78/2020
(Croniquilla del Viruso
Coronado – 52)
−Cordia XVII−
Entre
salvar una vida o a un político, prefiero la primera.
(Escuchado
en la radio)
Unas veces dormitaba y otras husmeaba como un hurón
desde su puesto de observación privilegiado, el mismo que, en vida de su madre,
había utilizado ella para tener vigilada casi toda la calle, de arriba abajo, con
un mecanismo tan sencillo como el de haber colocado el aparador frente al
sillón que había sido su sitial en la mesa de camilla de al lado de la ventana,
de tal manera que desde el sillón veía a cualquiera que subiera la calle; y por
los espejos del aparador, con sus tres paneles diestramente sesgados en
distintas direcciones, tenía vigilados a quienes bajaran, a los que estuvieran
en la acera de enfrente y el entrar y salir de las puertas más cercanas.
Por eso no se le escapó al Nelo lo que pasó el día
anterior, cuando aquel coche tan raro, con la Cordia dentro, salió a escape calle
arriba, hacia la salida del pueblo, no sin que antes el que guiaba, tras bajar
el cristal ennegrecido de su ventanilla, hubiera hablado de manera poco templada
con Blasillo, como si le estuviera dando instrucciones que, por los gestos del pobre
municipal, pareciera que no acababa de entender lo del todo lo que se le decía,
o que no se aviniera a obedecer lo que se le ordenaba. De lo que se hablara en
aquel sucederse de aspavientos de manos del que estaba dentro del coche, y del
aparente aturdimiento o irritación del municipal, que remató cuadrándose como
si fuera un soldado raso a punto de sufrir un arresto, nada pudo escuchar el
viejo pregonero, porque algo le aconsejaba que no se hiciera presente ante los
extraños levantando la persiana, o abriendo los postigos, que siempre soltaban
una especie de lamento escandaloso por falta de engrase. Además, no era
cuestión de disimular, porque nadie hubiera entendido que se abriera una
ventana cuando afuera soplaba semejante solano, desapacible y valentón, que
aconsejaba más clausura que bureo.
Cuando el coche de los cristales negros arrancó y se
perdió en la primera curva de la carretera, tras las últimas casas, creyó llegado
el momento de satisfacer su curiosidad y, tras abandonar “el puesto de mando”,
como a él le gustaba llamar al viejo sillón de su madre, se dirigió a la
puerta, sacando medio cuerpo fuera pero sin traspasar el escalón, desde donde
pudo comprobar que la pareja de municipales seguía merodeando por allí, aunque
pareciera que estaban buscando escondrijo entre la fronda de los jazmineros que
crecían con exuberancia en algunos alcorques de los árboles callejeros.
−¿A dónde va la Cordia? −tanteó Nelo, cuidando de no
ponerle a su tono mayor ímpetu, a pesar de lo cual fue consciente del repullo
que sus palabras causaban en el Jaro, y del gesto con el que Sillo, el de más
edad, trataba de contener cualquier inconveniencia de su compañero.
−¿La Cordia? ¿Es que va a algún sitio? −disimuló
Sillo como si no fuera con ellos el asunto.
−Digo yo que así debe ser cuando la han subido al
coche que acaba de irse como si algo preciso la sacara de su casa. Y vosotros
de ayudantes de campo de los forasteros ¿no?
−Mira, Nelo, ¡pa qué nos vamos a engañar! Mejor será
que ni tú ni nosotros metamos los hocicos en sartén ajena, porque podemos chamuscarnos
los morros.
−¿Entonces, qué es lo que hay que hacer? Sacan a una
vecina de su casa sin que ella sea conforme como saltaba a la vista; la meten
en un coche con las ventanillas negras como un tizón, cual si fuera una forajida
pillada infraganti, ponen firme a la autoridad que se supone que sois vosotros,
y se la llevan vete tú a saber a dónde, como se acarrean los cochinos al
matadero. ¿Y todavía te atreves a decir que interesarse por algo tan sin razón
es meter los morros en sartén ajena?
Con
dinero o sin dinero
yo hago
siempre lo que quiero
y mi
palabra es la leyyyy…
−Y tú, Ñica, deja la monserga para mejor ocasión, que
no estamos para serenatas −le vociferó con rabia mal contenida a la ventana de
enfrente, desde la que, por entre las lajas de la persiana de madera pintada de
verde, salía la estridencia del desafine.
¡Cómo podía él seguir enganchado de aquel mal bicho
de mujer siendo como era una pura malignidad con patas! Como no fuera porque de
seguro que la muy pécora seguía entera, y a él le picaba lo de desflorar palomas
casi tanto como lo de pedorrear cornetas…
Sintió Nelo que la sangre se le estaba subiendo a las
sienes. Se tentó los lóbulos de las orejas y constató que le echaban fuego; se
llevó los dedos a la altura del tercer botón de su camisa de franela, y
percibió un estremecimiento que manifestaba que algo estaba trajinando detrás
de las costillas sin guardar el compás que debiera guardar, y supo que era el
mejor momento para meterse en su casa por el mismo sitio por el que había
salido, antes de acabar por decirles a aquellos tres lo que pensaba de ellos
sin haberse tomado antes la pastilla de la tensión. Cuando se retiró del
escalón soltando la manija, el viento se arremolinó de tal manera que empujó la
hoja, pillando entrepuertas la cortina de estameña de la trasera, lo que lo
obligó a volver a abrir para rescatar la colgadura, tomándose el desahogo de
colaborarle al solano con un feroz portazo final. No sin antes aliviarse la
presión encorajinada del pecho lanzando su último dardo a los agentes:
−Como le pase algo a la Cordia por culpa vuestra,
tened por seguro que os sajo y os destripo como a cochinos.
“Dirás
que no me quisiste
pero vas
a estar muy triste
y así
te vas a quedarrrr.
−¡Serás cipote!
Pero
eso no lo pudo escuchar nadie; ni los municipales, ni la Ñica, a quien iba
dirigido el cohete, porque ya estaba él dentro de aquella casa donde el ánima
de su madre seguía abochornándolo, sofocándolo y confundiéndolo desde cada
rincón donde quiera que buscara refugio.
De
sus tiempos de monecillo con don Tolino heredó y conservó sin
remedio un acusado espíritu crítico, junto a un miedo reverencial que lo
encasquillaba, por no saber nunca cómo hacer las cosas para no irritar al cura,
(“que acercame más el acetre, que no alcanzo con el hisopo…, que no le arrimes
a la barbilla la bandeja a esa espingarda que viene a comulgar con los labios
pintados…, que dónde se habrá dejado la muy impía de la Blasa los manguitos…, que
a ver si, cuando pasas el cestillo, se estiran algo más con las limosnas esa
cuadrilla de beatas…, que no habrás metido mano en el cepillo de san Pascual,
que no llega la recaudación ni a siete gordas…” “¡Que si yo te contara lo que
tengo que escuchar en el confesionario sin acordarme de que uno también es un
hombre…!”).
Ese espíritu crítico injertado por el cura se lo
reforzó su madre en el contorno doméstico desde bien chico, como si él fuera el
culpable de lo que pasaba en el mundo: (“que mira las horas que tiene tu padre
de llegar a la casa…, que a ver si alguien saca la mierda del gallinero antes
de que a nuestras ponedoras les entre la variola de las gallinas que ya
ha arrasado la mitad de los corrales del pueblo… ¡Que vais a enterrarme entre
todos…!”). Y él, por el solo hecho de ser hijo de un padre que nunca llegaba a su
hora, y por haber nacido machillo, que al parecer era las dos causas
principales de que las madres fueran tan desdichadas, se sentía culpable de
todo lo que pasaba a su alrededor, aunque no supiera muy bien qué era lo que
pasaba; y la culpa lo hundía en un pozo de desaliento de paredes lisas e
imposibles de escalar, a causa de aquella desazón en la que vivía su madre,
quien, según pasaban los años, y sin acabar de encontrar consuelo o sosiego en
las novenas, triduos y ejercicios espirituales en los que pareciera que se distraía
algo, le confirmó en su acritud con la eterna cantinela de “¿que no tengan que decir de nosotros!”.
Y con aquel “nosotros”, extendía a todos los miembros de la familia,
que no eran otros que su padre y él, cualquier malhacer de uno solo.
Lo peor fue lo de las novias: “que si a ésta le hace
hopos la falda; que si a la otra le asoma el viso; que algo tendrá la Sita cuando
no se le arrima ningún mozo del pueblo. Que si la Ramona es una pelandusca que
no te conviene porque ha salido a los suyos… ¡Que tú debieras pretender a la
Cordia, que es hija única y tiene buenos posibles que heredar! “¿O qué te
piensas tú? ¿Qué no te he visto cómo se te abulta la portañuela cuando la miras
en el baile?”.
Eso
último nunca lo había mentado delante de nadie, porque no era cosa de afrentar
al Ulio, que la pretendió primero y desde bien chico.
Si a resultas de todo eso, mostró él alguna inclinación
hacia la Ñica, no era otra cosa que un postizo; una manera de ponerle un parche
al agujero por el que se le escapaba el alma cada vez que miraba a la Sita, o a
la Tiana, o a la Narda...
O −para qué iba a engañarse− a la Cordia, como decía
su madre.
Pero, estaba claro: sin olivas que heredar, sin padre
con el que condolerse de que se lo llevaran a la construcción del pantano y no
volviera, y sin oficio mejor que el que le dieron como pregonero del Ayuntamiento,
por haberse enseñado en lo del cornetín cuando fue a la mili, y para taparle la
boca y compensar del accidente de los barrenos defectuosos que lo dejaron sin
padre, no estaba la cosa para que moza alguna quisiera arrimo con él por muy buen
mozo que fuera.
Cavilando entre sueños estaba Juanelo sobre las cosas
del pasado y del presente cuando, desde los postigos entornados sintió los
golpes del llamador en la puerta de enfrente. El día recién amanecido, al
contrario que la tarde anterior, daba señales de luminosidad intensa, hasta el
extremo de que las vestimentas de quienes esperaban detrás de los que aporreaban
la puerta de su vecino Braulio se asemejaban a las túnicas de los ángeles que
salían en no recordaba qué película, aunque sin túnicas. Más bien con calzones
de astronauta. Hasta los pies los llevaban embutidos en talegas blancas de tal
manera que, vistos a la luz del amanecer, pudieran confundirse con un
cargamento de costales de harina a la espera de ser cargadas en un vagón de
mercancías.
Quienes aporreaban el llamador, en la delantera de
los astronautas, eran los dos municipales; el Sillo y el Jaro. Pero Ulio no
respondía a la llamada.
¿Y si al pobre Ulio le hubiera pasado cualquier cosa
durante la noche sin que su Cordia pudiera auxiliarlo?
−¿Se
les ofrece algo? −quiso saber desde su ventana, sin que los
visitantes de sus vecinos dieran señales de haberlo escuchado.
Repitió la pregunta; y solo entonces uno de aquellos
encapuchados sin rostro, por lo que pudo ver él al arrodearse, llamó la
atención del Jaro quien atravesó la calle:
−Nelo: será mejor que ni te des por enterado de este
asunto o todos en el pueblo saldremos malparados. Anda métete para adentro. Ya
hablaremos cuando pueda ser.
No le dio tiempo a replicar. En ese momento se abrió
la puerta de Ulio, y antes de que él saliera, uno de ellos empujó a quien abría,
y todos los demás entraron en tromba a la casa, cerrando a sus espaldas la
puerta ante la que quedaron los dos municipales como dos perros apaleados.
Bueno, los municipales y la voz desalada del Ulio:
−Nelo:
llama a alguien. No permitas que estos me atropellen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario