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martes, 23 de noviembre de 2021

EL CORRAL DE ISABELITA


146/2021

 (Méndez Núñez, 7)

    Hoy me he despertado con una interrogante colgada del último sueño que apenas logré atrapar antes de que se me disolviera con la luz del día: ¿Dónde diablos estará la diferencia entre un patio y un corral?

        Ya sé, ya sé… Pero no es eso. Hasta donde a mí se me alcanza, y según mis viejos recuerdos de infancia, no me atrevería yo a afirmar que la diferencia esté en la presencia o ausencia de animales según veréis.

        Recuerdo perfectamente que, en mi casa de Jódar, en la calle de Méndez Núñez, 7, había un patio. En la casa de enfrente, la de mi amiga Isabelita, que estaba en el 4 de la calle de Méndez Núñez, pegada a la imponente fachada sin huecos de luces de la señorial casa de la esquina, había un corral.

        Así, como lo cuento: la casa de Isabelita tenía un corral y la mía un patio, y nadie se molestó por entonces en aclararnos la diferencia, ni a nosotras nos inquietaba saber más de lo que pasaba.

        Veamos:

        En ninguna de las dos casas se criaban animales que no fueran las rústicas lagartijas sin amo, las hormigas, que entraron en la cajeta de cartón donde los guardaba y exterminaron mis gusanos de seda en una sola noche, las avispas, las moscas y algún ratón poco dado a dejarse ver durante el día para tranquilidad del personal; así que los “animales-de-corral” no eran precisamente los elementos que pudieran aclarar nada sobre la diferencia entre un patio y un corral.

        ¿Me he explicado?

        Pero sigamos en busca de semejanzas y disparidades.

        En el patio de mi casa, en arriates bien delimitados y estercolados, se criaban claveles, geranios −de pensamiento y de los otros−, margaritas, dompedros, pinicos de temporada, un evónimo y un rosal de pitiminí en el rincón del fondo que tiene su propia historia; en el corral de la casa de Isabelita brotaban cada año, sin orden ni concierto y a su aire, las caléndulas y las campanillas silvestres de enredadera. A fin de cuentas, en su corral y en mi patio había flores más o menos de jardín, aunque justo es decir que el único “jardín” que en Jódar reconocíamos como tal era el Jardín de Francisco, ese que todavía se desmorona por falta de descendientes a la orilla del camino del Cementerio, ya sin Francisco, aunque aún con restos de crisantemos salvajes y de viejos secretos bien guardados.

        Recuerdo que una noche cayó un aguacero de esos que le lavan la cara al amanecer y embarran por igual corrales y patios. Por la tarde, escarbando como gallinas en la tierra engredada del corral de Isabelita, encontramos algo maravilloso, nunca visto, y que todavía desconocíamos de que se trataba hasta que nos lo dijeron: ¡era la concha espinada de una cañaílla!

           La concha estaba vacía; pero a mí ya me habían dado la merendilla en la cocina de mi casa, Isabelita roía un currusco de pan de algarroba y ninguna de las dos sentíamos hambre que no fuera la de seguir jugando a buscadoras de tesoros.

        Aunque, por el lugar en que había aparecido, aquella presea pertenecía a Isabelita, no tuvo ella reparo en prestármela para que mi padre, maestro como era, y tan sabio como decían que era, pudiera aclararnos de qué se trataba, cosa que hizo él con gran profusión de datos: aquello era ni más ni menos que la concha de una caracola.

        No quería yo hacerle el feo de poner en duda lo que me decía sobre nuestro hallazgo, pero su información no encajaba con mi gran experiencia de ocho años metida en los nueve. Bien sabía yo a aquellas alturas de mi vida que, además de los caracoles chicos, redondetes ellos, que vivían pegados a manojos en los tallos de los cardos y los hinojos de la carretera, y además de los caracoles gordos a los que les dicen gitanos o cabrillas por aquellas tierras, había visto yo por lo menos dos clases de caracolas de las alargadas: las minúsculas y renegridas de los abrevaderos del Pradillo, en la carretera de Larva, semejantes a una pastilla Juanola, y las ruminas, entre marroncillas y blancosucias, algo más grandes, de las que abundan en ribera del río Cuadros.

        Como a mi padre no se le escapaba nada, algo debió notar él en mi gesto cuando añadió:

        −No son caracolas corrientes. Son caracolas de mar.

        −Pero el mar está muy lejos −opuse yo, que solo conocía la inmensidad del mar por un dibujo de colores que salía en mi libro de “Hemos visto al Señor”.

        −Ahora sí está lejos, claro. Pero hubo un tiempo en el que todo esto que vemos estaba debajo del mar. Y así estuvo hasta que poco a poco se fue retirando a donde está ahora.

        De inmediato, mi imaginación de apenas ocho años comenzó a imaginar aquellos secarrales cubiertos por el mar inmenso, habitado por caracolas como la que habíamos encontrado en el corral de Isabelita, y me acometió la esperanza de que la caracola de Isabelita no fuera la única abandonada en la huida del agua.

        −¿Nuestra casa también estaba debajo del mar?

        −El mar cubría todo lo que puedas ver a tu alrededor hasta que se fue; nuestra casa se construyó mucho después de que el mar se retirara.

        −¿Cuánto después?

        −Muchos siglos después.

        Aquella tarde le devolví a Isabelita su concha de caracola, con la esperanza puesta en poder encontrar mi propia caracola. No sé cuántos días dediqué a escarbar en el patio de mi casa en busca de mi ansiado trofeo; y no lo sé porque, con la edad que entonces tenía, los tiempos son demasiado cambiantes como para echarles cuentas al tiempo perdido.

        Lo que si recuerdo es que nunca encontré la caracola. Lo único de cierto valor que apareció fue una palometa de porcelana desportillada, un aislante con unos restos de cable retorcido todavía enredados, del que mi padre me contó que eran desperdicios de la antigua fábrica de la luz que montó la bisabuela, quien había utilizado aquella casona de Méndez Núñez, 7 como almacén de material eléctrico para su industria.

        Esa noche soñé con la luz de la bisabuela…

        Tuvo que pasar mucho tiempo antes de entender la verdadera diferencia entre un patio y un corral.

        Durante toda mi infancia, y aún traspasada la infancia, pensé que la diferencia estaba en que en los corrales hay conchas de caracolas llenas de aguijones por fuera y vacías por dentro, y en los patios lo que hay son restos abandonados por una bisabuela invisible con la que, aunque nadie me crea, aún sigo manteniendo conversaciones nocturnas solo con sacudir el roñoso cable de la palometa y frotar la porcelana con un pañuelo que igual vale para fantasear que para enjugar alguna lágrima.

 En CasaChina. En un 23 de Noviembre de 2021

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

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