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viernes, 1 de mayo de 2020

VISITA AL AMANECER


 78/2020

(Croniquilla del Viruso Coronado – 52)
−Cordia XVII−

Entre salvar una vida o a un político, prefiero la primera.
(Escuchado en la radio)

        Unas veces dormitaba y otras husmeaba como un hurón desde su puesto de observación privilegiado, el mismo que, en vida de su madre, había utilizado ella para tener vigilada casi toda la calle, de arriba abajo, con un mecanismo tan sencillo como el de haber colocado el aparador frente al sillón que había sido su sitial en la mesa de camilla de al lado de la ventana, de tal manera que desde el sillón veía a cualquiera que subiera la calle; y por los espejos del aparador, con sus tres paneles diestramente sesgados en distintas direcciones, tenía vigilados a quienes bajaran, a los que estuvieran en la acera de enfrente y el entrar y salir de las puertas más cercanas.
          Por eso no se le escapó al Nelo lo que pasó el día anterior, cuando aquel coche tan raro, con la Cordia dentro, salió a escape calle arriba, hacia la salida del pueblo, no sin que antes el que guiaba, tras bajar el cristal ennegrecido de su ventanilla, hubiera hablado de manera poco templada con Blasillo, como si le estuviera dando instrucciones que, por los gestos del pobre municipal, pareciera que no acababa de entender lo del todo lo que se le decía, o que no se aviniera a obedecer lo que se le ordenaba. De lo que se hablara en aquel sucederse de aspavientos de manos del que estaba dentro del coche, y del aparente aturdimiento o irritación del municipal, que remató cuadrándose como si fuera un soldado raso a punto de sufrir un arresto, nada pudo escuchar el viejo pregonero, porque algo le aconsejaba que no se hiciera presente ante los extraños levantando la persiana, o abriendo los postigos, que siempre soltaban una especie de lamento escandaloso por falta de engrase. Además, no era cuestión de disimular, porque nadie hubiera entendido que se abriera una ventana cuando afuera soplaba semejante solano, desapacible y valentón, que aconsejaba más clausura que bureo.
           Cuando el coche de los cristales negros arrancó y se perdió en la primera curva de la carretera, tras las últimas casas, creyó llegado el momento de satisfacer su curiosidad y, tras abandonar “el puesto de mando”, como a él le gustaba llamar al viejo sillón de su madre, se dirigió a la puerta, sacando medio cuerpo fuera pero sin traspasar el escalón, desde donde pudo comprobar que la pareja de municipales seguía merodeando por allí, aunque pareciera que estaban buscando escondrijo entre la fronda de los jazmineros que crecían con exuberancia en algunos alcorques de los árboles callejeros.
            −¿A dónde va la Cordia? −tanteó Nelo, cuidando de no ponerle a su tono mayor ímpetu, a pesar de lo cual fue consciente del repullo que sus palabras causaban en el Jaro, y del gesto con el que Sillo, el de más edad, trataba de contener cualquier inconveniencia de su compañero.
           −¿La Cordia? ¿Es que va a algún sitio? −disimuló Sillo como si no fuera con ellos el asunto.
           −Digo yo que así debe ser cuando la han subido al coche que acaba de irse como si algo preciso la sacara de su casa. Y vosotros de ayudantes de campo de los forasteros ¿no?
            −Mira, Nelo, ¡pa qué nos vamos a engañar! Mejor será que ni tú ni nosotros metamos los hocicos en sartén ajena, porque podemos chamuscarnos los morros.
           −¿Entonces, qué es lo que hay que hacer? Sacan a una vecina de su casa sin que ella sea conforme como saltaba a la vista; la meten en un coche con las ventanillas negras como un tizón, cual si fuera una forajida pillada infraganti, ponen firme a la autoridad que se supone que sois vosotros, y se la llevan vete tú a saber a dónde, como se acarrean los cochinos al matadero. ¿Y todavía te atreves a decir que interesarse por algo tan sin razón es meter los morros en sartén ajena?
Con dinero o sin dinero
yo hago siempre lo que quiero
y mi palabra es la leyyyy…
              −Y tú, Ñica, deja la monserga para mejor ocasión, que no estamos para serenatas −le vociferó con rabia mal contenida a la ventana de enfrente, desde la que, por entre las lajas de la persiana de madera pintada de verde, salía la estridencia del desafine.
       ¡Cómo podía él seguir enganchado de aquel mal bicho de mujer siendo como era una pura malignidad con patas! Como no fuera porque de seguro que la muy pécora seguía entera, y a él le picaba lo de desflorar palomas casi tanto como lo de pedorrear cornetas…
          Sintió Nelo que la sangre se le estaba subiendo a las sienes. Se tentó los lóbulos de las orejas y constató que le echaban fuego; se llevó los dedos a la altura del tercer botón de su camisa de franela, y percibió un estremecimiento que manifestaba que algo estaba trajinando detrás de las costillas sin guardar el compás que debiera guardar, y supo que era el mejor momento para meterse en su casa por el mismo sitio por el que había salido, antes de acabar por decirles a aquellos tres lo que pensaba de ellos sin haberse tomado antes la pastilla de la tensión. Cuando se retiró del escalón soltando la manija, el viento se arremolinó de tal manera que empujó la hoja, pillando entrepuertas la cortina de estameña de la trasera, lo que lo obligó a volver a abrir para rescatar la colgadura, tomándose el desahogo de colaborarle al solano con un feroz portazo final. No sin antes aliviarse la presión encorajinada del pecho lanzando su último dardo a los agentes:
            −Como le pase algo a la Cordia por culpa vuestra, tened por seguro que os sajo y os destripo como a cochinos.
“Dirás que no me quisiste
pero vas a estar muy triste
y así te vas a quedarrrr.
                  −¡Serás cipote!
             Pero eso no lo pudo escuchar nadie; ni los municipales, ni la Ñica, a quien iba dirigido el cohete, porque ya estaba él dentro de aquella casa donde el ánima de su madre seguía abochornándolo, sofocándolo y confundiéndolo desde cada rincón donde quiera que buscara refugio.
          De sus tiempos de monecillo con don Tolino heredó y conservó sin remedio un acusado espíritu crítico, junto a un miedo reverencial que lo encasquillaba, por no saber nunca cómo hacer las cosas para no irritar al cura, (“que acercame más el acetre, que no alcanzo con el hisopo…, que no le arrimes a la barbilla la bandeja a esa espingarda que viene a comulgar con los labios pintados…, que dónde se habrá dejado la muy impía de la Blasa los manguitos…, que a ver si, cuando pasas el cestillo, se estiran algo más con las limosnas esa cuadrilla de beatas…, que no habrás metido mano en el cepillo de san Pascual, que no llega la recaudación ni a siete gordas…” “¡Que si yo te contara lo que tengo que escuchar en el confesionario sin acordarme de que uno también es un hombre…!”).
         Ese espíritu crítico injertado por el cura se lo reforzó su madre en el contorno doméstico desde bien chico, como si él fuera el culpable de lo que pasaba en el mundo: (“que mira las horas que tiene tu padre de llegar a la casa…, que a ver si alguien saca la mierda del gallinero antes de que a nuestras ponedoras les entre la variola de las gallinas que ya ha arrasado la mitad de los corrales del pueblo… ¡Que vais a enterrarme entre todos…!”). Y él, por el solo hecho de ser hijo de un padre que nunca llegaba a su hora, y por haber nacido machillo, que al parecer era las dos causas principales de que las madres fueran tan desdichadas, se sentía culpable de todo lo que pasaba a su alrededor, aunque no supiera muy bien qué era lo que pasaba; y la culpa lo hundía en un pozo de desaliento de paredes lisas e imposibles de escalar, a causa de aquella desazón en la que vivía su madre, quien, según pasaban los años, y sin acabar de encontrar consuelo o sosiego en las novenas, triduos y ejercicios espirituales en los que pareciera que se distraía algo, le confirmó en su acritud con la eterna cantinela de “¿que no tengan que decir de nosotros!”. Y con aquel “nosotros”, extendía a todos los miembros de la familia, que no eran otros que su padre y él, cualquier malhacer de uno solo.
            Lo peor fue lo de las novias: “que si a ésta le hace hopos la falda; que si a la otra le asoma el viso; que algo tendrá la Sita cuando no se le arrima ningún mozo del pueblo. Que si la Ramona es una pelandusca que no te conviene porque ha salido a los suyos… ¡Que tú debieras pretender a la Cordia, que es hija única y tiene buenos posibles que heredar! “¿O qué te piensas tú? ¿Qué no te he visto cómo se te abulta la portañuela cuando la miras en el baile?”.
          Eso último nunca lo había mentado delante de nadie, porque no era cosa de afrentar al Ulio, que la pretendió primero y desde bien chico.
            Si a resultas de todo eso, mostró él alguna inclinación hacia la Ñica, no era otra cosa que un postizo; una manera de ponerle un parche al agujero por el que se le escapaba el alma cada vez que miraba a la Sita, o a la Tiana, o a la Narda...
           O −para qué iba a engañarse− a la Cordia, como decía su madre.
           Pero, estaba claro: sin olivas que heredar, sin padre con el que condolerse de que se lo llevaran a la construcción del pantano y no volviera, y sin oficio mejor que el que le dieron como pregonero del Ayuntamiento, por haberse enseñado en lo del cornetín cuando fue a la mili, y para taparle la boca y compensar del accidente de los barrenos defectuosos que lo dejaron sin padre, no estaba la cosa para que moza alguna quisiera arrimo con él por muy buen mozo que fuera.
            Cavilando entre sueños estaba Juanelo sobre las cosas del pasado y del presente cuando, desde los postigos entornados sintió los golpes del llamador en la puerta de enfrente. El día recién amanecido, al contrario que la tarde anterior, daba señales de luminosidad intensa, hasta el extremo de que las vestimentas de quienes esperaban detrás de los que aporreaban la puerta de su vecino Braulio se asemejaban a las túnicas de los ángeles que salían en no recordaba qué película, aunque sin túnicas. Más bien con calzones de astronauta. Hasta los pies los llevaban embutidos en talegas blancas de tal manera que, vistos a la luz del amanecer, pudieran confundirse con un cargamento de costales de harina a la espera de ser cargadas en un vagón de mercancías.
           Quienes aporreaban el llamador, en la delantera de los astronautas, eran los dos municipales; el Sillo y el Jaro. Pero Ulio no respondía a la llamada.
            ¿Y si al pobre Ulio le hubiera pasado cualquier cosa durante la noche sin que su Cordia pudiera auxiliarlo?
        −¿Se les ofrece algo? −quiso saber desde su ventana, sin que los visitantes de sus vecinos dieran señales de haberlo escuchado.
            Repitió la pregunta; y solo entonces uno de aquellos encapuchados sin rostro, por lo que pudo ver él al arrodearse, llamó la atención del Jaro quien atravesó la calle:
         −Nelo: será mejor que ni te des por enterado de este asunto o todos en el pueblo saldremos malparados. Anda métete para adentro. Ya hablaremos cuando pueda ser.
              No le dio tiempo a replicar. En ese momento se abrió la puerta de Ulio, y antes de que él saliera, uno de ellos empujó a quien abría, y todos los demás entraron en tromba a la casa, cerrando a sus espaldas la puerta ante la que quedaron los dos municipales como dos perros apaleados.

             Bueno, los municipales y la voz desalada del Ulio:

−Nelo: llama a alguien. No permitas que estos me atropellen.

Inquieta en CasaChina. En un 1 de Mayo de 2020

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