65/2020
(Croniquilla
del Viruso Coronado – 40)
−¿Pero tú has escuchado lo que acaba de escapársele al
vuecencia de la Guardia Civil? −dicen que dijo la Cordia, saltando de la silla
como si le hubiera picado un alacrán, y a ella le hubiera entrado el mal de San
Vito−. De hoy no pasa, Ulio, de hoy no pasa. Después de lo que acabo de
escuchar, voy a deshorarme antes de que sea tarde y me embarguen
hasta las horas.
Justamente en ese momento el Braulio
acababa de reclinarse en el sofá, arrebujarse en la mantita de estar por casa,
y había comenzado a hacer sonar por su cuenta una música de fondo con un solo instrumento
de viento instalado en sus pulmones.
−No me estás escuchando, Ulio.
−No del todo. Me había
traspuesto.
−Te decía que no sé si has caído
en la cuenta de que, además de encerrados, nos tienen manejados como a
titiritainas.
−¿Y de dónde sacas tú eso, mujer?
−¿Que de dónde lo saco? Pues de
lo que una escucha aunque no quiera escucharlo; y es que, ya sea por la radio,
ya sea por la televisión, ya sea desde las ventanas de los aplausos, o por
Internet, la gente ya no se recata en decirnos lo que tenemos que hacer y no
hacer; incluso se regodean en darnos explicaciones del porqué tenemos que hacer
esto y no hacer lo otro, y hacen listas que no tienen fin con sus
inconvenientes y sus ventajas, como si con esos manejos de chichiribailas se hubieran propuesto hacernos
un pijama de rayas, o un babi de clase de parvulitos para que, mientras nos
mantienen prisioneros, vayamos pensando todos bien uniformados y con lazadita
al cuello, y con la amenaza de ponernos de rodillas, con los brazos en cruz y
con orejas de burro delante de toda la clase si alguno se desmanda.
−Es que, Cordia, quien manda,
manda. ¿O te creías que todo lo que se dice por unos y otros es una ex cátedra?
Además −apacigua el tono− si no nos indican cómo, donde y de qué manera tenemos
que pensar para poder aguantar este encierro, ya me dirás, Cordia.
−Mejor me lo pones. Tengo para mí que las cosas están
cambiando tanto y tan deprisa que ya no queda otra que cambiarles de hábito a
las imágenes antes de que se les note que son de madera y les prendan fuego. Vamos, que ni a nosotros nos
valen las vestiduras de siempre. Que, si intentamos ponérnoslos como si nada,
nos van a estallar las costuras a unos, y hacernos hopos a otros, de tal manera
que, en lugar de ir aseadicos y bien vestidos, vamos a ser una irrisión; una
estampica del antiguo testamento en plan travesía del desierto, pero con
alambrada y concertinas.
−No lo dirás por lo que acaba de
escucharse…
−Lo digo porque parece que
quieren emparejarnos y medirnos a todos por igual rasero hasta dentro de
nuestras propias casas. Que si hay que levantarse a una hora fija, que si hay
que comer no sé qué, que si esto, que si lo otro… ¡Que a ver lo que dices! Y no
se dan cuenta de que ni todos somos iguales, ni el molde donde nos ha cocido la
vida es el mismo. Hazte cuenta de si será como te estoy diciendo que ni en los
dos momentos de mayor igualdad (y soledad) de las criaturas, el del nacimiento
y el de la muerte, se cuidan de ajustarnos los faldones o el ataúd a nuestras
hechuras personales y a nuestro propio tallaje.
−¿No será que quieren tenernos
entrenados para cuando nos den suelta y tengamos que empezar de nuevo?
−Mira: una vez puestos en
circulación, si es que llega, ya se encargará quien tenga que encargarse de apuntarnos
el horario para lo del trabajo, la holganza y la pitanza. Pero ¿ahora? Si no hay que ir a trabajar, si no
hay que saltar de la cama en cuanto suena el despertador como si fuéramos
granos de maíz dentro de la sartén de hacer palomitas, si no hay nadie que nos
espere en la esquina, ni va a llegar nadie a nuestra casa a mirar si tenemos la
cama hecha o los cacharros sin fregar en la pila, ¿me puede decir alguien para
qué “eso” tenemos que formar en pelotón y desfilar marcialmente cambiando el
paso según a qué hora marque la corneta?
−Como te escuchen los que saben
lo que hay que hacer, te vas a enterar, Cordia. Que las paredes tienen oídos, y
esto se está poniendo como cuando escuchábamos Radio Pirenaica con el aparato
de galenas.
−¡Qué me vas a decir! Como si lo
estuviera viendo. Es escucharme lo que digo y una legión de sabecosas y
churreteros salta al vacío, dispuesta a mandarme a la hoguera (y no
precisamente de las vanidades). Que si hay que establecer rutinas…, que si
debemos…, que si no debemos…, que si los bulos…, que si las multas… ¡Vaya, Ulio, un disloque! Como si
hubieran resucitado la censura como se resucitó a Lázaro cuando ya olía a lo que
olía.
−Muy nerviosa te veo yo, Cordia.
−¿Y cómo quieres que esté después
de lo que me ha pasado y he escuchado?
−¿Te ha pasado algo que yo no
sepa?
−Me ha pasado que, por hacerle
caso a los consejos de la radio, casi me mandan a los municipales a meterme en
vereda. Porque tengo que decirte que, por si estaba equivocada, marqué el
número de los consejos, y no veas…
−Cuéntame cómo fue la cosa.
Porque me tienes en un ay.
−Más o menos
fue así:
Después de
escuchar la retahíla de lo que debíamos hacer durante este encierro, marqué y
pregunté:
−¿Para qué
todo eso? −inquirí del primero que se puso al teléfono desde los servicios de
atención al cautivo viruseado.
−Para no deprimirnos −respondió
ufana y jactanciosa una vocecita de las de recitar de memoria la tabla del
siete.
−Verán usted… es que yo no me
deprimo.
−¿Es usted psicóloga? −indagó
entre la cautela de quien no sabe qué terreno pisa y el desafío de la falta de edad con la que
poder calibrar.
−¡Dios no lo quiera!
−Entonces, −se creció− ¿cómo va a
saber usted que no se deprime sin ser psicóloga?
−Pues verá usted: ¿será porque el
cuerpo me pide jarana?
−¿Ve usted? ¿Ve usted? Ése es el
primer síntoma del umbral de la depresión. Ya no aguanta el encierro sin bailar
tangos.
−¿Ah, sí?
−No lo dude.
“Lo dudo” −pensé, pero no lo dije.
¡Pobreticos, la lástima que me dan estos criaturos que han puesto ahí como papagayos
de latón parlante! ¿Y si van ellos y se me deprimen de ver que no les funciona
el cálculo y el método de distinción entre muertos y deprimidos (entre otras
cosas)?
−Es que… −me atreví a titubear por
ganar tiempo, mientras cavilaba en cómo librarme de la voz salvadora sin
hacerle un feo colgando por las buenas.
−¡Ni es-que, ni nada! −(¡Uf, qué carácter!)−.
Ya está usted haciendo una lista de cosas a hacer, estableciendo con rigor unos
horarios, prioridades y disciplinas diarias que no puede saltarse ni aunque se
acabe el mundo. Y mañana nos vuelve a llamar para hacerle un seguimiento en
condiciones y marcarle pautas.
−Lo que ustedes manden −he
respondido para que no se me desintegren las criaturas. Además, que no estoy yo
por llevarle la contraria a quienes, por no tener algo propio, no tienen ni discernimiento
contradictorio, y todo lo que usan viene con marca de fábrica.
*
* *
De referencias sé lo siguiente:
Cordia guarda silencio.
Braulio sigue mirándola.
Ella respira hondo.
Él está a punto de recordarle a la ministra facundiosa, pero
se contiene a tiempo.
Cordia deja sobre la mesa el
cuaderno que acaba de empezar a escribir, sobre cuya pasta ha escrito “DIARIO
DE UN VIRUSO CORONADO” sin pasar el “nihil obstat imprimátur”; mira cara
a cara a Braulio como si quisiera hipnotizarlo, y le suelta:
−Dime Ulio: ¿tú que hora crees
que es la mejor, un decir, para dormir, o para lo otro, o para comer?
−Mujer, pues depende.
−¿De qué depende? ¿De los demás?
Pues ten muy presente esto: como ahora nos han retirado de los demases
sin licencia, y tú y yo somos los únicos no sospechosos de ser extraños, voy hacer
caso de aquel cuentecillo que me contaste una vez, cuando yo me empeñaba en que
no era hora de jaranas, sin poder aclararme quién lo había escrito.
−¿A qué cuento te refieres?
−A aquel que decía que, cuando un rey, muy interesado él en
el tema de las conveniencias, le preguntó a los sabios de su reino cuál era la
mejor hora de comer, a los sabios oficiales les pasó como a los que ahora se
hacen los sabios en lo del encierro:
“Que vea, su majestad, que la
mejor hora del condumio es al clarear…; que no hagáis caso, majestad, de lo que
se os acaba de decir, porque la mejor hora es antes de echar la siesta…; que
qué barbaridad lo que hay que escuchar cuando todos sabemos que la mejor hora
de la manduca es cuando la tarde está dando las boqueadas…; Y así, hasta que
llegó su limpiabotas y le susurró al oído:
“¿Qué quiere saber su majestad? ¿Que cuál es la mejor hora
para comer? Pues no se deje embarullar por los sabihondos oficiales, porque eso,
como cualquier otra cosa en la vida, depende.
“¿Depende? ¿Y para soltar
semejante perogrullada me metes tu betún en el oído?”.
“De perogrullada, nada de nada. Lo que quiero decir es que la
mejor hora para comer es, para el rico, cuando tiene hambre; y para el pobre,
cuando ha de qué”.
-Así que, ya lo sabes, Ulio: de
hoy en adelante, pongo en practica lo de los DESHORAMIENTOS, y haré lo que haga
cuando haya de hacerlo suponiendo que lo quiera hacer.
−Como tú veas, Cordia. Pero, como
el limpiabotas del cuento, todo depende.
−Ay, Ulio: ¡Ya estás tú como los
del teléfono de ayuda al enclaustrado! Depende… depende… depende… Depende ¿de
qué?
-De que tengamos qué, Cordia, de que sigamos teniendo de qué…
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