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lunes, 13 de abril de 2020

LUNES DE AGUAS




59/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado – 34)
       De muchos será conocido lo del Lunes de Aguas, esa inquietante fiesta de Salamanca, a mitad de camino entre contrición de confesionario y disloque de fin de curso. Yo no la conocía hasta que un viejo y queridísimo amigo mío de juventud, antiguo estudiante de Salamanca, me fue poniendo al corriente de una costumbre que me pareció tan fascinante que acabé por reproducirla −a mi manera− en el capítulo VIII de mi novela <VIRGO POTENS>.
       La cosa arrancó así.
Allá por 1543, la Universidad de Salamanca era una de las más acreditadas del mundo, razón por la que el número de estudiantes superara el ochomil, (Madrid rondaba los 11.000 habitantes) los que unidos a sus criados y profesorado hicieron que la población de a pie y de paso fuera de lo más numerosa, al tiempo que variopinta y demandante de diversión.
       Por entonces, cuando solamente tenía 16 años, se presentó Felipe II un mes de noviembre en Salamanca, donde iba a casarse con una chiquilla de la misma edad, Maria Manuela de Portugal, hija de los reyes de aquel país, y primera de las cuatro esposas que tuvo el monarca triste.
       Parece ser que ya a esa edad era Felipe un muchacho austero, timorato, huraño y místico, a quien el jolgorio de la ciudad (tabernas, prostíbulos, vividores de todo tipo y fiestorros sin comedimiento) llegó a escandalizarlo de manera tal que poco después mandó publicar un edicto por el que se ordenaba que la abstinencia de carne -programada para tiempos de penitencia y redimible mediante el pago de la correspondiente bula- alcanzara a cualquier tipo de acceso carnal, ya fuera el de engullir un cabrito con cuchillo y tenedor (instrumento este último que creo que no existía a la sazón), ya fuere lo de tentarse las carnes corporales ni dentro ni fuera del tálamo nupcial.
       En cumplimiento de tal edicto real, se apretaron las clavijas ordenando que las prostitutas de Salamanca fueran retiradas de la ciudad desde que comenzaba la cuaresma hasta el fin de la Semana Santa, cuya labor de limpieza le fue encomendada por entonces a un sacerdote, de nombre Lucas, que fue comisionado para que llevara a aquellas perdidas −en opinión del rey monacal− a la orilla izquierda del río Tormes, con expresa prohibición de acercarse a menos de una legua de la población bajo amenaza de castigos poco apetecibles.
       Vaya, algo así como lo del confinamiento del Viruso Coronado, solo que en plan interdicción de lupanar.
       Tendría yo que ser hombre, y de aquellos tiempos, para poder entender cómo se le pondrían las apetencias al sur del ombligo a las criaturicas con semejante y tan larga continencia, aumentada con la impuesta por las propias legítimas, quienes tampoco tenían licencia para lo de alborotarse en tales días.
No es de extrañar, pues, que, llegado el Domingo de Resurrección, estuvieran los mancebos mirando el reloj −que tampoco lo había− con más ansias de las que yo tengo hoy mirando el mío, a ver si es verdad que los cancerberos de FACEBOOK me abren las compuertas, y puedo compartir con el personal estas croniquillas que ya van por la 34, y amenazan con reproducirse como hongos por larga temporada.
Según me contaba aquel buen amigo y contador de cosas salmantino, era el mismo Padre Lucas quien, escoltado por la estudiantería del lugar, atravesaba el Tormes, en barquichuelas adornadas de palmas y ramos, para ir en busca de las “perdidas” −en el más etimológico sentido del término “perdidas” durante tan largo tiempo−, para regresarlas al alborozo, al júbilo y a la follenda desquitadora y compensatoria de tan dilatada espera. Es de suponer que hicieran semejante navegación por el Tormes “a carallo campante”, que diría un gallego, y que yo intentaré aclarar de la manera menos indecorosa que pueda, refiriendo que “carallo” es eso de los señores que todos se imaginan; y campante, según el diccionario, viene a ser como una contentura muy grande y jubilosa, relamiéndose de gusto por el reencuentro.
Ya de vuelta en la ciudad, no esperaban ellos a llegar a sus casas o locales de farolillo rojo, sino que allí mismo, en las riberas del río, armaban la gran orgía carnal, y se resarcían retozones en mitad del prado de todo lo que se les negó durante tan larga cuarentena, hasta acabar todos en el río, en cuyas aguas apagaban los últimos los estertores de tan ansiado asalto.
Lunes de Aguas llamaron al lunes siguiente al Domingo de Resurrección por razones obvias; nombre que, junto con el de “Padre Putas”, que por similitud degenerativa con el de Padre Lucas le endilgaron al cura trasportador de alegrías p’a el cuerpo, creó en aquella hermosa ciudad del Tormes unas fiestas que yo recogí −como ya he dicho− en ese capítulo VIII de <VIRGO POTENS> que voy a reproducir hoy aquí.    


In illo tempore… In hoc tempore…

Con las claras del día de aquel Domingo de Gloria cambió de rumbo la actividad del personal en Jándula, sin que por eso se hiciera menos frenética. Los hombres se afanaban engalanando y emperifollando los carruajes en los que recogerían a las rameras; las mujeres llenaban cestas y talegas con fragantes hornazos recién cocidos, coronados por un huevo sujeto al panecillo por dos rollitos de masa atravesados en forma de cruz, “en memoria de nuestro Señor Crucificado” como decía Anita, la Panadera, mientras manoseaba las tirillas de masa. Los más pequeños, que por una vez al año habían retozado hasta altas horas de la madrugada sin que nadie les atosigara reniegos ni monsergas de lo preciso que era volver a casa, dormitaban como podían, perdidos en aquel jolgorio, sin acabar de reponerse de la falta de sueño y de los estragos de las gaseosas de bola y los cigarros de matalahúva de la noche anterior.
-Nosotras, Violante y yo, íbamos de acá para allá aprovechando una libertad de la que pocas veces podíamos disfrutar.
-Al menos yo–, murmura Ginesa, mientras el terapeuta toma algunas notas con una letra minúscula y apretada que ella no alcanza a descifrar, aunque se empeña en ello durante algunos segundos, para seguir inmediatamente la narración iniciada en esa sesión.
Luego, sobre las nueve o las diez de la mañana, empezó la Romería. Las carretas, delante, abrían la caravana arreadas por los hombres más dispuestos, camino del Molino Viejo, para rescatar a las desterradas. La chiquillería, inmediatamente detrás, iban acompañando los carros hasta el Prado de la Majada, donde las mujeres y los niños más pequeños esperaban el regreso de la expedición, mientras se hacía tiempo encendiendo las fogatas para aviar la merienda y se entablaban conversaciones intrascendentes.
Pero aquel año algo no iba como tenía que ir porque, desde bien temprano, mientras mi padre se mostraba como si le hubieran quitado años de encima, mi madre no levantaba cabeza si no era para confundirnos con sus desaires y sus desabrimientos que yo no lograba distraer ni con mis gestos más divertidos o con mi aspecto más compungido.
Mi padre, por primera vez desde que yo recordaba, fue de los que con más entusiasmo contribuyó al retorno de las “perdidas”, poniendo su calesa a disposición de lo que Don Felicio se empeñaba en llamar la “obra pía”, y que había sido pulida y abrillantada por los criados de la casa durante toda la semana. Los niquelados y fallebas brillaban perfectamente bruñidos, las ballestas habían sido engrasadas con sebo nuevo, y el cuero de los asientos chéster fue embetunado una y otra vez, hasta alcanzar el mismísimo reflejo de la puntera de sus botines. Y, siendo el nuestro el coche de mayor postín, era el que abría la caravana, conducido por mi padre que, desde el pescante del cochero, lo manejaba ufano como un mozuelo. A su lado se acomodaban Don Felicio, el “Padre Putas”, como él mismo había querido denominarse en aquel cometido, remedando al de Salamanca según supe después, y Doña Rita la Madama, a la que de alguna forma había que agradecerle que, con aquel albergue suyo que tanto le mermaba en el buen ver del pueblo, prestara un desahogo discreto y sanitariamente controlado a las indomables tentaciones de los hombres del lugar y de sus alrededores. Y más reconocimiento merecía, como había dicho Don Felicio, que no le pusiera reparos a la retirada de “sus niñas” en tan santas fechas a pesar de los dineros que perdía en aquella correría según ella se había cuidado muy bien de propalar.
En un momento determinado las carretas y los hombres tomaron en dirección al Molino Viejo, y las pocas mujeres que aún seguían rezagadas detrás del cortejo, y la chiquillería, torcimos por el Atajo de Las Buitreras, camino del Prado de la Majada. A eso del medio día empezaron a oírse las voces de los chiquillos:
-¡Que llegan las rameras; que ya llegan las rameras!
Ellos las mentaban así porque era lo que oían; y yo entonces pensaba que lo de “rameras” era por los ramos de romero con los que adornaban los carros y por los arcos que se hacían en la zona del Prado reservada para las putas. Vaya usted a saber si era o no por eso.
Mi amiga Violante y yo salimos corriendo hasta doblar la curva de la vereda que venía desde el Molino Viejo y, como siempre, nos entró una alegría desenfrenada oyendo aquellas risas, y ojeando los vistosos adornos de los carricoches, engalanados con sus ramos atados con tiras y lazos de papel pinocho de todos los colores, recortados como haciendo encajes y farolillos.
Desde los carros nos llegaban los sonidos de las guitarras y el quejido metálico de las cuerdas de las bandurrias incesantemente picadas por la púa de concha utilizada por los mozos que habían bajado a recoger a las muchachas. Se oían también, cantadas entre dientes, canciones picantes y provocativas, de aquellas que cantaban los aceituneros, los bacinadores y los segadores cada vez que se juntaban en la cocina de afuera, la de los caseros, cuando mi madre no estaba presente, o cuando no podía oírlos porque se volviera de espadas para cualquier menester. Eran coplas que a ella tantísimo la disgustaban como gustaban de canturrear los lugareños:
“La Maaaría-Juana,
la queee-cantaba,
 bebiiía-vino
y se-embooorrachabaaa…
y a su nene tetica le daaaba….
Como-eeera tuerta,
como-eeera tuerta,
como-eeera tuertaaa,
con el culo-atrancaba la puerta.
Que salga “usté”
 que lo quieeero ver
saltar y “blincar” y andar por los aires…
y haaacer las jerigonzas del fraiiile…;
dejarla sóla,
soliiita y sola, sola bailando…
que-esa niña se está enamorando…[i]
Por encima de aquellos canturriarles, nos llegaban las risas y el parloteo de dentro de las carretas, cuyo eco se hinchaba e iba llenando el Prado de un ambiente de fiesta inminente.
Cuando estuvieron a nuestra altura, Violante y yo dejamos pasar la caravana y luego, junto con el resto de la chiquillería, corrimos detrás del séquito, gritando y saltando, mientras nos arremolinábamos para recoger del suelo los caramelos de azúcar tostada y el paloduz que nos lanzaban desde el interior de los carros.
En cuanto llegamos al Prado de la Majada, las dos, Violante y yo, nos abrimos paso a codazos entre el bullicio, sobrepasamos la fila de carretas, nos arrimamos a la calesa y nos quedamos mirando, embobadas, cómo mi padre echaba pie a tierra, rodeaba la caballería y, ceremoniosamente, se quitaba el guante de badana que llevaba puesto a pesar de la calorina que se anunciaba, y le ofrecía su mano desnuda a aquella mujer fascinante que había venido al otro lado del pescante junto a él, junto a Doña Rita y junto al Cura, los cuatro apretujados de forma más que sugerente.
Nada más verla descender de la calesa de mi padre, miré la cara de Violante y supe que estaba pensando lo mismo que yo: que nunca habíamos visto una mujer tan alta, tan primorosa y, al mismo tiempo, tan quebradiza y tan delicada de hechuras y de andares; y que queríamos ser como ella.
Cuando, finalmente, pasó junto a nosotras, dirigiéndose hacia el centro de la acampada, desafiando la usanza tácitamente impuesta para las putas de no mezclarse entre las personas decentes, nos dio un vuelco el corazón; algo así como una flojera de alegría, porque, antes de que nos diéramos cuenta, estábamos venteándole aquel perfume que nunca se había olisqueado en la Misa Mayor de Jándula, donde tantos olores y efluvios se juntaban en cada ceremonial, contribuyendo a más de uno y a más de dos desmayos domingueros.
Era un perfume intenso pero dulce que iba y venía como si estuviera de paso; que envolvía nuestro estupor y despertaba nuestra devoción.
También mi padre la miraba con fervor y hablaba de una manera distinta a la de siempre cuando le dirigía la palabra.
Ella señaló en nuestra dirección con un leve gesto sonriente, sin duda regocijada por nuestro aspecto lamentable y bobalicón de niñas con la boca abierta, y mi padre, volviéndose hacia nosotras, como si le hubiera entrado un nervio, nos palmeó la cara y, echando mano a su bolsillo, sacó de su cartera dos billetes de una peseta cada uno, nuevos y crujientes, y nos los dio a Violante y a mí con una sonrisa absolutamente nueva en él que le estiraba hacia atrás todo el gesto.  Violante y yo nos miramos un poco confundidas por aquella inesperada generosidad y volvimos a observar a la extraña como si nos hubiera dado un aire mientras oíamos a mi padre:
-Ea, nenas, ¿no vais a saludar a Roberta?
¡Roberta! Se llamaba Roberta, y era el ser más maravilloso de cuantos mi amiga y yo que habíamos conocido.
Roberta se inclinó un poco hacia nosotras, a mí me llamó por mi nombre, dejándome absolutamente embelesada y recrecida ante mi amiga; nos dio a cada una un hermoso caramelo de colores envuelto en papel de celofán azul, y nos rozó el pelo con su mano fragante antes de empezar a alejarse.
Aquella fue la primera vez que su perfume llegó hasta mí de forma rotunda e inolvidable. Más tarde supe que se llamaba “Flor de Blasón”; fue la colonia que yo usé hasta que dejaron de fabricarla, causándome un dolor insoportable, una sensación de pérdida que me duró largos años, hasta que pude encontrar el que ahora uso: Opium, casi análogo a aquél otro que fue la marca de Roberta, que tanto sufrimiento me produce todavía.
-¿Roberta?
-No, doctor. El hecho de que dejaran de fabricar el perfume en el que me yo podía reconocerme. Para poder identificarme, yo siempre he necesitado hacerlo a través de las cosas que me rodean; por eso, que algo se me pierda o que me quiten algo, aunque sea una nadería, es como perder una parte de mí misma; quedarme sin norte hasta que consigo reponerme y reponer lo perdido.
Lo de la colonia fue uno de esos golpes de los que nunca acabé de rehacerme. El día que en la droguería me dijeron que no les quedaba “Flor de Blasón”, pero que lo mandarían traer con el pedido del mes, tuve la sensación de que alguien me estaba borrando allí mismo, delante del mostrador, dejándome sin perfiles y desnuda delante del droguero. Volví dos o tres veces más a la droguería, medio avergonzada sin saber muy bien por qué, en busca de mi perfume, hasta que, finalmente, me dijeron que ya no se fabricaba. Fue como un mazazo; fue como si yo misma estuviera en fase de fabricación y alguien hubiera decidido desecharme del lote por falta de calidad; como si estuvieran haciéndome desaparecer como verdadero ser real, y convirtiéndome en invisible… Es como si cada cosa que me ha sido arrebatada fuera parte de mi yo, y yo la que dejaba de ser.
-Entiendo.
-No sé si realmente me entiende, doctor; no sé si entiende que yo no he sido nunca otra cosa que aquello que para mí era inalcanzable, y tenía que buscarlo en ritos, vestigios y cuños capaces de transmutarme en lo que quería y no podía ser. Con el tiempo, aquel perfume de que le hablo se convirtió para mí en una obsesión; la marca de Roberta, y yo, a través de su perfume, pude ser, sin serlo, Roberta: la mujer a la que sin duda amó mi padre por encima de todas las personas y todas las cosas. ¿Entiende ahora…? Mi padre me amaba, no porque yo fuera su hija; no porque yo fuera yo, sino porque yo, con un solo movimiento, podía ser y oler como olía Roberta.
-Pero déjeme que le siga hablando de aquel día.
Sí. Aquel día se trastocaron todas las costumbres de la Romería.
Doña Rita la Madama, como otros años, se retiró con sus pupilas hacia el fondo del Prado y, mientras las muchachas alborotaban y reían, varios mozos, de los solteros del pueblo y de los alrededores, les ayudaban a encender la lumbre, les arrimaban las trébedes, les sujetaban la paila de los andrajos[ii] y el azafate de la pipirrana, y se refocilaban, bullangueros ellos, a la vista de todos, al menos por un día, cantando desaforadamente con sus carrillos hinchados por el vino y por las desazones que les causaban las revoleras de las mozas delante de sus avideces:
Madre que me vuelvo burro.
Hijo ¿por qué lo conoces?
Tengo pelos en las patas,
me revuelco y tiro coces[iii].
Roberta, sin embargo, desde el primer momento se había separado del escandaloso grupo que formaban sus colegas, y empezó a recorrer los distintos corrillos donde cada familia cocinaba  sus viandas al aire libre, aunque sin acabar de acercarse a ninguno de ellos, como si estuviera espiando los quehaceres de las mujeres del pueblo o provocando sutilmente a los hombres que se la comían con los ojos.
Violante y yo le íbamos a la zaga sin terminar de comprender por qué se hacía el silencio en cada corro al que llegaba y, luego, cuando pasábamos, se ponían a cuchichear medio tapándose la boca, señalando con gestos desabridos a aquella mujer, cuya mano izquierda reposaba mansamente en su vientre dejando ver en su dedo anular tres alianzas juntas que a mí me desconcertaban, pensando que pudiera ser que aquella distinguida puta, a pesar de ser tan joven, pudiera ser ya viuda por dos veces, sin querer olvidar a ninguno puesto que había juntado su alianza con la de los dos supuestos muertos.
En verdad que nosotras, en cada detalle de los que reparábamos, veíamos en ella una mujer única y perfecta como una diosa.
-Esa, de seguro que es de las de “Doña Rita la Madama”, -decía en ese momento la del Sochantre a la del Sacristán, con la que se juntaba todos los años en la Romería, aunque, durante el año, no se dirigieran la palabra por los celos que se tenían entre ellas por querer ser la voz solista del coro en las misas mayores y en las novenas.
-¡Pues claro, hija, de dónde va a ser! ¿Es que no la has visto llegar con la caravana? ¡Y bien acomodada que la traían a la muy pendona!
-Se necesita tener frescura y pachorra para andar paseándose entre las personas decentes ‑contestaba “la Sacristana”, meneando aquella barbilla llena de vello que tanto nos chocaba a mi amiga y a mí.
-¡Y cómo venía, la muy guarra!, repantigada y apretujada contra el padre cura, encima del coche de Don Cristóbolo, como si fuera una señora.
-¡Si es que ya no hay vergüenza!, ‑terciaba la estanquera desde el cercano corrillo de comadres, embutida en su sayón negro, que no se había quitado desde que se quedara viuda veinte años atrás ni para lavarlo, y que, a poco que se moviera, despedía una peste dulzona, como a cominos echados en vinagre.
-¡Y el Cura que lo consiente…! -Porfiaba Ramona, la del peón caminero, con su voz estropajosa, mientras iba recorriendo corrillos y echándose al garete de convite un vasito de vino aquí, uno de anís allá, soltando un sonoro eructo cada vez que apuraba un vaso.
Cuando pasamos junto a la lumbre de la familia de mi amiga Violante, su madre la agarró de un brazo, tiró de ella y la apartó de mí con un gesto seco que no pudo disimular su enojo. Pero, al poco tiempo, oí los pasos de Violante corriendo a mis espaldas hasta alcanzarme, mientras me chistaba y chasqueaba la lengua para llamar mi atención.
-Le ha dicho mi madre a mi padre que  ésa que ha traído tu padre en el carricoche es una puta, y que es la querida de tu Padre; la que tenía en la capital para cuando va a defender pleitos, y que se la ha traído a vivir al pueblo para tenerla más a mano y no tener que esperar a que le encargaran un pleito para poder irse de putas, ‑me dijo Violante entre dientes, con aquella forma suya de hablar sin mover los labios que había aprendido tan astutamente para que mi madre no pudiera leérselos cuando ella no quería que se enterara de lo que me decía, consciente como era de lo poco que le agradaba a mi madre que me juntara con alguien que vivía por la parte alta del pueblo, de donde a ella la había rescatado mi padre gracias a lo guapísima que decían que era cuando ellos dos se casaron en contra de lo que mi abuela tenía pensado para mi padre.
Yo miré a mi madre que, inclinada sobre las trébedes, removía con las tenazas las ascuas de debajo avivando el fuego, sin ponerle cuidado a que las llamas no fueran a alcanzarle un mechón deslucido y greñudo que le caía desde las sienes. A continuación, busqué a mi padre con un barrido de la mirada, y lo vi entre la gente, parloteando alegremente con un grupo de hombres. Todos elevaban la voz innecesariamente como si lo que buscaran en realidad fuera que la recién llegada reparara en ellos, mientras ellos la miraban de soslayo, aunque con insistencia.
Lo saludé con la mano, sorprendida de que al verme mirarle él reparara en mí en lugar de seguir a lo suyo y, para acabar de asombrarme, él vino hacia nosotras festivo, creo yo que para aprovechar nuestra cercanía a Roberta que, en ese momento, venía también hacia nosotras.
-¿Te lo estás pasando bien en la fiesta?, -le preguntó mi padre con voz extrañamente suave.
-Bien sabes, Cristo, que por mi gusto no estaría aquí si no fuera…
Mientras hablaba, Roberta bajó la mirada hasta donde su mano izquierda se movía imperceptiblemente por debajo de su estómago, sobre un vientre tan plano como una pared trazada a plomada.
 Mi padre levantó un poco la mano, como si quisiera borrar en el aire aquella inoportuna conversación en nuestra presencia.
-Ya hablaremos más tarde, Roberta-. Y, después de hacerle un gesto de inteligencia que a mí me provocó un ataque de aprensión, se volvió resuelto y satisfecho hacia el grupo de hombres que parloteaban a nuestra espalda, y que lo recibieron con muestras de auténtico regocijo.
Nosotras seguimos a Roberta en su errático recorrido sin dirección fija hasta que, en un momento determinado, ella se detuvo de repente y pareció vacilar sobre sí misma como si fuera a desmayarse.
-¡Mira! Me dijo Violante señalando en dirección al grupo en que estaba la familia de Don Baldomero el juez.
Desde donde Violante y yo estábamos, pudimos ver con toda precisión la mirada que Don Baldomero clavaba en Roberta; una mirada que a mí me heló la sangre; estuvo con sus ojos clavados en ella de semejante manera durante apenas unos segundos que me parecieron siglos, y después, con un gesto que se parecía más a una escalofriante amenaza que a un saludo, levantó ligeramente su sombrero hacia donde Roberta se había quedado petrificada, esta vez con las dos manos apretándose el estómago como si fuera a vomitar allí mismo. Luego el Juez, con una cara que a mí me pareció un ostentoso desprecio, le dio la espalda a Roberta y siguió hablando con su grupo.
Roberta no acababa de reaccionar cuando mi padre llegó hasta donde ella estaba y le rozó ligeramente el brazo desnudo sin acabar de apercibirse, según yo pensé erradamente entonces, de que allí acababa de suceder algo atroz que Violante y yo fuimos capaces de presentir, a pesar de ser unas chiquillas de pueblo sin más malicia que la que a esa edad se puede tener.
Inmediatamente, Roberta recompuso el gesto, intentó sonreír y se abanicó con la mano pretextando un repentino golpe de calor para poder apartarse de mi padre y huir hacia el fondo de la campa, donde las muchachas de La Casa Grande seguían su juerga, ajenas también a nada que no fueran sus risas exageradas.
No había acabado de desaparecer aún de nuestra vista Roberta cuando ya estábamos Violante y yo imaginando el camino para poder ser lo que nunca fuimos, y estaban ya creciendo las raíces de lo que iba a ser otra amistad infantil que ha permanecido siempre al acecho sin que yo haya podido corresponderle nunca. Ya le hablaré de eso luego, pero déjeme decirle ahora que aquel día no volvimos a ver a Roberta, que a mi padre se le ensombreció el humor, y que mi madre, después de dirigirse a él jocosamente remedando a Roberta con un “Cristo, amor mío, ven y siéntate a comer con tu familia” que a mí me pareció un bofetón, decidió mantener los ojos obstinadamente fijos en el suelo durante el resto de la jornada para no tener que enterarse si nosotros queríamos decirle cualquier cosa que ella se negaba a oír.
Esa fue siempre su manera de castigarnos y de condenarnos al silencio: bajar los ojos y dejar de mirarnos –acaba Ginesa apenas con un hilo de voz a punto de quebrársele.
*
-¿Quiere que lo dejemos aquí?, -sugiere el psicólogo ante el repentino y doloroso silencio de Ginesa.
-No, doctor. Es que acabo de recordar la sacudida interior que sentí cuando Roberta nombró así a mi padre, y cómo me conmoví cuando mi madre percudió aquel nombre recién nacido con su ofensiva forma de pronunciarlo con aquella voz hiriente y nasal de sorda que ya no puede oír, pero puede hablar todavía sin tener obligación de escuchar.
*
¡Cristo! Nunca hubiera imaginado que el sonoro nombre de mi Padre pudiera convertirse en algo tan íntimo: ¡Cristo! Un hombre que ya había sobrepasado los cuarenta años, casi un viejo a mi modo de ver las cosas entonces, no podía llamarse ¡Cristo!
Además, -pensé nada más escucharlo de labios de Roberta- aquello era casi una herejía… Y lo peor es que Violante lo había oído igual que yo y seguro que tendría algo que sentenciar –pensé avergonzada.
Con todo, no dijo lo que yo me había hecho ya la idea de tener que oír:
-¡Qué guapa es esta puta! –le oí decir a Violante con voz extrañamente conciliadora y tan embobada como yo, cuando Roberta se alejaba de nosotros con aquella forma de andar que parecía no tener pies; era como si se desplazara sobre la hierba.
-Sí. ¡Qué guapa es! Es como las otras putas, pero en más mejor; en más señora. –Era nuestra forma de hablar, doctor, cuando algo nos sobrepasaba…
-¿No te gustaría ser como ella?
-¿Quieres que seamos putas?, -le pregunté a Violante de repente, tomando la iniciativa como poquísimas veces hacía estando Violante delante.
A nuestros ojos de chiquillas, quizá fuera la putez una especie de conjuro; una varita mágica capaz de concederle la belleza a quien la poseyera.
-No me va a dejar mi madre, -me respondió Violante cabizbaja. Ella me deja hacer todo lo que quiero, pero ser puta… me pienso yo que no, porque tendría que irme a vivir a casa de Doña Rita La Madama y ella se quedaría sin nadie con quien pelearse.
-Cuando seamos grandes, ¡so tonta!
-Bueno. Entonces sí. A lo mejor para entonces las ovejas de mi padre se echan a parir con más ganas, mi padre puede vender más borreguillos, y le va quedando un remanente de dineros para que mi madre pueda dejar de renegarle por la falta de dineros sin que él se digne darle respuesta. En cuantico ellos puedan hablarse, y mí mi madre no me necesite a para desahogarse, a lo mejor me junto contigo y nos hacemos putas.
-A lo mejor… -dejé caer distraídamente, mientras me comía la sombra de Roberta con los ojos.
-Pero me tienes que prometer –me zarandeó Violante tomando otra vez el control del asunto- que si yo me hago puta tú también te haces puta, porque yo no voy a consentir que tú seas la madama y yo tu criada, por muy señoritinga que seas tú y por muy abogado que sea tu padre. Que criar borregos y cazar lobos como hace mi padre tampoco es una afrenta, y a lo mejor está mejor visto que tener querida.
-¡Eso está hecho! Y si quieres, lo juramos con raya y cruz para que no haya traición entre nosotras–, le dije levantando la palma de mi mano derecha hacia el cielo.
-Pero, ¿quién nos va a enseñar a ser putas?, -se resistió todavía con un aire inseguro impropio de ella- Porque, para eso, digo yo que se necesitará algo de escuela…
-Pues, como no seas tú que lo sabes todo y en todo te gusta ser la  maestra…
-Todo sí, mira. Pero lo de ser puta, no, que a mí me tienen enseñada para ser honrada, -dijo momentáneamente dolida para cambiar de inmediato el talante-. Pero no te irrites conmigo porque bien debieras de saber que yo, si pongo empeño, siempre tengo soluciones –dijo ahora con alegre desparpajo-. Nos iremos a vivir a La Casa Grande y le diremos a “Doña Rita la Madama” que queremos enseñarnos  y que ella nos instruya en el oficio.
-¿Y si no quiere enseñarnos?
-Eso no va a pasar, mujer; porque, si caes en la cuenta, cada año llegan putas nuevas a la romería. Lo que quiere decir que será que Doña Rita precisa de renovar las que se le van quedando viejas. Y alguien tiene que enseñarlas, que nadie nace aprendido…
-¿Y si no valemos para putas?
-¡Ay, hija, ya estás con tu cortedad y con tus inconveniencias!, –me respondió Violante verdaderamente enfadada esta vez-. Puedes decir conmigo que, por lo que se oye por ahí, Doña Rita debe ser una maestra buenísima capaz de convertir en puta hasta a una como tú. Que hasta me pienso yo que es ella, que sabe tanto,  la que se encarga de dar las mejores lecciones a sus muchachas y luego buscarles queridos.
-Si tú lo dices…-contesté dándole la espalda pero sin moverme del sitio.
-Entonces, ¿qué dices tú si es que tienes algo que decir además de enfurruñarte por cualquier cosa? ¿Nos hacemos putas o no nos hacemos putas?
-¡Por mí…! Pero, prométeme que la primera que encuentre un querido se lo empresta a la otra, ¿vale?
-¡Te lo juro por mis muertos con agua bendita!
Y, a falta de agua bendita, corrimos hacia el Pilar de los Siete Caños para juramentarnos solemnemente que, en cuanto fuéramos grandes, nos iríamos a vivir a La Casa Grande si “Doña Rita la Madama” nos admitía, y aprenderíamos el oficio de putas que por entonces nos parecía el trabajo más divertido y más íntegro del mundo, aunque las comadres del pueblo le tiraran a matar con su malas lenguas, sólo porque ellas no tenían ni hechuras ni buena disposición para poder profesar en el oficio.
Como no sabíamos muy bien qué debíamos hacer para tomarnos juramente eterno, nos inventamos sobre la marcha un ceremonial propio, haciéndonos una cruz sobre los labios con los dedos mojados en la Fuente en señal de nuestro voto, escupimos tres veces sobre el suelo cada una, y trazamos una raya sobre los escupitajos con la punta de nuestras sandalias, sobre las que las dos saltamos y giramos cogidas por la cintura. Cuando estábamos en pleno rito, en una de las revueltas vimos a Salomoncica, la lavandera de Doña Rita, sentada al otro lado del pilarejo, con los pies colgando, calzados con unas sandalias de goma que a mí me parecieron bellísimas porque no eran como las nuestras, cerradas sobre nuestros pies, en los que el sol dejaba unas marcas oscuras a fuerza de broncearnos la piel que quedaba al descubierto a través de los orificios que tenían en la parte de arriba. Las sandalias de Salomoncica, también de goma, eran escotadas, livianas, con una especie de pequeña cuña a la altura de los talones que le daban un aire de mocita ya crecida, y con un botón lateral en el que se podían ensartar pequeños círculos de caucho más flexible, y de distintos tamaños, formas y colores, con los que poder hacer conjuntillos florales que levantaron nuestra envidia.
Violante y yo nos miramos, pensando sin duda en lo mismo: si nos hacíamos amigas de Salomoncica, tendríamos medio camino andado en nuestra carrera de putas y, aunque ella fuera una criada, como iba mejor vestida que cualquier niña de nuestra edad, porque Doña Rita no consentía que nadie en su casa saliera a la calle como una pelandusca cualquiera, podríamos hacernos patrones sacados de sus mandilones y prestarnos y cambiarnos las sandalias.
Salomoncica nos miraba de reojo desde el otro lado del pilar sin duda sabiéndose observada por nosotras, mientras que, para mantener nuestra atención fija en ella, seguía agitando sus piernas al ritmo de aquella cancioncilla que tanto nos gustaba a todas las niñas de la escuela:
Yo soy la viudita
del conde Laurel
que quiero casarme
y no tengo con quién.
Ahora pienso que Violante estaba hecha para ser lo que luego fue; Escritora. Porque sólo a una escritora se le pueden ocurrir esas cosas que se le ocurrían a ella y con semejante premura. Ella repentizaba con tanto tino que parecía una vieja con cuerpo y con cara de chiquilla; una revieja, como decía mi madre cuando se refería a ella como “esa mocosa pegadiza de la Carregüela”.  Eso fue lo que pasó una vez más; que Violante me tomó de la mano, tiró de mí hacia donde se encontraba Salomoncica y, haciendo delante de ella un gesto exageradamente amistoso y estrambótico que la convirtió en una especie de mamarracho, respondió a la canción que aquélla cantaba:
Si quiere casarse
y no tiene con quién,
elija a su gusto
que aquí tiene quién.
Por un momento Salomoncica enmudeció. Nos miró desde la posición privilegiada que le daba estar sentada en el brocal, ladeó la cabeza hacia su hombro izquierdo, e inesperadamente, empezó a hacer gestos divertidos con los ojos, con la boca, con toda la cara bruñida por el sol y por el aire libre y, de un salto, bajó de su pedestal y se enfrentó a nosotras levantando la cabeza como una cacatúa. Cuando menos lo esperábamos, se tomó con la mano izquierda el borde de la falda retirándolo hacia atrás con gracia, llevó el brazo derecho por delante y por debajo de su cintura, e inclinándose ante mí con una reverencia socarrona que yo tomé como un escarnio, acabó la canción mientras me tomaba de la mano y me atraía hacia ella:
Elijo a Lupita
por ser la más bella,
la blanca azucena
que adorna el jardín.
-No soy Lupita, ea– dije profundamente enfurruñada, haciendo gala de este afán mío de sospechar de cualquier cosa que se me diga en broma, fruto de esa eterna susceptibilidad que me ha acompañado toda la vida.
-Ya lo sé, so tonta –contestó graciosamente Salomoncica-. Eres LaGinesa, la de DonCristóbolo. Pero, ¿a que es bonico ese nombre que te he puesto? Ya te gustaría a ti ser una Lupita, ya…, en lugar de una Ginesa melindrosa y tontorrona.
-No le tengas en cuenta lo arisca que es. A nosotras lo que nos gustaría es ser putas –terció Violante circunspecta y falsamente conciliadora-. Si tú que vives en la Casa Grande nos cuentas lo que allí hacen las putas y nos das lecciones, nosotras te llevamos de amiga cuando seamos mujeres y tengamos nuestra propia casa.
-¡Mira la fachendosa esta! Para tener una CasaGrande es preciso tener tanto talento como tiene MiSeñora, y a vosotras no os veo yo maneras. Si no sabéis ni andar…
Cuando Salomoncica hablaba lo hacía de la misma manera en que escribe: juntaba las palabras de tal forma que, aún siendo varias, parecían una sola. Fue Doña Rita quien le puso el mote de Salomoncica, por lo sentenciosa que era ya cuando llegó a su casa sin apenas levantar un palmo del suelo, pero con la lengua más redicha que pueda pensarse en una criatura de su edad. Y verdaderamente que tuvo el nombre bien puesto, porque fue su sabiduría natural la que la llevó a alcanzar lo que alcanzó en la vida y en nuestra vida. Claro que nadie hubiera dicho aquel día de romería que cada una de nosotras sería lo que fuimos con el tiempo.
Pero lo que verdaderamente nos interesaba ese día a Violante y a mí era amistarnos con quien pensábamos nosotras que podría enseñarnos el oficio tan imperativamente elegido por nosotras, por ser quien estaba más cerca que ninguna de aquellas maestras de la risa que alborotaban el prado con su alegría desbordante y jaranera.
Por entonces, y a pesar de este eterno retraimiento mío que todos toman por insolencia, yo tenía tan poca paciencia como se suele tener en la niñez; por eso apremié sin demasiado miramiento a Salomoncica:
-Tienes razón. No tenemos maneras y tenemos precisión de aprenderlas. Por eso, desde hoy, te nombramos nuestra maestra y te pagaremos tres perrillas por cada lección que nos des. Y, si te portas bien, hasta te nombraremos nuestra amiga preferida aunque seas una criada.
-¡Ohhhhhhhhhh! ¡Cuánto honor me hacéis, bella princesaaa! –respondió Salomoncica haciendo una jocosa reverencia delante de mí que arrancó las carcajadas de las tres mientras nos fundíamos en un abrazo juguetón y entrañable, de esos a los que sólo la niñez sabe entregarse entre desiguales, y que selló en un segundo lo que ha perdurado hasta ahora. Luego, volviéndose hacia el extremo de la campa en que parrandeaban las pupilas de Doña Rita, Salomoncica nos inquirió:
-¿A cuál de ellas escogéis para pareceros?
Violante y yo miramos en la dirección que nos señalaba sin acabar de localizar a nuestra diosa, que hacía un rato que había desaparecido de entre los corrillos de romeros, por los que había estado merodeando sin acabar de detenerse en ninguno.
Fue otra vez Salomoncica la que tradujo nuestros deseos a palabras ante el desconcierto que debía dibujarse en nuestras caras.
-Si a la que buscáis es a Roberta, ya podéis conformaros con no verla, porque parece que le ha entrado un torozón y está acostada en la carreta de la Casa; pero si queréis ser como ella, tendremos que hacer doble trabajo, porque a ella le viene de casta ser como es –dijo bajando la voz hasta convertirla en una especie de acertijo, para seguir inmediatamente con tono desenfadado-, así que me tendréis que pagar doble; para empezar a hacer méritos, hay que ponerse a la tarea  de enseñarse desde ahora mismo.
Salomoncica metió una mano en el bolsillo de su falda, rebuscó unos segundos y sacó una barra de labios algo derretida que sabía a rancio, con la que empezó a pintarrajearnos. La boca de Violante se convirtió en un redondel fogosamente rojo y más grande de lo que a mí me parecía que era sin pintar. Dejé que hiciera lo mismo conmigo sintiéndome crecer y hacerme grande con cada toque de la barra. Mientras me pintarrajeaba, pasé la lengua por aquella pintura que, junto con el humillo a rancio, sabía a azúcar o a miel, igual que el jugo de las florecillas de salvia cuando le mordisqueaba el nectario; inmediatamente, mi maestra de maquillaje me dio en mitad de la cara un cachetazo sin compasión que hizo que se me saltaran las lágrimas. Para que nadie me viera aquel lloro importuno, más propio de una nena chica que de una mocita con los labios pintados, bajé los ojos al suelo, momento en el que, al contraluz, vi la terrible cicatriz que hendía la pierna de Salomoncica desde debajo de la rodilla hasta el muslo, y no pude por menos que sentirme asaltada por el recuerdo de algo que había oído a mi madre una noche en una de sus eternas peleas con mi padre:
“Acabarás trayéndonos a la casa cualquiera de esas enfermedades de las putas que le pudren las carnes y los sesos a las personas inocentes; si: tú acabarás pudriéndonos a tu hija y a mí”
¿Sería aquella –pensé- la señal de alguna de las terribles “enfermedades de las putas” de las que hablaba mi madre? A lo mejor, ser puta no era tan bueno como nosotras nos pensábamos. Claro que ya habíamos empezado la faena, y contradecir a Violante…
Yo estaba perdida otra vez en una de mis eternas cavilaciones, y Salomoncica seguía a lo suyo: nos hizo remangarnos las faldas por encima de las rodillas, nos bajó las bragas hasta mitad de los muslos -para impedirnos dar zancadas, dijo-, y nos enseñó dos o tres pasos que ella decía que era la manera de andar de LaCasaGrande, porque, según nos aclaró inmediatamente, ella le había “sentido” a su señora enseñarle andares  a las mozas de la Casa.
Le recalco lo de “sentido” porque siempre me resultó curioso y me lo sigue pareciendo ahora, pensar en ello con tanta precisión, –dice Ginesa cambiando el hilo de la narración-. ¿Sabe usted? Salomoncica tiene varias formas de llamar a una misma cosa; es un lenguaje que sólo quienes la conocemos sabemos descifrar en todo su alcance. Por ejemplo, si ella decía que había “oído” algo, se refería a las habladurías y chismorreos del pueblo a los que hacía el mismo caso que a una tormenta vista desde detrás de los cristales y al lado de una buena lumbre; si lo que decía era que había “escuchado”, Violante y yo sabíamos que estaba hablándonos del puñado de personas por las que ella sentía respeto o un cierto cariño. Pero si decía “he sentido”, sólo puede referirse a dos personas: a Roberta y a Doña Rita la Madama: MiSeñora, como ella la llamaba...Es una forma de distinguir que yo he adoptado en los juicios y que, aunque usted no lo crea, me sirve de consuelo, aunque pocas veces tenga razones para utilizar lo de “sentir…”. Pero vayamos a lo que estábamos.
En cuanto estuvimos preparadas para la primera lección, las tres nos pusimos a seguir un imaginario rastro de Roberta, haciendo cucamonas detrás de cualquier mujer de las del pueblo a la que pudiéramos alcanzar sin que ella se diera cuenta, e imitando grotescamente el liviano y delicado contoneo que le habíamos visto a la puta nueva, que, sin duda, en nosotras se convirtió en una jocosa parodia, a tenor de las risotadas que se fueron levantando en el prado, y de los insultos con que nos espantaban las que habían sido objeto de nuestro particular acoso.
Salomoncica, por delante de nosotras, con los labios corridos, el pelo revuelto y los vuelos de la falda remangados dejando ver una combinación de chillón color rosa, iba gritando sin pudor alguno: ¿A que soy la puta más donairosa de todas las que se han visto?
Nosotras, detrás, metidas ya en pleno juego, sin recordar que nuestras madres pudieran aparecer y cruzarnos la cara, la seguíamos parodiando sus andares, sujetándonos con una mano las bragas para que no se nos cayeran al suelo, y saludando con la otra al público que imaginábamos aplaudiéndonos desde unas inexistentes gradas.
-Putas, lo que se dice putas, no creo yo que alcancen a ser; pero apuntan maneras –gritó la sacristana levantando la espumadera y señalándonos con ella a carcajada limpia.
-Calla esa boca de bicha venenosa, Ceferina, que no son más que unas chiquillas todavía -gritó otra de las romeras puesta en jarras y despatarrada en mitad de nuestro camino con ánimo de cortarnos el paso.
-¡Las jodidas putas! Esas sí que saben vivir de lo que es nuestro; si es que en este pueblo o una se mete a pilingui, o se queda para el desecho, -terciaba la mala pécora de Casimira, la mocica vieja, que es como en Jándula se les decía a las que se les iba pasando la edad de encontrar un apaño de hombre que quisiera apechar con ellas de por vida, y mantenerlas a cambio de comida caliente y ropa limpia para la muda de la semana.
Todos en el prado reían de buena gana. Hasta Roberta, a la que pudimos vislumbrar asomada detrás de las cortinajes del carretón de la Casa Grande, dibujaba una sonrisa que no por lo tristísima que pareciera era menos hermosa, y que nos paralizaba la sangre a Violante y a mí, como nos la había paralizado antes de que sucediera lo del pavoroso e incomprensible encuentro entre los ojos de Roberta y los de Don Baldomero, y a ella, y a nosotras por imitación, se nos quedara la sonrisa congelada sin saber de qué teníamos que asustarnos de aquella manera, o por qué ella aceleraba el paso cuando se recuperó de la parálisis que la acometió al ver al juez.
Yo pienso que, a veces, suceden cosas y se perciben presencias que no pueden ser de este mundo; porque algo así, algo más que un murmullo, fue lo que se expandió en ese momento por entre las carretas de la romería, antes de que mi madre corriera hacia nosotras enfurecida y me arrastrara hasta nuestro carro a empellones. Sin duda, desde su sordera, ella pudo oír lo que los demás no podíamos oír, o lo que allí se decía sin acabar de decirse; sí, algo debió alertarla, o ya estaba alertada por algo que a mí no se me alcanzaba, porque su forma de arrastrarme de mala manera así lo indicaba. Era su manera de siempre.
La madre de Violante le hizo un gesto que ella debió interpretar como una de las pocas órdenes que le daba, y se alejó hacia el lugar en el que estaba acampada su familia, bien es cierto que haciendo sus jerigonzas habituales que esa vez no consiguieron despejar la terrible sensación de humillación que recuerdo que sentía pensando que Roberta, nuestra Roberta, estaría viendo desde la carreta mi absoluta inutilidad frente a la impiedad de mi madre.
Sólo Salomoncica quedó en mitad del campo, sujetándose la barriga como si no pudiera contener el ataque de risa que la agitaba, mientras que Doña Rita, que acababa de aparecer en escena, intervenía conciliadora.
Mi padre, desde lejos, le hizo un gesto a Roberta al que ella asintió. Yo quise también saludarla levantando la mano, pero ya mi madre lo impedía a fuerza de sacudidas.
Recuerdo que, de repente, todo el prado olía a humo apestoso de carne asada, a la matalahúga de los hornazos rancios, y a yerba de soto sin regar donde se habían meado todas las bestias de labor...
Levanté la cara en busca de aire y, por encima de todos aquellos olores, a pesar de la lejanía, me llegó, a ráfagas, el perfume de ella: la marca de Roberta, que fue diluyéndose según ella echaba las cortinillas del carretón aparcado al fondo del prado-, concluye Ginesa sintiendo en su interior un raro consuelo como siempre que piensa en ella y recuerda aquel perfume inconfundible.
*
Aún no ha anochecido cuando Ginesa abandona la consulta del psicólogo. Huele bien en la calle –piensa con algo muy parecido a un bienestar que hacía mucho tiempo que no se sentía-. Por primera vez, desde que acude a terapia, ha podido hablar en voz alta de aquella inquietante historia entre su padre y su madre que durante tanto tiempo se empeño en arrinconar en algún lugar oscuro de su memoria. Y se siente bien. Tendrá que seguir intentándolo, aunque ella sabe que no es el pasado el que está acabando con sus ganas de vivir, sino ese maldito diagnóstico que no puede acabar de asumir: ¡E.L.A! ¡Qué manía ésta de esconder todo detrás de siglas que no significan nada! Esas malditas siglas que para ella no significaban tampoco nada hasta que el médico se lo soltó así, sin más miramientos; sin que ella estuviera preparada para el golpe:
“Como usted es una mujer tan fuerte y tan segura de sí misma, no tengo por qué andarme por las ramas; creo que a personas como usted hay que decirles la verdad sin tapujos: la “ELA” es una enfermedad de la que sabemos bien poco; por no saber, no podría decirle ni siquiera el tiempo que pasará antes de que se quede…, digamos…, sentada en una silla de ruedas”.
 ¡Fuerte y segura! ¡De donde se había sacado ese médico majadero que ella era “fuerte y segura”! ¿Acaso nadie iba a comprender nunca que si a ella le faltaba algo era precisamente poder ser “fuerte y segura”? ¿Es que era invisible para todos los que pasaban por su vida?
Ginesa avanza calle abajo, hundiéndose en el borrón de la tarde, sin poder aceptar que, poco a poco, todo en ella será también como un gran borrón trémulo en cuyo seno se irá hundiendo poco a poco sin remedio.
Recordando en CasaChina. En un Lunes de Aguas de 2020


[i] CANCIÓN DE LA PROVINCIA DE JAÉN que se cantaba en las fiestas del “butifuera” y en las romerías.

[ii] ANDRAJOS: Guiso especialísimo de la Comarca de Mágina. [Libro CONDUMIOS Y BEBEDIZOS] de la Autora.

[iii] Coplas burlescas. Coplero Popular. De José Luís Gárfer. EDIMAT Libros

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

  (Mujereando)           45/2024   ¡Ya está bien! Hasta los “huevarios” estamos muchas mujeres de tener que “serlo”; pero, sobre tod...