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viernes, 6 de enero de 2023

AQUEL INVIERNO, EL ÚLTIMO

(Incluido en el libro "MÉNDEZ NÚÑEZ, 7)
 AQUEL INVIERNO, EL ÚLTIMO

46/2009

Era un invierno largo, lleno Navidades

de castañas asadas, de traperos huidos,

de ojos presidiarios en los escaparates

del bazar de los Gázquez,

−ese que aún perdura

y sigue haciendo esquina entre estos dos recuerdos−.

 

(Hubo una pandereta; pero eso fue más tarde

cuando ya no tenía ni ganas de tocarla).

 

Era el invierno. Apenas, un oasis de leña

condenada a la hoguera sólo por ser de olivo

y empecinarse en votos impíos y balsámicos

cuando inquietantes llamas le palpaban el tuétano.

 

Las cuatro de la tarde tiritando en el patio

de aquel colegio ambiguo donde anidaban párvulos

abajo en el recreo, donde la algarabía.

Y en los nidos más altos, piaban uniformes

de quinto y sexto grado –tal vez inalcanzables−

y tinteros que eran corazones de plomo

desde donde la sangre azul del palillero

salpicaba las cuentas de cálculos urgentes

y una rítmica tabla del dos por dos son Pedro.

 

(Era el primer invierno que un "Pedro" me habitó

la espera de cuadernos, después de la pizarra

quebradiza y severa. Aquel invierno. El último…).

 

Eran todos los números una nana sin padre.

Y aun así transitaban gargantas infantiles

como un parto indoloro de ciencia primeriza.

 

En la calle, el invierno era una gran ventana

bajo la que cruzaba una hilera afanosa

de mujeres libertas en todas direcciones,

una especie de pausa donde jugaba el hielo

a beber de los caños pródigos de la plaza

cuando el pilar de piedra no era todavía

desdoro pueblerino. Y los sonoros cántaros

acunaban caderas un poco ladeadas

de doncellas maestras en líquido acarreo

y en piernas al desnudo dispuestas al pincel

de los ojos pintores que siempre dormitaban

en una línea recta de torcidas codicias

varoniles, delante del selecto Casino.

 

Era un invierno largo. Al acecho. Y angosto

entre dos estaciones: el rezo de ánimas

y el romero de marzo ensayando azuletes

sobre tortas bordadas de anises de colores

y rosquillos de vino colgados de los ramos.

 

Era un invierno, el último. Luego nos desterramos

del hielo del sepulcro donde quedó enterrado.

 

Algo más que un paréntesis de esquinas sin bufanda

lanzando bocanadas de alientos fantasmales

que elevaban sus preces de pubertad apenas.

 

Nunca fuimos las mismas después de aquel invierno.

 

En CasaMora. En un 14 de Diciembre de 2009.

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

  (Periodiqueando adherencias)     Querido Miguel: (y permíteme que, a falta de conocencia propia, eche mano de ese “querido”, form...