VA DE...Batiburrillo literario

Mostrando entradas con la etiqueta CRONIQUILLA DE UN VIRUSO 18. Cuando los muertos se van sin decirnos adios. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta CRONIQUILLA DE UN VIRUSO 18. Cuando los muertos se van sin decirnos adios. Mostrar todas las entradas

lunes, 30 de marzo de 2020

DUELE EL SILENCIO



(Croniquilla del Viruso Coronado – 18)

De unos años a acá siento que me he doctorado en topografía antropomórfica del dolor, con tal maestría que tengo sectorial-izado (¡toma palabro!) mi cuerpo presente, en manera tan minuciosa que no queda tramo, desnivel o protuberancia, intersticio o pensamiento sin su correspondiente marca tectónica, capaz de generar una alarma dolorosa.
Tampoco he dejado a la suerte la decisión de saber cómo remediarlo −el dolor, digo− sector a sector, ya que al parecer el duelo se ha convertido en mi compañero de camino.

Me duele cualquier cosa. Y tengo remedio para todo

Hasta para el peor de los dolores: el silencio

Hoy me duele la espalda.
Bueno, no toda la espalda. Me duele justo ahí, donde llega la mano del abrazo que tengo todavía pendiente de liquidar.
La geoinformación me llega, en mitad del silencio en que vivimos, a través de graduales e imperceptibles contracciones, que arrancan del recuerdo de aquella cintura, escasa todavía en tardes de verano juvenil de abrazos confusamente deseados y siempre reprimidos; las señales de la añoranza escalan, vértebra a vértebra, remontan el canal de los viejos estremecimientos inconclusos, y acaban enroscándose como una culebrilla tipo herpes zóster, en torno a los hombros, allí donde sus manos apenas se posaron una tarde antes de elaborar con sumo tacto la inevitable despedida.
Duele ahora un recuerdo de ese sol despiadado que convertía las calles de Jaén en un purgatorio de asfalto derretido, en el que las únicas indulgencias capaces para el rescate de cuerpos y ánimas era elevar los pensamientos y los pasos a la piscina del Tiro Nacional, la que tenía como contrafuerte el monte Jabalcuz con su famosa “mella”, y por pedestal, la mismísima ciudad en cuesta abajo.
       Solíamos sestear durante las peores horas de la canícula en los jardines de aquella piscina de La Mella el grupo heterogéneo que formábamos los clientes más o menos fijos del Hotel Suizo, del que deberé escribir algún día con mayor detenimiento.
No se tienen veinte años más que una vez, con un título de maestra en ejercicio desde dos años atrás que, a pesar de la libertad que me daba alojarme en un hotel, me obligaba a un cruel comedimiento en aquella ciudad de provincia, para lo que no encontré mejor fórmula que la de salir siempre en grupo: el abogado de la CNS, el representante de la editorial Aguilar, el viajante de una casa de licores que no recuerdo, el delegado de Hacienda, el de Sanidad, un juez excedente y aquel hombre exquisito, alto funcionario que, quizá por haber traspasado la treintena, me trataba −como todos los demás− cual una especie de hija preferida.
Llamémosle F. al hombre que hoy recuerdo.
       En una de aquellas tardes en la piscina de la Mella, comenzó a desplegarse una especie de rebaño de nubes desde detrás de la cuerda de Jabalcuz que no solo dulcificó la calorina torturadora de momentos antes, sino que convirtió el paisaje en un espectáculo sobrecogedor de sublime belleza, hasta el punto de desear con todas mis fuerzas compartir la emoción con mis compañeros, casi con lágrimas en los ojos:

−Recordad la belleza de esta tarde. Pocas veces vais a ver un cielo aborregado como este.

F. escudriñó el cielo; a continuación, me miró, y luego, muy despacio, tomó con calma unas cuantas servilletas de bar y escribió algo sobre una de ellas, como si tomara apuntes para que no se le escapara alguna idea que amenazaba con disolverse en algún punto del espacio.

       −¿Qué escribes?
       −Algún día lo sabrás. Todo a su debido tiempo; y no me mires así, o acabarás por enterarte lo que no debieras saber todavía.

       Esa fue la respuesta, entre forzada y divertida, a mi indiscreción, mientras guardaba la servilleta escrita en el bolsillo de su camisa, aquella que siempre se dejaba puesta sobre el bañador para proteger su piel norteña de nuestras abundancias del sur. Poco después se levantó y fue hacia el borde de la piscina, sin poder evitar un ligero traspié en un piso sin obstáculos que lo justificara.
       −¿Ya lo sabes? −me dijo Luis, el representante de la editorial Aguilar, haciendo un gesto hacia F., que en ese momento se lanzaba al agua para darse el último chapuzón de la tarde.
       −Saber ¿qué?
       Luis sacudió la cabeza con disgusto.
       −Lo suyo ha evolucionado más rápido de lo que se esperaba. La semana que viene regresa a su tierra definitivamente. Hasta han nombrado ya a un nuevo delegado para que ocupe su puesto.
       −¿Qué es eso que ha avanzado? −pregunté por preguntar, deseando que no me respondiera, porque supe de repente de qué se trataba, aunque nadie me hubiera dicho nada hasta ese momento.
       Pocos días después se dispersaron los huéspedes del Hotel Suizo, se cerraron las escuelas y nos fuimos cada cual a sus lugares de vacaciones. Las despedidas tuvieron un no sé qué de catástrofe.
Tampoco yo volvería a Jaén al año siguiente.
Recién aprobadas mis oposiciones a parvulista, había pedido traslado a Cuenca.
*
       Duele en algún punto impreciso de la memoria la muerte de aquel compañero de correrías del año 1965, que jamás llegó a dejarme entrever ni siquiera lo que su corazón guardaba.
       ¿O sí; y, como de costumbre, o no me enteré o no quise darme por enterada?
 
       Las muertes duelen. Aunque no puedan presenciarse. Sobre todo, si, como ahora, no pueden presenciarse.
Y siguen doliendo, y doliendo mucho por mucho tiempo que pase.
Busco en el armarito de las medicinas topográficas y encuentro lo que busco: las dos servilletas del bar de La Mella. En una, cinco palabras acabadas en puntos suspensivos:
“Todo a su debido tiempo”
En otra, el poema, un soneto.
El sobre que las contenía llegó a mis manos algunos años después. Me lo entregó un muchacho, casi un adolescente, muy parecido a F., tras decirme que era el último encargo que le quedaba por cumplir de los pocos que le dio tiempo a disponer a su padre por lo rápido que había llegado su final.
“No me ha sido fácil encontrarla” −me dijo, utilizando un tratamiento que me devolvió a la realidad de lo que son los años y las generaciones. A continuación, me entregó un sobre cerrado, lacrado, con mi nombre manuscrito y la dirección del Hotel Suizo, donde seguramente informaron al muchacho de que yo ya vivía en Madrid.
Aquella caligrafía, tan exacta y tan bella, era inolvidable más allá de la muerte:

Recordad la belleza de esta tarde −dijiste−.
Y bien sabe el Señor que yo querría
saber soñar desde la Soria fría
para poder hacer lo que pediste.
La tarde que moría, una primera estrella,
tus ojos insondables, el sol de oro
y tu cabello suelto, como verso sonoro,
un recuerdo imborrable a espaldas de La Mella.
Mas tu que sabes de la melancolía
que como lastre me traje al alto llano
desde esas tierras de tu Andalucía
piensa que en una tarde de verano
el corazón de un hombre que moría
por una vez tuviste entre tus manos.

Dolorida en CasaChina. En un 30 de Marzo de 2020

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

  (Mujereando)           45/2024   ¡Ya está bien! Hasta los “huevarios” estamos muchas mujeres de tener que “serlo”; pero, sobre tod...