VA DE...Batiburrillo literario

Mostrando entradas con la etiqueta 7: la nieve en el Parque de 1954. Ahora se llama "Bullying"; entonces no tenía nombre.. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 7: la nieve en el Parque de 1954. Ahora se llama "Bullying"; entonces no tenía nombre.. Mostrar todas las entradas

lunes, 29 de agosto de 2022

LLUEVE EN MADRID


100/2022 ...la nieve en el Parque de 1954. Ahora se llama "bullying"; entonces no tenía nombre.

              (Méndez Núñez, 7)

100/2022

Nieve en el Parque de 1954 y...

Ahora se llama "bullying"; entonces no tenía nombre.

 

    Se acaba agosto, y llueve en Madrid con esas ganas con las que llueve en Madrid después de una sequía como la que nos ha atormentado este verano, más cercana a la tortura del abominable Quemadero de Tablada[1] con sus cuatro profetas que a cualquier designio divino por pulir.

    Miro cómo se refocilan las plantas de mi jardinillo, y cómo se hablan entre ellas, dándose razón de la última vez que recuerdan que el cielo les lavó las cabezas y les refrescó las raíces ahora en rotundo síndrome de abstinencia.

    Un cactus mira apático el fiestorro vegetal, sin entender muy bien a qué viene semejante júbilo cuando cualquiera que lo desee y lo precise por este primer mundo todavía puede abrir un grifo, e incluso dejarlo abierto mientras pega la hebra con alguien.

    (Tengo para mí que los cactos son como los epulones: ni han aprendido ni aprenderán el valor del agua ajena porque, con eso de tener sus mondongos como chortales perennes, se creen que el agua que almacenan es toda suya).

    Amodorrada en estas ociosas naderías estaba yo cuando un trueno me arranca del último duermevela, despertándome tanto el cuerpo como esta memoria mía que siempre parece que tenga metida la marcha atrás, hacia el dichoso Pueblo donde estuvo y ya no está la casa de Méndez Núñez, con su número siete pintado a mano por encima del dintel del linajudo portalón de inmensos cuarterones tallados a golpe de gubia.

    ¡Uf, qué lejos se me queda…! Aunque doler, ya no duele.

    Llegado el mes de septiembre de aquel año, y en el escaparate en esquina del comercio de <TEJIDOS NIETO>, apareció un impermeable plateado que era un auténtico primor como se dice por allí, y que a mí me hizo abrir la boca como si fuera la de una rana en pleno croar. La boca no se me cerró hasta que mi madre decidió y mi padre estuvo conforme en pagar la compra de aquel impermeable metalizado, de tan inquietante recuerdo como verán luego, y que voy a contar por si vale para algo.

    Hablando de mi padre, era él algo… digamos “abundante” en lo de juntar colores (no tanto como yo lo soy, pero él lo era), razón por la cual pienso yo consideró oportuno añadir a tan brilloso impermeable unas botas de color rojo-rabioso, que no por su refulgente apodo katiuskas dejaban de ser un rústico pedazo de caucho lustroso adaptado a los pies de la chiquillería para que pudiéramos chapotear en los charcos (de la calle; de cualquier calle sin asfaltar) sin percudirnos los calcetines y ponérnoslos de chupadedómine[2]. Si a lo “vistoso” de los colores calzados y de los “brilli-brilli” vestidos le añadimos que por entonces me compraban los zapatos un número por encima del mío “para-que-le-sirvan-el-año-que-viene”, es fácil imaginar la fachenda en la que se transformaban mis ocho o nueve años cada vez que llovía, y a mí me enfundaban en el impermeable plateado y me embutían los pies en las katiuskas coloradas antes de permitirme salir a la lluvia.

    Por las mismas fechas, y en <ULTRAMARINOS CARREÑO> abierta por aquellos tiempos hacia el final de la Carrera, casi llegando a la embocadura del Parque, colgaron del techo, y prácticamente pegados a las pegajosas cintas atrapamoscas, unos prohibitivos salchichones, orondos ellos, de alusivo mote “salchichón cular”, con una envoltura plateada tan llamativa o más que mi impermeable, y que deslumbraba a cualquiera que entrara en la charcutería a por un poco de “rancio”, a por una panilla de aceite, a por dos sardinas arenques o a por una onza de achicoria.

    Se estarán preguntando que qué tiene que ver lo del impermeable plateado de <TEJIDOS NIETO> con lo de los salchichones culares con envoltura de platilla de <ULTRAMARINOS CARREÑO> y con los tan repulsivos como imprescindibles atrapamoscas, y yo les pido cuarto y mitad de paciencia, porque lo voy a explicar deseguida[3].

    El 4 de febrero de 1954, cercana ya a cumplir mis primeros, mejores y únicos diez años, el ventanal de nuestro dormitorio amaneció con los junquillos de los cristales percudidos con ribetes blancos. Salté de la cama a ver qué era aquello nunca visto al propio tiempo que la voz de nuestra Juani me acometía con un inapelable “nena-ponte-las-chinelas-que-el-suelo-está-arrecío”, y me eclipsé mirando cómo el cielo de Jódar escupía salivazos volanderos y blancos, semejantes a un espurreo de boro del que comprábamos en la droguería para poner el nacimiento.

    Resulta que estaba nevando con auténtico desafuero.

    Tiempo me faltó a mí para correr a calzarme mis katiuskas en lugar de refugiarme en las chinelas, embutirme en mi flamante impermeable de imitación de candelabro de plata y, tras lanzar a las alturas una desatinada plegaria de gratitud con un “gracias-NiñoJesús-por-mandarnos-la-nieve-en-jueves”, me dispuse a salir corriendo hasta la puerta de la calle, cruzar la Carrera como una exhalación, y echar calle abajo hasta el colegio de las monjas a esperar que la mañana pasara lo más rápido posible para aprovechar que por entonces no había clase los jueves por la tarde y, por lo que pintaba el cielo, habría nieve de sobra en el Parque para dar y tomar durante todo el día.

    La mañana avanzó demasiado despacio dentro del aula a través de cuyos ventanales mirábamos embelesadas cómo crecía la altura de la nieve en el jardín como si fuera un colchón recién mullido.

    Por fin llegó la hora de salir, y todas nos atropellamos escaleras abajo en busca de nuestra tarde de jueves recién nevado. Era tanta la emoción que recuerdo que ese día ni me molesté siquiera en asomarme previamente al corredor para ver si había salido ya mi enemiga particulara, −pongamos que se llamara Tiburcia por endilgarle un nombre de difícil reconocimiento− y me estuviera esperando emboscada detrás de cualquiera de los maceteros donde solía esconderse para tenderme alguna de sus hirientes fechorías.

    A Dios gracias, la tal Tiburcia no estaba en ninguno de los rincones en los que acostumbraba a estar al acecho, y yo pude alcanzar sin mayores percances la puerta de salida que daba a la calle del Santo Cristo, frente a la singular casa del Canónigo Arroquia, donde ya aguardaba mi padre luciendo casi dos palmos por delante de él sus memorables chanclos de goma, dignos ellos de un capítulo propio siquiera sea por aquel poema de Muñoz Seca[4] que mi padre recitaba a voz en grito por las estancias más altas de nuestra casa, y del que pienso yo que fue el que le metió el gusanillo de mercarse semejantes pantuflas de caucho de tan largo alcance, de las que otro día daré razón.

    −¿Podemos ir al Parque a jugar con la nieve? −recuerdo que le pregunté nada más colgarme de su manaza.

    −Después de comer −respondió condescendiente.

    −¿Y puedo alargarme yo también, don Ángel? −inquirió Paqui, la nena que algunas veces se colgaba de la otra manaza de mi padre como buscando arrimo.

    −¿Por qué no…Pero abrigate bien, que no está el tiempo para jugársela y pillar cualquier cosa?

    Nunca un almuerzo se me ha hecho tan largo como el de aquel día, ni he escuchado un “parte[5]” con mayor impaciencia que el que mantuvo a mi padre con la oreja pegada al aparato de radio hasta que sonó el Himno Nacional y se cerró con los gritos de rigor. Cómo sería, que a punto estuve de olvidarme de mi luminoso impermeable de platilla y de mis katiuskas coloradas.

    ¡Había llegado la hora de ir al Parque a revolcarse en la nieve!

    Aparecer en el Parque presumiendo de mi flamante atuendo y ver a mi condiscípula-torturadora-oficial, señalarme con el dedo estirado hacia mí y gritar aquello de “la Socorrito reluce como un salchichón de los de <ULTRAMARINOS CARREÑO>” fue un todo inseparable y cruel, que amagó con zarandearme los cimientos de la fe en mi indumentaria. Pero todavía fue mayor la humillación del jolgorio procedente de alguna más en la pandilla acosadora:

    “Pues a mí a lo que se me asemeja es a un gato con botas espelufrao” −gritó Anamari, la del maestro, al mismo tiempo que me lanzaba una bola de nieve que se me estrelló a la altura del ombligo.

    “Más bien parece un salchichón cular de los de Carreño” −se mofó otra, redundando en el lanzamiento de perdigonadas de nieve.

    “¿Esa? ¿Con lo seca que está y lo escuálida que es, que parece una tísica? ¡Anda ya! Si se asemeja a algo es a los tirajos de atrapar moscas” −terció Antoñita, la de la casa de las afueras.

    “¡Mosca afuera! Gritó desaforada la Tiburcia retomando el mando, la voz cantante y el mando de la tropa a bolazo limpio.

    “Mosca afuera…, mosca afuera…, mosca afuera…” −gritaban a coro las de la tropa de la Tiburcia, mientras se desaforaban lanzando contra mí una lluvia de bolas de nieve al tiempo que nos arrinconaban cada vez más a mí misma, y ya de paso, a Paqui.

    Fue entonces cuando, al emprender una carrerilla desesperada hacia donde se suponía que debiera estar mi padre, resbalé por la dificultad añadida de la enormidad de mis katiuskas y caí de bruces sobre un seto de escaramujo que desgarró mi impermeable. Ni me moví. Me quedé allí, muy quieta, desconsolada, con la mejilla apretada contra la nieve, y el vocerío de “mosca afuera…, mosca afuera…, mosca afuera…” creciendo y menguando a mi espalda como una pesadilla.

    Con los ojos todavía pegados a ras de suelo, sobre un charquito que lo mismo podía ser nieve derretida que lágrimas de rabia, descubrí a lo lejos el resplandor de las punteras de los inmensos chanclos negros de mi padre apuntalados sobre el blancor de la nieve; pero estaban vueltos en sentido contrario al lugar en el que aquella caterva estaba lapidando mi inocencia.

    Él hablaba con cautela y le sonreía con un no sé qué de misterio a una muchacha semejante a alguna de las hadas de mis tebeos, tan bella y tan bien vestida que ni en sueños alcanzaría yo a parecerme a ella.

Quisiera yo dejar claro que  no es que yo aquel día huyera desistiendo de batirme al lanzamiento cruzado de bolas de nieve. Es que, tras semejante desdoro por parte de la Tiburcia (omito su nombre verdadero por pudor) creo que supe que me había convertido en el blanco perfecto para los disparos de todas las chiquillas sin katiuskas que había en el Parque, y ni mi padre podría ya prestarme cobijo.

    Aquella guerra, iniciada con la nieve de 1954, prosiguió en cualquier día de lluvia. La tortura de las katiuskas y del impermeable de platilla, en boca de la Tiburcia, duró muchos meses. ¡Demasiados para cualquier nena con edad de una sola cifra!

    Mi padre nunca llegó a comprender cómo mi deseo de aquella vestimenta cuando estaba en el escaparate de <TEJIDOS NIETO> se había convertido en auténtica fobia hacia semejante vestimenta que atraía hacia ella tan recios chaparrones.

    Nuestra Juani nunca supo por qué mis oraciones de la noche cambiaron, de la noche a la mañana, para implorar ahora: “NiñoJesús-no-pongas-lluvia-mañana-tampoco”.

    Pienso yo que lo que le pasaba a la Tiburcia (que no se llamaba así) es que en su casa había tanto “sinhaber” que nunca podría soñar con impermeables plateados; ni pedirle a los reyes magos de los Gázquez unas katiuskas aunque fueran de juguete; ni mucho menos en hincarle el diente a un salchichón cular de los de <ULTRAMARINOS CARREÑO>, aunque estuvieran percudidas por las cagadas de las moscas. Y la chiquilla espantaba el hambre como quien espanta tábanos, y lanzaba dentelladas a donde podía, o hacia donde más brillara, para que los dientes dejaran de rechinarle y se le conformaran con lo que buenamente pudieran morder.

    Hasta que, con la primavera, dejó de llover en Jódar.

    A primeros de verano yo cumplí mis primeros, inolvidables y únicos diez años; y con una edad de dos cifras y una estatura/hechuras de poste de la luz sin palometas, recuperé la dignidad de mis sandalias de tirillas blancas con las que parece que se desarmó la artillería de la Tiburcia (que no se llamaba así). Lo digo porque dejó de vocear lo de “la Socorrito parece un salchichón de los de ultramarinos Carreño”.

 

En CasaChina. En un 29 de Agosto de 2022



[1] En el quemadero de tablada, primer lugar de ejecución de las sentencias de la Inquisición, se hallaban los “cuatro profetas”, unas figuras de yeso donde se introducía a los inculpados y donde morían a fuego lento. Allí murió Pedro Fernández Benadeva, que participó en la conjura de los conversos de la Collación de San Juan de la Palma. La Santa Inquisición En Sevilla: Historia, Organización Y Proceso - Arte Y Cultura En La Bética (arteyculturaenlabetica.com)

[3] DESEGUIDA[3] en mi EXPRESIONARIO DE MÁGINA] −Inédito

1.   Enseguida como expresión adverbial.

2.   Malamujer como adjetivo y expresión coloquial

CUCHICHEOS: bien pudiera decirse que esta expresión adverbial tan de aquellos lugares tuvo asiento de honor en una joya que no llegó a publicarse: el Inéditos Diccionario histórico de la lengua española (1933-1936), cuyo buen acogimiento tentó al mismísimo Galdós, a Mariana y a escribidores no menos enjundiosos, como puede comprobarse en este enlace del que tomo texto: https://www.rae.es/tdhle/deseguida

332 56.

«Yo pondré á mis niñas un contramaestre que me las aborrique y me las deseduque del fárrago insubstancial que han aprendido.» Galdós, Casandra, ed. 1905, p. 169.

DESEGUIDA. adj. p.us. Dícese de la mujer de mala vida. «Muger poco menos que deseguida; por lo menos tan suelta y entregada á sus apetitos, que tuvo quatro hijos bastardos cada qual de su padre.”. Mariana, Hist. de Esp., ed. 1616, lib.19, cap.17.

«Deseguida. Se aplica a la mujer deshonesta y de vida licenciosa y estragada.» Dicc.Acad.  1726, s.v.

 [4] Estrofas del poema de Muñoz Seca “A EOLO, DIOS DE LOS VIENTOS”: ¿Por qué así nos martirizas?/ ¿por qué tus nubes plomizas/ Nos causan tan fieros males?/ ¿Somos seres racionales/ o es que somos hortalizas?/ Tu conducta deleznable/ no es admisible ni en broma/ pues sabrás, dios execrable/ que ni tengo impermeable/ ni tengo chanclos de goma.

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

  (Mujereando)           45/2024   ¡Ya está bien! Hasta los “huevarios” estamos muchas mujeres de tener que “serlo”; pero, sobre tod...