63/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado –
38)
(Cordia IV)
−¿No duermes, Cordia?
−No; no duermo.
−No debieras quedarte leyendo hasta tan tarde. Eso desvela.
−En las circunstancias que estamos, no creo yo que
importe tanto desvelarse.
−En eso llevas razón. Algo bueno tendría que tener esto
del confinamiento. Mientras dure, tenemos todo el tiempo del mundo para dormir
o para desvelarnos a la hora que nos venga en gana.
−Pero leer por la noche desgasta. ¿Se puede saber qué es
lo que leías con tanta atención que no pueda esperar a mañana?
−Ya sabes que lo de leer me pierde. Y más ahora que he
encontrado mis diarios entre los viejos papeles. Estaba con los apuntes que
tomé cuando lo de Lamia.
Braulio se remueve en la cama con un malestar sordo que
siente que se le pasea por algún lugar de su cuerpo sin ser capaz de localizar
su ubicación exacta. Cuando vuelve a hablar, lo hace sin dejar traslucir la
inquietud inexacta.
−¿Otra vez estás con lo de Lamia? No creo yo que
necesites leer lo que quiera que sea que escribieras; porque, cada vez que
hemos hablado de ello, no te falta detalle.
−Es a ti a quién le falta detalles por saber.
−¿A estas alturas?
−Eso es. A estas alturas. Porque de lo que no hemos
hablado nunca es de la primera vez que me encontré con ella. Y, casualmente,
con mi destino. ¿No te gustaría saberlo?
Braulio no contesta de inmediato, lo que Cordia aprovecha
para volver a dejarse oír en la oscuridad del dormitorio.
−Ha dejado de llover.
−Eso parece.
−El silencio de aquella noche era semejante al de esta.
Solo que entonces ni había llovido ni nada nos impedía movernos por el mundo.
−¿De qué noche estás hablando?
−De la noche de las mariposas.
−No. De esa noche no me habías hablado.
−Ya lo sé. Mira: se dice que cuando se sienten mariposas
por dentro es que llega a nuestras vidas quien ha de quedarse en ellas. ¿Pero
qué pasa cuando las mariposas se sientes por fuera?
−Cordia ¿no te estará afectando este encierro, ¿verdad?
−¡Quién sabe…! Creo que va siendo tiempo de que te cuente
lo que pasó aquella noche. La noche antes de que tú y yo… O, mejor, te lo leo,
y sacas tú tus propias conclusiones.
Cordia se da media vuelta en la cama, enciende la
lamparita, toma unos papeles de encima de la mesilla de noche y comienza a
leer.
* * *
Hay noches de una
belleza infinita que va más allá de lo que se pueda describir con palabras.
Hay palabras que en sí mismas llevan implícita la belleza,
sin necesidad de mayor explicación. Para mí, una de esas palabras es
“mariposas”.
Es bella.
Sin escalones de sube y baja; sin escollos; sin malicia…
Su sola pronunciación contiene la esencia de la belleza.
Y, al propio tiempo, es terrible la evocación que
encierra para mí sobre un momento muy concreto de mi infancia en que, empeñada
en apresar el efímero brillo que las alas de las mariposas dejaban en mis dedos
cuando las apresaba, quise ir más allá.
Quise apropiarme de la imposible fosforescencia de las
mariposas, y esconderla, y guardarla para mí sola, como se intenta guardar
entre alcanfores el amor de un hombre, sin advertir que estaba a punto de encerrar
mis espejismos en un cementerio de cartón.
Fue cuando aprendí a cazar mariposas.
Las perseguía con mi artilugio artesano de tarlatana
verde del que ya tengo hablado.
Pronto me hice experta en nuevas y terribles artes, sin
poder recordar ahora quién fuera la persona que me instruyó en ellas: aprendí a
embriagarlas, untando sus antenas y su lengua retráctil con alcohol; a
atravesarles el tórax con largos alfileres de cabeza enlutada; a clavarlas
sobre cartones negros para que resaltaran los dibujos mandálicos de sus alas
abiertas a la fuerza. Y también a velar sus largas agonías, con los ojos
húmedos y con el corazón encogido, rogando a mi ángel de la guarda –que por
entonces era lo más cercano a la divinidad que una niña podía alcanzar− que
aquellos pequeños insectos acabaran pronto su fatal agonía para poder disfrutar
de su belleza muerta sin sentir la angustia insoportable emborronando mis ojos
con lágrimas de contradictorios duelos.
Hace apenas dos días que reviví esos lacerantes
recuerdos.
Viajaba de madrugada, como a mí me gusta hacer, porque el
paisaje no interrumpa con su abundancia el hilo de mis pensamientos, en los que
me refugio y me cobijo sin la menor sensación de soledad. Iba de… Ya no lo sé.
De norte a sur probablemente; o pudiera ser que fuera de este a oeste, porque,
a pesar de ser las doce de la noche, el horizonte naranjeaba como si hiciera
muy poco que el sol hubiese arrojado miguillas de luz a su paso hacia su abrigadero
para no confundirse en el camino de vuelta.
Algunas noches de Julio son especialmente luminosas;
sobre todo, cuando el corazón está iluminado por presentimientos en los que apenas
nos hemos iniciado si no es desde los arcanos de la emoción.
−En Julio fue cuando tú y yo…
−Espera, Ulio, no me interrumpas ahora. Cuando acabe de
leerte esto, hablamos de lo que quieras. −Y Cordia retoma la lectura donde la
había dejado.
Envuelta en aquella claridad, y con una sensación de
plenitud que muy pocas veces se alcanza, fui sorprendida por un temporal de
mariposas nocturnas que empezaron a estrellarse contra el parabrisas de mi
coche como si se tratara de una ceremonia de suicidio colectivo perfectamente
calculado por un verdugo de nombre Verano.
Al inicial espectáculo visual se unió de inmediato un
nuevo elemento: el acústico. Primero fueron sólo sonidos mínimos y discontinuos;
algo así como si pequeñas esferas sin perfiles estuvieran sitiándome,
disparando imperceptibles resonancias neumáticas que iban explotando ante mis
ojos antes de acabar convertidas en pinceladas imprecisas sobre el cristal del
parabrisas. Poco después empecé a distinguir nuevas bandadas de insensatos
insectos dirigiéndose en aturdida formación hacia la fortaleza del vehículo
nocturno.
En ese momento estaba cruzando un paraje boscoso, abrupto
y oscuro del que cuentan y no acaban, y yo podría contar por experiencia
propia, de apariciones y fantasmas de los que otro día hablaré. Porque hace
mucho, muchísimo tiempo, un grupo de jovenzuelos hicimos una acampada en aquel
bosque, (La Alfaguara),
y aún conservo en mi memoria el sonido de la noche como si fuera un puro
desconsuelo de quejidos.
Ya fuera por el lugar que atravesaba, ya lo fuera por el
asalto de aquellos pobres insectos enloquecidos, lo cierto es que me sumergí en
un momento de pavor que me llevó a imaginar a aquel temporal suicida como una venganza
por alguna deuda por saldar, y que los animalillos no pretendía otra cosa que
cegarme para que me quedara con ellos para siempre, en desagravio por sus
antepasadas muertas sobre un cartón de mi habitación de infancia.
A punto de entrar en pánico, de repente, vi una mariposa
mucho mayor que las de su entorno. Aunque era noche cerrada ya, pude distinguir
perfectamente el color rojizo de sus alas, y el brillo de unos ojos sólidos y
oscuros como azabaches liberados. Venía hacia mí con una decisión
imperturbable, cosa que me hizo frenar en seco en un último intento de
redimirla de una muerte segura.
Es posible que también ella frenara su vuelo. O es
posible que, aunque yo no hubiera frenado, su vida no corriera peligro alguno.
Incluso es posible que me desmayara. O que el cansancio
del viaje me venciera, obligándome a apartar mi coche en un ensanche de la
cuneta de manera instintiva, sin poca ni mucha consciencia de lo que hacía, y
que me durmiera poco después.
Me despertó un intenso olor a espliego, y el murmullo de
millones de abejas libando en sus espigas.
Amanecía a mi espalda y un rayo de sol bajo y recién
estrenado entró desde la parte trasera de mi coche resaltando lo que parecía
haber sido escrito por una mano inocente que usara como tinta la sangre de las
mariposas nocturnas. “Lamia”.
Supe que ese era el nombre de la Mariposa Reina, la de
las alas de color rojizo y ojos brillantes, sólidos y oscuros como azabaches
liberados. La misma que me obligó −¿me obligó?− a suspender mi viaje nocturno y
a entrar en un sueño profundo y nada reparador en las inmediaciones de la
Alfaguara.
Escruté el parabrisas con el corazón encogido.
Lamia no estaba; y ninguno de los rastros del sacrificio
nocturno era tan grande como para poder sospechar que hubiera atropellado a la
más sublime de las mariposas que había visto hasta entonces.
Solo aquel nombre trazado sobre el cristal de manera imprecisa,
aunque indudable con la sangre de sus súbditas, para acompañarme en mi viaje de
regreso.
Y mi iniciación a la llegada…
-¡Qué más da que estemos encerrados, Cordia! ¿Bailamos...?