46/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado - 22)
"Lo poco
gusta, lo mucho cansa…
y lo machacón aburre"
Lo que al comenzar el encierro me provocó una curiosidad sin
horario, lindante con la adición patológica, se ha convertido ahora en una flojera,
en una apatía, en una desgana y en un melindre casi rayanos en algo a mitad de
camino entre la irritación y el rechazo.
Me refiero a los
videos sobre el Viruso Coronado y sus colateralidades, que empiezan a ocupar
nuestros espacios vitales con más agresividad, abundancia y letalidad que el
propio responsable de este encerramiento cerril, que nos mantiene atrapados
dentro de un fotograma inerte enganchado en una moviola fija.
El chorreo de esos videos es como una nube de moscas alrededor
de una matadura borriquera. Como una hilera de hormigas acarreando bultos diez
veces más voluminosos que sus porteadoras; como ratas de granero; como
cucarachas nocturnas en casa de un síndrome de Diógenes. Como anacondas
encharcadas al acecho del regreso de “El hombre y la Tierra”; o como manadas de
colorines que sobrevuelan cardos borriqueros sin saber de la impiedad de sus aguijones.
Los videos del Viruso son como una invasión de
extraterrestres sin escafandra ni pupila en los ojos, de esos que miran sin
mirar y tocan sin tentar, con un roce de piel acartonada que desuella el alma.
Los hay de todos los colores, sabores, balumbas, excesos y carencias:
buenísimos, muy buenos, buenos con reparos, regulares, ingeniosillos, bodriosos
o birriosos, según se mire; y hasta rotundamente zafios, irritantemente machistas,
o groseramente graciosillos, de los que hacen gala de un oportunismo ramplón de
medio pelo.
(¿No será que me está entrando a mí un bitango?)
Según se va alargando el tiempo de prisión provisional,
siento que comienzo a echar de menos, cada vez con más avideces, ese mensaje
directo, salido del ingenio propio y del sentimiento personal de los seres a
los que amo, con los que me comunico por este medio maravilloso en que se ha
convertido Internet.
Parejo a esa necesidad del mensaje personal, crece en mi
interior una aversión casi espasmódica contra cualquier archivo adjunto, cuyo fondo
borroso y agresivo triangulillo central revelan que aquello echará a andar en
cuanto le dé un toque en el ombligo.
Cuando comenzaron a asaltarme los sucesivos embates de pereza
activa anti-videos, tomé por costumbre fijarme en el numerillo de la esquina
inferior izquierda, indicador de la duración invasiva, y comencé a discriminar
su visionado en razón de los tiempos: no abriría ningún video que pasara de
los tres minutos, los que, multiplicados por un mínimo de 75 videos diarios,
daba la preocupante cifra de 225 minutos; o, lo que es lo mismo: 3,75 horas que, restadas de las 24 diarias,
reducían mi jornada a 20,25 horas. Si a esas les descontaba 8 horas de sueño
más o menos artificial, me quedaba la miserable cifra de 12,25 horas para repartir
malamente entre los papeles y las musarañas.
Además, estaba lo otro. Lo otro no es otra cosa que las
tareas accesorias: unos minutos para echar alpiste en los comederos de los
pájaros, alguna hora de cocina, donde practico mi especial alquimia especiera,
un mínimo de media hora para tareas inconfesables, y otro tanto para las
innombrables… Total que, cuando me las prometía felices por el exceso de tiempo
al que convidaba el encierro, cual una tierra prometida no contaminada en un
principio, me doy cuenta de que casi no me queda calderilla para pagarme un
miserable estar conmigo misma.
Tras echar las cuentas, no me queda otra que cambiar esa incierta
pereza que comencé a sentir en lo de abrir videos por un acto de resistencia numantina
ante la mínima tentación que me aguijonee a pinchar el triangulillo de marras.
Lo que pasa es que lo de la resistencia numantina no está
libre de un cierto regomello, una sorda culpa que me hace recapacitar sobre el
peligro de perderme alguna genialidad. Pero también para eso he encontrado el
pensamiento-remedio: cada vez que ataca el mal cuerpo, me represento esa escena
en la que me veo a mí misma pasar por delante de un kiosco callejero, repleto
de colorines glamurosos, periódicos en montoncillos y unos pocos libros, cuyo
título, precisamente por ser muy escasa su cantidad, da tiempo a repasar, mirar,
seleccionar, elegir, y llevarme a casa. Casi siempre −por no decir siempre−
acabo rescatando uno de esos libros que pasan a engrosar mis múltiples
estanterías. Al propio tiempo, me esfuerzo en recordar mis visitas a cualquier
biblioteca del mundo donde, desde que tengo memoria, me abruma la cantidad de
volúmenes, me entristece y me agobia de tal manera que tengo que salir por pies
al aire libre, sin ningún libro; porque −me duelo− sería un imposible leerlos
todos, y una iniquidad elegir entre tantos.
¿No es una buena razón para darles
el cerrojazo total a los videos?
Pues eso; que estoy segura de que, con mi abdicación en lo de
no abrir ni un video más, me voy a perder muchas, muchísimas ingeniosidades;
pero voy a ganar en mensajes
personalizados de esos que parecen abrazos certificados con acuse de
recibo.
Dicho lo cual, proclamo: no volveré a abrir ni un solo vídeo
en lo que me queda de encierro, aún a riesgo de perderme los mejores.
“CERRADO
POR PROFUSIONES”