55/2020
(Croniquilla
del Viruso Coronado 30)
13 No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a
una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.
32 Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano
era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.
EL HIJO
PRÓDIGO. Lucas 15: 11-32.
−¿Y quién dices que eres?
−Rosa.
Soy Rosa. ¡Cómo puedes preguntarme eso!
−¿Rosa…?
¿Qué Rosa?
−Ay,
Dios mío, qué desmemoriada te encuentro. ¡Qué Rosa voy a ser! Pues tu hija.
−¿Mi
hija? ¡Hay que ver las ganas de broma que tenéis los de ahora! Si conoceré yo a
mi hija a pesar del tiempo perdido…
−Mírame,
mamá, por Dios, mírame. ¿Soy yo o no soy yo?
−Seguro
que eres tú. Eso no lo pongo en duda. Pero tú no puedes ser mi hija Rosa. Mi hija
tiene el pelo negro como esta cruz de azabache que me trajo de Santiago de
Compostela aquel año que fue Año Santo. Creo que fue allá por el 2010.
−¡Pues
claro! Ya lo sé, mamá. Te la traje yo misma. ¿Ya no te acuerdas quién te trajo
esa cruz?
−¡Cómo
no voy a acordarme si soy yo misma quien te está diciendo que fue mi hija Rosa
quien me la trajo! Pero, mira, seas quien seas, ya que estás aquí, déjame que
te cuente. Si yo te dijera la emoción que nos embargó a las dos cuando abrí
aquel envoltorio y saqué de él la cruz…
−Si
lo sabré yo.
−¿Tú?
Ella me dijo: “aquí tienes lo que yo soy para ti, madre”; y yo le respondí…
La
mujer más joven corta en seco la cháchara de la anciana:
−Tú,
madre, me respondiste: “no cualquier clase de cruz. Mi cruz de guía, hija, mi
cruz de guía”.
Pero
la anciana no se da por enterada de la clave que se le ofrece, y sigue como
para sí misma, sin interrumpirse.
−…no
he vuelto a quitármela salvo aquella vez que estuve en el hospital para hacerme
aquella prueba, sin que nadie viniera conmigo… Aunque…, ¡a quien puede
importarle eso! Si al menos Rosa me mandara una carta… Una miserable carta. Pero, ni eso. Algo muy malo debe pasarle…
Claro que, a lo mejor, no debiera contar cosas de la familia a una desconocida…
−¿Desconocida?
¡Te estoy diciendo que soy Rosa!
−Hermoso
nombre el tuyo. Te llamas igual que mi hija. ¿Dónde estará aquella hija mía que
nunca volvió?
−Mamá:
No me hagas esto. ¡Mírame! Soy yo; tu hija. Tu hija Rosa.
−¿Tú?
Tú no eres mi hija Rosa. Ella tenía el pelo negro como mi cruz; y tú lo tienes
blanco como el olvido. ¿O es que no te das cuenta?
−Madre,
esto son canas. −y se tironea y se desordena el pelo como si quisiera arrancarse
de él el tiempo perdido−. Los años no pasan en balde, mamá. También tú
tienes el pelo blanco; y la piel de las manos trasparente; y los ojos
lagrimosos, como si te hubieras pasado la vida llorando por pecados propios y
ajenos. Es el paso del tiempo, mamá.
−¿El
paso del tiempo…? ¿Y cuánto tiempo dices que ha pasado desde que viniste a
verme por última vez?
(¿Ha
dicho “viniste”? Entonces…)
−Pues…
−titubea−. Fue cuando lo de la cruz. −Se prepara para contraatacar−. No hace ni
una docena de años, madre. No me digas que te has olvidado de mí en tan poco
tiempo.
−No,
hija, no. Yo no he olvidado a MI
Rosa. Yo no TE he olvidado a TI, suponiendo que sea verdad que eres mi hija Rosa. Eres
tú quien se olvidó de NOSOTRAS.
(¡NO! ¡MI! ¡TE! ¡TI! Cuánto énfasis
en la voz de la anciana en cada una de esos monosílabos que rebotaban contra
las cuatro paredes del encierro. Es como si volviera a la vida desde muy lejos para
ajustar cuentas con algo o con alguien). Menos mal que los había reunido en una
última palabra pletórica: ¡NOSOTRAS!
−Mamá,
sabes de sobra que tenía que ganarme la vida; que tenía que asumir más trabajo
del que podía desempeñar; que iba de hotel en hotel, de reunión en reunión, de
conferencia en conferencia. No me quedaba un minuto libre como para poder sacar
el tiempo necesario y venir a verte.
−Tendrás
todo lo que ambicionabas después de tantísimo empeño ¿no?
−Algo
así. Pero se acabó lo de trabajar.
−Entonces
¿te has jubilado? Claro, con ese pelo…
−No,
madre. Es que nos han enviado a casa.
−¿Te
han despedido? Claro, con semejante estrés…
−No,
madre, no. No es nada de eso. Es que ya no podemos salir de casa. Y yo nunca
tuve tiempo para comprarme una casa propia. Nunca tuve más casa que ésta. Ya
sabes: lo del estado de alarma
−¿Alarma?
¿Y por qué?
−Porque
ahí afuera la gente se está muriendo. Sola.
−Eso
no es nada nuevo. La gente siempre ha estado muriéndose ahí afuera. Es ley de
vida. Y mucha gente se muere sola. También es ley de vida. Mira cómo será que siempre
creí que también yo me moriría sin volver a verte. −Un momento de silencio
eterno, y retoma la palabra: −suponiendo que, como dices, tú seas Rosa.
−¡SOY
ROSA! Y lo sabes.
−Lo
único que sé es que nada tan malo debe pasar ahí afuera como para hacerte
regresar. Nada malo.
−¿Nada
malo? Esta vez es peor, mamá. Peor que la guerra de la que tanto te quejaste
haciendo intransitables mi infancia y mi juventud envueltas en tus miedos; peor
que los años del hambre de los que tanto te doliste; peor que cualquier cosa
que puedas imaginar.
−¿Peor
que todo aquello?
−Sí,
madre. Muchísimo peor.
−¿Y
eso por qué?
−Porque
antes eran unos contra otros. Ahora somos todos acorralados por algo invisible,
implacable, inaudito. Algo nunca visto ni imaginado, ni en las peores
pesadillas. Algo que ha detenido el tiempo en todos los relojes del mundo.
−¿Qué
estás diciéndome? ¿Que se
ha parado el tiempo en todos los relojes del mundo?
¡Qué gran cordura!
¡Por
fin!
Por
fin tendremos tiempo para volver a conocernos allí donde lo dejamos hace tanto
tiempo.
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