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viernes, 3 de agosto de 2018

¿MIEDO A DECIRLO? ¿POR QUÉ?


63/2018 


Al hilo de una lúcida publicación de mi siempre admirado Benhur Sánchez Suárez.

¿MIEDO A DECIRLO? ¿POR QUÉ?



Tengo mis ideas políticas. ¡Claro que las tengo! Confusas (es decir:  ausentes de casi toda rigidez del “para-siempre”), pero las tengo. Como tengo mis ideas trascendentales, que hay quien identifica con las “religiosas”. Tampoco estas últimas son especialmente arraigadas e inmutables; pero son las mías.

Tanto en lo político como en lo religioso intento -y a veces hasta lo consigo- huir de dogmas tan tontorrones como los que llevaron al borde de la hoguera a Galileo Galilei, para tener que acabar desdiciéndome de la tontorronería del dogma, como intento evadirme del encantamiento de los líderes de mercadillo, inquisidores de cualquier cosa que brille; pero, sobre todo, trato de evitar hacerme eco de esos tonillos petulantes que puedan interpretarse como descalificadores de/contra una persona concreta.

¡Quién soy yo para descalificar a nadie!

Y menos para provocar el aplauso o aplaudir la descalificación direccional. 





Por eso, en lo político y en lo religioso, huyo de expresarme o posicionarme públicamente, sabedora como soy de que existe siempre al acecho un coro de ociosos, especialmente adictos (y adeptos) a la bronca, siempre a la espera de que alguien encienda una mechita de nada para armar un infierno en el que quemar -pobres inquisidores trasnochados- al primero que se atreva a ir contra corriente.

Sin embargo, con las debidas cautelas asépticas, (porque la maledicencia es especialmente contagiosa) no eludo contemplar esas orgías devastadoras, siquiera sea para reafirmarme en lo que intento no caer ni siquiera por equivocación: LA ENVIDIA.

Mi profesión me llevó a confirmar que, tras una gran parte de los conflictos (de cualquier tipo, pero, sobre todo, el conflicto con uno mismo), se esconden profundas frustraciones ancladas en LA ENVIDIA, ese sentimiento dañino que destruye a quien no está dispuesto a desenmascararlo en lo más íntimo del ser y erradicarlo tenazmente.

Una de las manifestaciones más perversas de la ENVIDIA es LA INSIDIA: esa manera larvada (o abiertamente hostil) de la que se valen algunas personas especialmente desgraciadas, y de manifiesta indigencia emocional, lanzando andanadas de sospecha sobre cualquier iniciativa fuera de lo común o sobre cualquier triunfo ajeno.  Por eso, y a estas alturas de la vida, huyo (o trato de hacerlo) de quienes se convierten en pregoneros de la duda maliciosa, y aún creen que tienen tiempo para transmutarse en diosecillos descalificadores del éxito ajeno.

Cada vez me convenzo más de que yo nací para ALABAR EN PÚBLICO lo que considero alabable, por mínimo que sea y venga de quien venga; para CALLAR DISCRETAMENTE cuando algo supera mi capacidad de comprensión; y para DECIRLE EN PRIVADO a quienes estimo aquello que me inquieta de ellos, no porque mi criterio sea mejor, sino para poder entender el suyo.

Me niego a querer mostrarme circunstancialmente ingeniosa, discutiendo en foros públicos con arrogantes discutidores profesionales instalados en la creencia inamovible y vocinglera.

Me niego a descalificar el triunfo de nadie.

Me niego a irrumpir en esos campos de batalla donde las ociosas hordas de siempre se dejan manejar por los más indiscretos, para escarnecer a una víctima previamente señalada por el dedo de intereses bastardos, haciendo gala de “a ver quién insulta más, mejor y con volumen más alto para contentar a la jauría y ser aceptado en la manada”.

Me niego a dejarme arrastrar por la arenga; pero, sobre todo, a convertirme en arengadora.

Me niego a competir en ignominia contra nadie.

Me niego a condenar. Y menos en nombre de Dios o de la patria.

Para esa tarea ya están los envidiosos, fácilmente identificables con juegos más que experimentados.

(Haced la prueba que se propone ahí abajo. Os sorprenderá)


elpais.com

Formamos parte de una sociedad que tiende a condenar el talento. Uno…
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