Mis tendencias
y apetencias sexuales son de las de andar por casa. Vamos, las “normales”, por
utilizar como antónimo esa “anormalidad” que el pobre mío del alcalde de Coria
del Río, no sé yo si muy versado en mujeres y viceversa, ha dejado caer sobre
el suelo del consistorio al diferenciar entre mujeres lesbianas y mujeres “normales”.
¡Vaya! Que una
servidora es “normalita” aunque el serlo me haya reducido el campo de maniobras
y, a estas alturas, esté ya en excedencia forzosa.
Siendo así de “normalita”,
y si he de seguir la línea de ciertos colegas míos, juristas, adjetivados como “católicos”
mediante la apropiación indebida de un catolicismo del que me apeo por olerme a
algo rancio y cojitranco, que sigue arrastrando todavía “el sexto” como un
cilicio de desecho, siendo tan “normalita” −digo− tendría que proclamar que la
bandera arcoíris no me representa. (Demasiado color para tan grises
procedencias como las que me llevaron a malgastar el tiempo cuando aún estaba a
tiempo).
Y, sin embargo, digo y proclamo
que esa bandera, y lo que representa, SÍ ME REPRESENTA. Me representa y me
representará mientras haya una sola criatura en el mundo que sea despreciada,
perseguida, maltratada o arrinconada por el simple hecho bio-geográfico de sus particularísimas
preferencias al sur del ombligo.
Ya sé que algunos aprendices de “humanidad”
políticamente correcta, y finuras de salón estraperlista de casa-bienvenida a
menos, me dirán que qué necesidad hay de meter semejante bulla.
¿Que qué
necesidad hay de tanto espectáculo, a veces desaforado, del “ORGULLO”? Para mí
está claro: para decirles a los cerriles unidireccionales de cualquier parte
del mundo que casi todos en ESTE PAÍS NOS SENTIMOS ORGULLOSOS de no ir
crucificando cristos en calvarios de intransigencia por exteriorizar ideas y
sentimientos íntimos que a nadie dañan. Casi todos en ESTE PAÍS NOS SENTIMOS
ORGULLOSOS de no lapidar y tirar la primera piedra contra quienes quieran
besarse y pasear de la mano por las calles, regalándonos el gran espectáculo
del amor, con independencia de lo que la naturaleza les haya colgado entre las
piernas. En ESTE PAÍS NOS SENTIMOS ORGULLOSOS de poder mostrar contentos y
bullicios para jalear al amor, en lugar de andar abriéndonos de piernas en plan
vaquero del Oeste, y disparando mosquetones contra indios emplumados; bullicios
que, por otra parte, como exteriorización simbólica de un rito de íntimas libertades
personales, van mucho más allá de la pura anécdota de unas siglas jaleosas,
aunque quienes defendemos el derecho a amarse seamos “del montón”, que viene a
ser algo así como un tropezón inopinado en la traicionera distinción semántica
del alcalde de Coria haciéndome sentir algo tan confuso como una “mujer normal”.
Tampoco soy de
quienes utilizan mi profesión de jurista para montarme un auto de fe
capirotero, pidiendo ya de paso la derogación de las procesiones capiroteras, ni
para descolgar banderas y estandartes a golpe de códigos anquilosados que un
día esconderemos en archivos polvorientos como quien esconde vergüenzas de
familia.
Jurista, Sí.
Orgullosa de dar testimonio del
respeto que les debemos a todos, por supuesto. A ver si así aprenden los catetos
amorosos que lo de amar es un mandamiento divino, y no algo tan mal visto que
haya que romper las farolas de los parques con tirachinas para que nadie vea lo
que todos somos y apetecemos. Y no recuerdo que en ese mandamiento se
prohibieran banderas o estandartes ni se dibujaran mapas de zonas corporales prohibidas.
No puedo por menos que
agradecerles el regalo a quienes, algo tardíamente, han traído todos los
colores del mundo para iluminarme los días que aún me queden.
Y el que quiera seguir en blanco
y negro como el NO-DO, lo tiene fácil: que no se asome al balcón cuando salga
el arco iris.