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viernes, 6 de enero de 2023

RAREZAS y RITUALES

(Méndez Núñez, 7)

Con el poema "Aquel invierno, el último"

03/2023

     

Después de aquel invierno, nosotras nunca fuimos las mismas.

Eran otros tiempos: los tiempos en los que todavía se escuchaban las panderetas de las Pascuas sin que las penas les sacaran desafines, o argüirles monsergas por puro cansancio, mientras que la casa se convertía en un puro bullicio en el que Isabel, la cocinera, entre gritillos de miedo fingido, le pegaba un tajo en el pescuezo al pavo de la cena de Navidad sin alcanzar a rebanar lo suficiente como para evitar que el pobre animal saliera desalado, pasillo adelante, con la cabeza colgando, y espurreando sangre como un aspersor de CasaBien, nuestra madre removía con la paleta la incandescencia del cisco del brasero bien cebado y nuestra Juani despabilaba las ascuas de la chimenea de estar todos juntos cuando cayera la tarde.

Desde el otro lado de la anchurosa mesa camilla, y a través de los siempre cambiantes rumores de la casa, nos llegaba como una envoltura la presencia de padre, que nos leía en voz alta “El caballero del Cisne”.

Afuera, detrás de la cristalera, se ensañaba la escarcha sobre las hojuelas del “vonívo[1]” o contra las primeras violetas del año.

Como he dicho, eran otros tiempos. Y nosotras éramos otras, atrapadas en esa tierra de nadie que hay entre la vida y la muerte.

 

La vida, con sus caprichos, decidió alargarme a mí el tiempo de descuento más de la cuenta.

La muerte decidió ir vaciando mi casa de ahora de aquellas voces de la casa de entonces, que hacían de los villancicos una disculpa para poder desafinar sin que se notara, a fuerza de querernos por costumbre.

Yo decidí lo que decidí, sin apenas apercibirme de que estaba decidiendo sin consultar ni conmigo misma; (lo cual −lo de decidir sin consultar, aunque sea por falta de consultores− es la mejor garantía para convertir las decisiones en manías, y las manías en rarezas).

 

 Tengo que reconocer que no todas mis decisiones, mis manías, ni mis querencias o mis rarezas son de lo más acertado.

 

Ni siquiera, son lo más talentoso.

Pero esas rarezas son mías, y tenemos por costumbre arrebujarnos las unas contra la otra −que soy yo mismamente−. Y, puestas a ser ellas y yo quienes tenemos que pasar juntas las veinticuatro horas del día, y los trescientos sesenta y cinco (o seis) días del año, y los años que van cayendo o hayan de caer, no nos queda otra: no arrimamos entre nosotras; y querernos como hermanas de sangre, aunque solo sea porque ellas son el relleno de la almohada sobre la que ahora me desvelo; o duermo, y sueño lo que sueño cada noche.

Desde hace algunos años ya, una de esas rarezas de las que hablaba me acomete sin remedio en cuanto comienza a sonar la dichosa cancioncilla anunciadora y tontorrona:

Ya vienen los Reyes Magos

caminito de Belén

(aquí viene esa tontuna de “Holanda ya se ve”)

cargaitos de juguetes

para el Niño entretener…

Comenzar a escuchar la monserga y colocarme en “función caracola” −ya sabéis: recogida y blindada dentro de mi propio laberinto de forzosos silencios− es una misma cosa.

Lo que digo: que es comenzar lo de los amagos “sonoríferos” de las Navidades y convertirme en una RuminaDecollata[2] es todo uno.

Ahí que se arremanga entonces una servidora, y no vuelve a asomarse al aljibe de los ojos por los bordes de mi coraza de nácar  hasta que no da de mano el barullo de las zambombas, que viene a coincidir con lo de que los Reyes Mágicos enfilen el camino de vuelta, con las alforjas vacías del peso de tantísimo juguete “para-el-niño-entretener”, y con una melopea de chupa de dómine a fuerza de vaciar copillas de cazalla o de Anís del Mono entre visita y visita a los balcones durmientes. (Y es que, por mucho que hayan cambiado los tiempos en estos últimos cincuenta años, lo suyo digo yo que será seguir dejando un lingotazo para alivio de la trabajera del reparto que tienen que hacer los Magos de ahora cuando hay de todo. Hasta quienes no reciben su visita).

Como el camino es tan largo
pide el Niño de beber…

 

En estas fechas, lo de pedir de beber lo que sea, y lo de mandar recaícos uniformados como el alumnado de las Ursulinas, parece un doble mandamiento de la Ley de Dios, más cercano al sexto (con J) que al primero que habla de amores divinos.

No puede extrañar, pues, que existamos quienes nos protegemos de tanto impostado amor de corta y pega a golpe de huida en plan correcaminos, o recurriendo al anímico refugio antiaéreo del escondrijo caracolil.

En lo de colocarme en “función caracola” viene incluido de serie lo de descartar la obligación de las felicitaciones en cadena, incluidas respuestas rituales, por no hablar de los envíos que inundan los telefoninos con esos dibujillos más simplones que ingeniosos, que a mi entender, además de colapsarnos la memoria del teléfono, son semejantes a los caramelos de las caravanas de Reyes: bien disparados a voleo, con mesura, y apuntando su aterrizaje hacia donde debe ser, acaban por parecernos dulces de paladear aunque duros de rumiar; pero si el paje de turno de sus majestades se pone en plan lanzador de pesos, o un mal aire desvía la trayectoria del dulcecito endurecido por el tiempo, la dichosa exquisitez va y nos acierta en mitad de esa soledad recién cicatrizada, y nos abre en canal las ganas de mentarle al paje aquello que más escondido y enterrado tenga en cualquier camposanto de sus propios entresijos.

Porque, vamos a ver: a estas alturas, ¿quién ha pedido que se me manden semejantes recordatorios funerarios en mitad de mi propia tolvanera, y con tan larga sequía de proximidades de las de querer estar de verdad…? Hay en todo esto una sed azarosa en cuarto creciente que no la calma el agua a secas.

No pidas agua, mi vida
no pidas agua, mi bien…

Que los ríos vienen turbios
y no se puede beber…

 

No se me oculta a mí que los ritos −no todos− son ceremonias de tránsito que nos reconcilian con el entorno y con nosotros mismos.

 

Pero estaréis conmigo en que ese ritual de “corta-y-pega” como decía antes, envuelto en colorines post-Ferrándiz[3], y llenos del “feliz-Navidad-y-próspero-año-nuevo”, resulta de lo más desangelado y vacío del mundo si no viene con nombre propio, como el mismísimo Ferrándiz reconocía:

Llegó la Navidad.
En huelga me declaro
de muérdago caído…

…De vuestra Navidad yo estaré ausente
si sólo hoy me hacéis sitio en la mesa.

Lo dicho: la Navidad para mí viene a ser algo así como lo que hacen −un poner−, nuestro JesúsHerreroDelCura, nuestro MarínAranda, nuestra Marisa, o nuestra NerySantos, por hablar de nombres concretos: mandar un abrazo que se sepa que está pensado para quien lo recibe con su nombre propio.

O como tengo visto en Paqui, mi amiga del Jódar de mi infancia; o los hijos del brigada, o el de Aroma-de-Mágina, o las ganchilleras de SM… y seis o siete más con los que me trato en estos conciliábulos digitales de sesión continua a los que estoy apuntada en la última fila, más que nada porque es la única manera que me queda de no tener que hablar siempre con los espejos.

(NOTA DE LA REDACCIÓN: no vayáis a disgustaros quienes felicitáis al personal, y a esta que lo es y no os olvida, con nombre y apellido, y no os nombro. Es que es la hora de ponerme en función cocinilla para echarme de comer a mí misma, mismamente, y no doy abasto yo sola).

Pues eso: que lo de los villancicos solitarios en mesa para uno −tan semejantes en lo del remordimiento por lo del VicioSolitario de mi primera juventud−, y las felicitaciones navideñas sin distrito postal que le devuelva su decoro al nombre propio, me suenan a mí como aquel villancico de SierraMágina, cuando las cuadrillas de peones iban a los cortijos en manada a darle las pascuas a los amos, tirando del ronzal de un subrepticio soniquete, de tanto que decir de asimetrías y privaciones contenidas en tan escasa y misteriosa letra entonada a la hora de arrimarse a la mesa, en lugar de quedarse de pie mirando a los que estaban sentados:

A esta puerta hemos llegado

cuatrocientos en cuadrilla.

Si quieren que nos sentemos

saquen cuatrocientas sillas…

 

      Ahora que todas las sillas de mi casa están vacías, tal parece que con una silla tenga bastante.

    …O con una caracola en la que encontrar resguardo si me da por el silencio o rumores de mar sin alharacas si me da por acercármela al oído.

    Algo así recuerdo que me sucedió aquel año.

      A que va a ser verdad que después de aquel invierno nosotras nunca fuimos las mismas…

En CasaChina. En un 6 de Enero de 2023



[1] VÓNIVO: “El Vónivo”. Por deformación auditiva del nombre auténtico:  evónimo. Planta arbórea de bellas hojas perennes, coriáceas, de intenso verde, o verde con manchas blancas, y bayas rojas muy vistosas intensamente tóxicas, alguna de cuyas variedades, (hasta 460),  abundaban en cualquier patio o corral la comarca de Sierra Mágina.

 

AQUEL INVIERNO, EL ÚLTIMO

46/2009

Era un invierno largo, lleno Navidades

de castañas asadas, de traperos huidos,

de ojos presidiarios en los escaparates

del bazar de los Gázquez,

−ese que aún perdura

y sigue haciendo esquina entre estos dos recuerdos−.

 

(Hubo una pandereta; pero eso fue más tarde

cuando ya no tenía ni ganas de tocarla).

 

Era el invierno. Apenas, un oasis de leña

condenada a la hoguera sólo por ser de olivo

y empecinarse en votos impíos y balsámicos

cuando inquietantes llamas le palpaban el tuétano.

 

Las cuatro de la tarde tiritando en el patio

de aquel colegio ambiguo donde anidaban párvulos

abajo en el recreo, donde la algarabía.

Y en los nidos más altos, piaban uniformes

de quinto y sexto grado –tal vez inalcanzables−

y tinteros que eran corazones de plomo

desde donde la sangre azul del palillero

salpicaba las cuentas de cálculos urgentes

y una rítmica tabla del dos por dos son Pedro.

 

(Era el primer invierno que un Pedro me habitó

la espera de cuadernos, después de la pizarra

quebradiza y severa. Aquel invierno. El último…).

 

Eran todos los números una nana sin padre.

Y aun así transitaban gargantas infantiles

como un parto indoloro de ciencia primeriza.

 

En la calle, el invierno era una gran ventana

bajo la que cruzaba una hilera afanosa

de mujeres libertas en todas direcciones,

una especie de pausa donde jugaba el hielo

a beber de los caños pródigos de la plaza

cuando el pilar de piedra no era todavía

desdoro pueblerino. Y los sonoros cántaros

acunaban caderas un poco ladeadas

de doncellas maestras en líquido acarreo

y en piernas al desnudo dispuestas al pincel

de los ojos pintores que siempre dormitaban

en una línea recta de torcidas codicias

varoniles, delante del selecto Casino.

 

Era un invierno largo. Al acecho. Y angosto

entre dos estaciones: el rezo de ánimas

y el romero de marzo ensayando azuletes

sobre tortas bordadas de anises de colores

y rosquillos de vino colgados de los ramos.

 

Era un invierno, el último. Luego nos desterramos

del hielo del sepulcro donde quedó enterrado.

 

Algo más que un paréntesis de esquinas sin bufanda

lanzando bocanadas de alientos fantasmales

que elevaban sus preces de pubertad apenas.

 Nunca fuimos las mismas después de aquel invierno.

 En CasaMora. En un 14 de Diciembre de 2009.

 


[1] VÓNIVO: “El Vónivo”. Por deformación auditiva del nombre auténtico:  evónimo. Planta arbórea de bellas hojas perennes, coriáceas, de intenso verde, o verde con manchas blancas, y bayas rojas muy vistosas intensamente tóxicas, alguna de cuyas variedades, (hasta 460),  abundaban en cualquier patio o corral la comarca de Sierra Mágina.

 

 

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