua apenas cubierta por un pañolón estampado con flores
de amapolas sobre un bañador tan mínimo como su cintura; había hierba en su
entorno y dos cuerpos expertos en quererse sobre la hierba, hurtándose apenas a las miradas de los lugareños.
Braulio toma conciencia de que
las palabras se le escapan por su cuenta, sin permitirle manejarlas con la
prudencia propia de sus años de ahora:
−¿Y si
bajáramos a bañarnos al charquilón de la Fabriquilla?
−Ulio ¿has
pensado lo que estás diciendo? ¿Ya no te acuerdas la manera de llover de
anoche? ¿Qué es lo que quieres tú, que pillemos una pulmonía, y nos mate la
falta de talento antes de que lo haga el Viruso?
−Cordia, abre
los ojos y mira a tu alrededor; te darás cuenta de que ya no estamos en anoche,
sino en hoy. Y hoy, ni llueve, ni hace frío que nos impida ir a bañarnos al
charquilón de la Fabriquilla.
−Ay, Ulio: ni tú ni yo estamos ya para nadar en esas aguas
más de lo preciso por mucho que nos lo pida el cuerpo.
−Cordia, no te
escurras entre el jabón de las disculpas. Si no quieres nadar, por lo menos nos
sentamos en la orilla y metemos los pies en el agua. ¿Te acuerdas lo que nos
gustaba últimamente meter los pies en el agua y mirárnoslos, como si las
piernas se nos hubieran quebrado a la altura de la superficie?
−Me acuerdo,
Ulio, me acuerdo con la misma claridad como si fuera ayer la última vez que
bajamos al charquilón de la Fabriquilla. Si no me equivoco, hace más de siete u
ocho años que no nos alargamos hasta ese rincón…
−¿Tanto?
−Tanto o más. Déjame pensar. Sí;
eso es. No hemos vuelto a bajar desde aquella tarde en que la nena de Cinta
vino a decirme que avisara a su madre de que se había desnucado contra la
piedra del molino y que mandara a alguien a recogerla.
−Bueno, eso es lo que tú dijiste.
Lo que yo sigo sin entender es cómo te enteras tú de las desgracias casi antes
de que sucedan.
−Déjalo estar, Ulio.
−Pues volvamos,
Cordia, −insiste, porfiado, Braulio, en un intento insustancial de echar el
hilo de la conversación por otros derroteros− volvamos a ver si así cambiamos
el recuerdo de lo de Jacinta por un nuevo recuerdo sin fantasmas.
−Eso no es
posible, Ulio; Lo que tú pretendes no es posible, y debieras saberlo.
−¿No eres capaz
de olvidar todavía lo que pasó?
Cordia vacila
antes de contestar. Aún en silencio, se encamina hacia el rincón de la cómoda,
sobre la que, enganchada a la pared, cuelga una plancha de corcho; y sin dudar
la pieza exacta que quiere tocar, pasa su dedo índice sobre una pequeña
mariposa de papel de celofán, rotulada con una etiqueta mínima en la que
alguien escribió un nombre: Cinta.
−Ya veo que no
la olvidas −se queja Braulio antes de que Cordia se vuelva, llegue hasta donde
él está y, tras descansar las manos en los hombros del hombre, responda:
−De lo que no
soy capaz de olvidarme es de que no podemos salir de la casa. Estamos en
cuarentena. ¿O ya no te acuerdas?
Entre ellos se
interpone el inacabable, el agonioso, el plano discurso radiofónico.
−¿Quieres bajar
el volumen de esa radio, Cordia? ¡Me está volviendo loco!
−No la pagues
con la radio, Ulio. La radio no tiene la culpa de lo de la Fabriquilla.
−No; si yo lo
decía por lo de esa irredenta palabrera. Si al menos pudiéramos volver al
charquilón… ¿Tú crees que volveremos, Cordia?
El desaliento
del hombre le muerde a Cordia en algún rincón de la su destartalada esperanza.
−Se me ocurre
que eso tiene remedio. Mira: nos bajamos al patio, metemos los pies en un
barreño, y escuchamos a los pájaros.
−Es verdad.
Escuchemos a los pájaros. Eso sí que hace tiempo que no lo hacíamos… Tendremos
que iniciarnos en ecos nuevos.
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