En algún lugar de este prólogo digo: "Porque nuestra auténtica patria es la infancia. El resto de la vida no es otra cosa que el corredor de la muerte". Yo, que comencé a leer los cimientos de este libro allá por 2017, cuando el autor, JUAN CANO PEREIRA aportó un cuento con idéntico nombre al del libro que gloso para su inserción en el libro que coordiné entonces, <SIERRA MÁGINA, TERRITORIO LITERARIO>, y que luego leí el libro de Juan <LOS NIÑOS DE LAS CARAS> entero tres años más tarde, porque el autor me encomendó prologarlo, no puedo por menos que recomendar vehementemente su lectura. Para los que somos de Sierra Mágina porque nos reconoceremos en él como si la infancia fuera recuperable. Para quienes no son de Sierra Mágina, porque durante muchos años vinieron (y siguen y seguirán viniendo) a intentar entender qué fue lo que se cocía en los fogones de aquella cocina donde comenzaron a emerger figuras inquietantes aún por redimir.
y aquí está lo que la prologuista ha sentido según avanzaba en la tarea encomendada.
LA CRUZ Y “LA PAVA”
María Socorro Mármol Brís
“Una
vez me dijiste no hay edad suficiente para acallar la infancia”. (Escuchado
en algún sitio)
Se lo adelanté al autor: “he dejado para hoy, día del libro del año del gran
silencio, el concluir la lectura de tu libro”.
Estoy en la última página.
He dado muchas vueltas antes de llegar
hasta aquí. He tomado notas; demasiadas; casi para hacer una tesis doctoral
como sin duda merecería este libro. (NOTA: no va a quedarme otra: tendré que recortar,
limitarme a apuntar símbolos, y que sean otros más capaces
quienes vengan a apuntalar con preciosismo esta pequeña/gran obra
maestra).
Debo reconocer (me) que estaba
agarrada con desesperación a los últimos salientes de ese miedo irracional,
propio de quien sabe que un solo paso más, y se sale del bosque encantado para
regresar a la terrible realidad del silencio que nos rodea. A pesar de todo, he
seguido −no me quedaba otro remedio porque la imprenta aguarda− hasta que, en
las últimas líneas, un estremecimiento recorre mi espalda, desde el coxis hasta
la nuca, cuando leo (y subrayo) un párrafo que me perturba:
“De pronto, toda
la flama del verano que ya se halla en retirada, ha decidido bullirme por
dentro y, por un instante, comprendo la sensación que experimentaron aquellos
pájaros de Un día después del sábado[1],
cuando se sintieron incapaces de reprimir la inercia que los hacía estrellarse
contra las ventanas, para ir a morir por fin dentro de las casas. Todo estaba
ahí, amontonado en un rincón del troje, en las cámaras de mi vieja casa,
esperando a que viniera a buscar todas aquellas notas tomadas por la mente del
niño que jugaba a ser invisible y poder manejarse entre unos hechos que no
terminaba de comprender. Lo pienso ahora, y todavía no me puedo explicar
cómo logré mantener la cerilla alejada de aquel
montón de papeles manchados de recuerdos, emborronados de blancos, grises y
negros: los colores de mi memoria”.
Me niego a imaginar qué sería de nuestra vida, −la del Pueblo
Elegido de Sierra Mágina; porque lo somos y por eso andamos errantes por el
desierto desde siempre− si aquella cerilla imaginaria hubiera ajusticiado en la
hoguera los papeles que dieron vida a este libro.
Y es que este libro, −aparentemente un
libro más− es, sin embargo, un críptico mapa emocional accesible solamente para
iniciados; algo así como el Antiguo Testamento de los desheredados; o la Biblia
de Sierra Mágina, contada por un niño sobre la piedra del tiempo. Un niño que
se hizo grande antes de que Sierra Mágina pudiera resucitar de su crucifixión atemporal,
mientras él seguía escondido detrás de sus recuerdos sin ordenar, y a la espera
de que se obrara el milagro de que “La Pava”, esa
cara de la casa de los encantamientos, atravesara la pared medianera con el
templo donde ”La Cruz” sigue
sugiriendo a quien quiera entenderlo que la obra más inquietante de Dios, los
seres humanos, solamente llega a la perfección sobre el papel, como nos apuntó Leonardo da Vinci cuando dibujaba
a su Vitruvio, en un intento desesperado por arreglarle a Dios su equivocación
dibujando al hombre perfecto.
Durante siglos…, (NOTA: En Sierra
Mágina el tiempo no se mide igual que en el resto del mundo. Un minuto puede
durar siglos y viceversa). Decía que, durante siglos, Sierra Mágina se empeñó
en su travesía del desierto a través de los ojos del niño-autor. JUAN CANO
PEREIRA, (de los Pereira de toda la vida si tenemos en cuenta la presencia
categórica de la figura materna).
Un buen día, el niño-grande del que
acabo de hablar se cansó de seguir esperando; y, sin pensárselo más, decidió
meterse a milagrero, que viene a ser lo mismo que decidir abrirse las venas y
escribir con sangre propia la gran epopeya de un tiempo en suspenso, envuelto
entre viejos papeles perdidos en la cámara de la infancia, mientras una cerilla
amenazante sobrevuela el pensamiento.
Fruto de la resurrección de aquel cansancio es este
libro, cuya glosa y entendimiento −ya lo he dicho− quizá podría ocupar una
biblioteca. Pero a mí se me ha dicho que me deje de facundias, y decido abordar
este prólogo desde una lectura “prismática” −léase observación a través de un
prisma de múltiples caras− reducidas a cinco facetas arcanas que paso a
enumerar.
No es función de cualquier prologuista hacer
literatura, sino y más bien la de apuntar con el dedo hacia las sinrazones
mágicas por las que el lector que hojea un libro en las rinconeras de una
librería debe enamorarse de él, seducirlo, secuestrarlo, arrastrarlo hasta lo
oscuro y acabar leyéndole las entrañas como la gitana que lee el destino en la
palma de la mano.
He aquí los enigmas de mis razones para
que usted, que acaba de abrir este libro, se decida a convertirlo en su
barragán.
1. Lo histórico: visto desde un concepto mágico
trascendente.
2. Lo identitario: referido a todas las edades de un niño
narrador.
5. Lo mágico: porque la palabra nos condena y nos
redime, según se le tercie.
Lo
histórico. Ya he
adelantado que debe ser entendido desde el concepto mágico de lo narrado. Creame
quien esto lee: la otra historia, la de los hechos reales (si es que los hubo o
los hay), en definitiva, lo histórico no es lo esencial en este libro, aunque
esté documentado con tal preciosismo que pareciera que estamos ante una labor
de filtiré en la que los hilos se han ido sacando con ayuda de una lupa. Lo
histórico/histórico sobre los paisajes y el paisanaje de este libro pueden encontrarlo
en cualquier hemeroteca. Créanme también si les digo que esa “historia” de las
historias de entonces volverá mil veces a los medios de comunicación; tantas
como rentabilidades y utilidades se le adivinen.
Pero, en un nivel inmediatamente
inferior al de la narración, en un submundo de cenotes, encontrarán historias
que, por sus componentes mágicos, nunca serán contadas por los historiadores,
siempre temerosos de eso que llaman “Comunidad Científica”. Entonces, llega el
tiempo de los poetas; de los narradores. De los iniciados.
Todos lo sabemos. Hay historia nunca
escritas. Me refiero a las HISTORIAS ONÍRICAS; esas que visitarán a los
lectores más perceptivos cuando cierren los ojos y se dejen llevar por lo que
acaban de leer antes de cerrarlos. Esa es la verdadera historia de este
libro.
Lo identitario.
Deberá encontrarlo el lector en todas las edades transitadas hasta ahora por el
niño narrador. Desde ahora les aseguro que no van a encontrar la menor
dificultad, porque todos llevamos en nuestro interior a ese niño que jamás
acabó de contar su propia historia. Y, a la manera de nuestras madres de
entonces, cuando nos decían aquello de “si no comes no crecerás”, afirmo yo que
quien no se cuenta a sí mismo en el paisaje de su infancia no consigue hacerse
adulto del todo. Personalmente, no creo que exista un escritor que no
se escriba a sí mismo en cada una de sus obras. Y Juan se hizo escritor
porque, si quería crecer, no podía ser otra cosa que escritor para escribir
este libro.
Tengo la sospecha de que, tras
escribir este libro, Juan Cano Pereira −de los Pereira de toda la vida, por muy
Cano que sea− se ha ganado su derecho a crecer, cuando reconoce:
“Por lo que a mí respecta, yo era un
niño –como diría Samuel Beckett— con escaso talento para la felicidad”.
Pareciera que el autor, leal con sus
lectores, nos estuviera avisando de que, en este libro, él va a desollarse el
alma más veces de las que el niño narrador se desolló las rodillas por aquellos
finísimos parajes belmecinos (el diccionario los llama “belmezanos”). Consigue
no obstante el autor transfigurarse, o, por mejor expresarlo, transustanciarse
−y que Dios, si existe, me perdone si es que con esto le falto− para
convertirse −el autor, digo− en el cuerpo y la sangre de sus paisanos.
Desde esa nueva sustancia suya, en la
que se odia y se ama a sí mismo a través de los otros, traba todo un panel de
personajes al más puro estilo de los wanted del Oeste: como “Benito
el Mimbre”, “Dolores la Chalá” el gitano Meniche. O el
Labios ¡Ay, la desmemoriada sabiduría del Labios! Y lo hace con la
misma delicada cólera con la que las madres de casta arrancan a sus hijos del
castigo del maestro: “a mi nene la única que le zurra soy yo”.
Juan Cano Pereira (de los Pereira de
toda la vida) maltrata sin piedad a sus personajes con tal ternura que quien
lee no puede por menos que sentir la necesidad de teletransportarse en el
tiempo y en el espacio, dispuesto a llegar a aquellos parajes de agua,
higueras, zarzales y rosas desterradas, y ponerse a consolar a cualquiera que
arrastre sus pies por las solaneras del pueblo irredento. Pero es ahí donde Juan
sale al quite para decirnos: aquí el único que tiene licencia para consolar el
pasado es un servidor; que para eso lo vivió. Y lo vivió tan mala y buenamente,
dentro de un cuerpo de rapaz inoportuno, que aquí estoy yo, Juan Cano Pereira,
para contarlo.
Lo
trágico. Todos guardamos crespones negros en
nuestro cerebro de la infancia. Sucede que hay infancias cuyos crespones son
una realidad que por telúrica se convierte en determinante.
Si ustedes, lectores, hubieran
conocido el Bélmez de La Moraleda de la infancia del autor, el Bélmez “de las
caras”, se estremecerían en cuanto avanzaran apenas unas páginas en la lectura
de este libro, más que nada porque sentirían que, sin saber cómo, se han precipitado
de manera irremediable hacia el abismo de la nostalgia desde lo alto de este
precipicio que es la inquisitorial edad de los adultos.
Cuanto más avanzo en la lectura del LIBRO
de nuestro JUAN CANO PEREIRA, más respeto siento por él −por ellos; libro y
autor, si es que son dos entidades diferentes−. Amén de ameno, (nivel de
lectura elemental), es un soberbio tratado de antropología de un rincón de
nuestra Sierra Mágina, y de un momento histórico tan jaleado como inconcluso,
narrado con una fluidez, una candidez y una sabiduría que me paraliza. ¿Su
mayor acierto? Quizá haber elegido la voz narrativa de un niño, de forma
que todo lo que dice (que dice mucho y documentado al detalle) es asumible por
el lector, porque con los niños no se discute, a los niños se les manda callar
o hacer sus gracias cuando vienen las visitas. Me detengo en algunos pasajes:
“Es
curioso, pero cuando las caras y sus cosas fluyen por mí, me siento como el
niño que desconcha en la pared, distrayéndome con cada figura, con cada medalla
de cal, donde el adobe del muro se va mostrando poco a poco revelador y
descarnado, sin que haya sentido el más mínimo dolor, aunque me estén sangrando
los dedos” −dice el autor−.
Y llego a la conclusión de que en este
libro se encuentra la gran tragedia del expatriado de cualquier tiempo; del
expulsado de un paraíso absolutamente transitorio: la infancia. Porque nuestra
auténtica patria es la infancia. El resto de la vida no es otra cosa que el
corredor de la muerte.
Un día
descubrimos que habíamos sido desterrados de ella, mucho antes de saber que
aquella patria de la infancia era irrecuperable.
Entonces cogemos un papel, juntamos un
montón de letras encima, y la reivindicamos en blanco y negro, dejando que se
nos derrame y se nos desborde hasta inundarnos.
La infancia es un lugar y un paisaje
del que renegábamos entonces, cuando la sufríamos, y al que ahora regresamos de
manera intermitente sintiendo todo el dolor de sabernos proscritos.
Este Juan
Cano Pereira, que me obliga a seguir leyendo, recupera, no ya su propio
despiece, sino los pedazos de nuestra infancia lectora a través de la suya, que
coloca encima de su mesa de trabajo, en lugares perfectamente reconocibles de
Sierra Mágina, aunque en mitad de una feria de confusiones que solamente se
produjo en Bélmez para convertirnos en universales: los montes, las huertas,
las zarzas y los barrancos vienen a ser los mismos. El paisaje y el paisanaje,
también. Lo único que cambia es que el sentido trágico de toda la comarca toma un
protagonismo ciclópeo en ese pueblo; Bélmez. Precisamente, en ése. Y lo hace a través de
unas caras que eligen el suelo de la cocinilla de María para ponerle cenefas al
gris del cemento y nerviosismo a los mandamases munícipes y religiosos.
Entonces, ya no es una patria-infancia al uso, porque comienzan a llegar muchos
forasteros dispuestos a poner etiquetas al fenómeno de una infancia única: la
de los niños de las caras. Luego Juan va rescatando del montón caótico inicial
los pedazos que mejor casan entre sí, y va montando una historia irrepetible
con precisión de artesano. Son como esos pedazos de loza que recogen los
geólogos en una excavación insospechada y los guardan en un museo.
La tragedia
está servida, y emerge en forma de terrores de una niñez expuesta a la vista de todos:
…O aquella otra
historia de la mujer que se aparecía después de muerta. Durante un tiempo,
cuando llegaba la noche, nadie estaba dispuesto a pasar por delante de la
puerta de la que fue su casa, porque corrías el riego de que te persiguiera en
una especie de danza macabra en la que ella, atada de pies y manos, daba saltos
a tu alrededor. Resulta que alguien se había olvidado de desatarla antes de su
sepelio y, así, impedida, no podía presentarse ante Dios en el día del Juicio
Final.
El relatar y la
intriga de espeluznantes historias que iban caldeando el ambiente, a la par que
el miedo se iba haciendo cada vez más sólido y tangible en la expresividad de
los ojos de quienes éramos más impresionables o tan solo más pequeños. Por el
contrario, cuando alguien contaba una historia nueva o ya sabida sobre las
caras, el temor mutaba en simple curiosidad infantil.
Hay veces en que la contundencia del
relato es como un puñetazo de taberna. Valga como muestra la manera en que nos
expone los quebraderos de cabeza del ministro Garicano, cuando reflexiona sobre
la cerril contumacia de los paisanos de Bélmez en defender sus “caras”, que
tanto incomodaba a doña Carmen (la “doña Carmen” por excelencia de aquellos
años):
“…qué iba a pensar de estos ignorantes
desagradecidos que, de no ser por los favores recibidos, aún estarían cagando
en el corral e intentando no pisar su propia mierda entre las patas de los
burros y las mulas”.
El ajuste de cuentas se hace inevitable a estas
alturas, porque, según el
arranque del capítulo IV: “…la causa de los
Pereira se había convertido en la causa de los de Bélmez, incluido su alcalde”.
Digo
yo que, si Dios existe, debe sentir ante los ateos la misma incredulidad
frustrada que la que sintió María desde que comenzó la cosa de la aparición y
andurreo cambiante de la caras en su humilde cocina y el peregrinaje
oportunista a ella, hasta que cerró los ojos. Nadie debiera olvidar entonces
que los niños de las caras son los herederos de la frustración de María.
Lo dicho.
Hay libros que son un ajuste de
cuentas con la infancia. Una especie de “memoria histórica” privada, que es
preciso desenterrar, y no precisamente para hacer un recuento de los huesos de
aquel viejo esqueleto, sino para acomodar esos huesos donde debe ser, y asegurarse
de que, tras la inspección, quedan numerados y dóciles, sin mayores afanes
fantasmales. Y, finalmente, darles sepultura más o menos sagrada para que quien
escribió el libro pueda descansar finalmente.
Y los que lo leen, también.
La verdad es que la descalificación de
aquellos lugares, de sus acontecimientos, de sus gentes y de su “lo-que-fuera-que-sea”
que nadie ha descifrado aún, superó con creces cualquier normalidad. Y es en su
“paranormalidad” donde se encuentra el meollo de la sinrazón
“En el diario Ideal, el mismo
periódico que en el 71 sacó a estos «rostros» del anonimato, Juan Antonio
Aguilera, bioquímico y escéptico, expresaba en una carta al director su
indignación porque las instalaciones fueran a ubicarse en el mismo lugar que
antes ocupó un colegio, ya que «tiene enjundia simbólica: se sustituye la
honesta promoción del conocimiento por la funesta difusión del
embrutecimiento».
Es entonces cuando el niño (el niño de las caras que
decide revivirlas) toma conciencia del sentimiento “nadie”, y escribe el capítulo V, LOS NADIE, para
fortalecerse en su necesidad de venganza contra quienes vienen al pueblo a levantarles
dolor de cabeza con sus ninguneos:
“Todo regresa y todo se enfrenta una
vez más: los de arriba y los de abajo; los que tienen y los que carecen;
quienes saben y los que ignoran. Siempre la misma cantinela repitiéndosenos,
como a María Gómez aquella migraña eterna que apenas conseguía apaciguar al
abrigo de la penumbra, con la sola compañía de sus caras”.
El niño crecido, a través de lo que escribe, pronuncia un
“te vas a enterar, Rivas” reproduciendo
la ignominia de la vieja carta:
Segovia, 26 de febrero, 1972.
Al señor alcalde
de Bélmez de la Moraleda:
Hoy, en el
periódico Ya, página 4, leo cuanto ha ocurrido en ese pueblo sobre el truco del
tema de las caras, y que tanto ha dado qué decir en España, incluso en el
extranjero. Si resumimos y sistematizamos el caso, no se le ocurre más que a un
demente, a un tonto o a un idiota. Pero en el siglo XX, que se tenga que decir
y consentir hacer esto en España, no hay derecho. Usted, como alcalde, no me
explico no tenga esto el castigo correspondiente. Esto no es tener autoridad ni
ser adictos a nuestro régimen de Franco. En Segovia, y yo en cabeza como jefe
provincial de Administración local, hemos hecho una encuesta. Lo primero, dando
cuenta a ochenta y cuatro componentes que somos de seis provincias, con el
permiso que tenemos ya concedido número 8700 del Excelentísimo Señor Ministro
de la Gobernación, para proponer sea usted destituido como alcalde, procesarle,
y eso sí, fichado como una persona no apta para estos actos, por lo expuesto
anteriormente. A ESTO NO HAY DERECHO SEÑOR ALCALDE.
Mientras tanto siga el citado
expediente y usted con el remordimiento debido que no ha lugar a otra cosa,
reiterando mi afecto y repitiendo, esto se llevará a efecto con todo rigor,
este segoviano: Pablo Núñez Moto[2]
Repito: Hay
libros que son un ajuste de cuentas con la infancia. Éste es uno de ellos.
El punto de partida para hablar de esa
contradicción que son la frustración versus la esperanza (mejor,
expectativa) del mundo rural puede ser cualquiera. En este caso, el autor, que
por edad no tuvo ocasión de vivir la Guerra Civil sino desde la inoculación de
lo que tuvimos que escuchar quienes no la vivimos, ha sabido encontrar en este
libro la manera de ajustar cuentas por su cuenta con lo que sí vivió: el
fenómeno de “las caras”, que vino a ser algo así como la gran venganza mística
“nacionalsindicalista” de los vencedores (suponiendo que los hubiera).
Lo que no
olvida el autor es que vengarse exterminando es insano, porque se destruye el
objeto en el que desahogar la ira. Es por eso por lo que recurre a su mejor
estrategia: vengarse de pensamiento, palabra y omisión, sin dejar víctimas a
la espalda, porque es sanador; porque se expulsa a un lado el veneno sorbido
sin escupírselo a nadie a la cara.
A esa manera de venganza la
llamo yo magia.
Lo
mágico, trasmutado en
palabras, llevado a un libro, trocado en libro como el que tenemos entre las
manos, nos convierte en dioses lectores porque, como decía en la enumeración
inicial, la palabra nos condena y nos redime, según se le tercie.
¿Hasta qué punto puede cambiar un
pueblo perdido en lo más áspero y hermoso de la geografía española, y toda una
generación, cuando un hecho mágico toma la cuesta abajo, traspasa los linderos
del pueblo, avanza hacia las afueras de la comarca, repta por encima de los
límites de la provincia, y de la región, y se va de bureo hasta la mismísima
capital, hoy del reino y por entonces de lo de Franco?
Porque, cuando comenzó lo de “las
caras”, estábamos en lo de Franco, y había que tentarse la ropa antes de
ponerse a hablar de algo que no fuera lo que era…
El pasado, en el
que habíamos desertado de nosotros mismos maldiciendo una y cien veces nuestra
mala estampa, nos recibía ahora como los niños pródigos de las caras: con los
brazos abiertos y sin reproche alguno, aunque nunca llegué a fiarme del todo.
Estamos ante una pura y mágica melancolía,
emanada de un Juan Cano Pereira que consuma su venganza contando lo que
recuerda, con voz de nene monago, pero desde la indulgencia de la madurez.
Crónica de una infancia del S. XX.
Historia de una saga comarcal, donde los montes, para aquel/ aquellos pueblo/s,
fueron más cárcel que bastión o baluarte. Y un niño amurallado entre sotanas,
rosarios y calenturas…
Si hubiera de resumirse el contenido
de este libro, lo encontraríamos en un párrafo perdido dentro del mismo, donde
el propio autor retrata en foto fija todo el movimiento las páginas anteriores
hasta llegar a la encrucijada:
“…Y es que los años y su maravillosa
aventura han terminado por corregirme la mirada, haciéndola virar hasta los
recónditos rincones de mi infancia, hasta la inmensa y extraña belleza de estos
parajes de rocas heridas, hasta el alma caliza y laberíntica de las gentes de
Sierra Mágina. Después de pasarme media vida en busca de fantásticos personajes
que vivieran mis historias en lejanas y exóticas tierras, he descubierto que el
pulso de mis palabras, que la emoción de mi relato, que la razón de ser de esta
vocación y devoción mía, estaba ahí, bien cerca, a la vuelta de la vida, en la
calle de los míos, en las esquinas de Bélmez de la Moraleda, donde hoy toca
contar la normalidad de unas gentes a quienes les había ocurrido algo
fantástico y excepcional.
No quiero cerrar estas notas sin
dejar una referencia (¿poética?) al encabezamiento de este prólogo: Solo unos pocos elegidos ven más allá de las líneas de lo
lógico. Esos son los magos. Si además lo escriben, como lo ha hecho Juan Cano
Pereira, emerge el poeta.
Quisiera yo tener la seguridad de que
alguien escribiera para mí una especie de epitafio cuando llegue mi tiempo de
ya no estar por aquí, a la manera en que el autor recuerda a uno de los
personajes entrañables de esta ¿novela?
Y si
no, que alguien me explique dónde puede encontrarse mayor ternura que en el
momento en que el hijo desesperado y el amante eventual se juntan para
emborracharse juntos y así poder permitirse lo que se permiten:
Aquella
noche, en el salón de Rifa, los dos brindaron por
ella.
—¡Por
la Dolores!, ¡por la Chalá!
“Ya
estoy otra vez aquí, empujado al alivio de su sombra, asido a la rama más
fuerte de este no—castaño gordo y frondoso. Soy un pájaro más, un zorzal
desvalido que regresa puntual hasta el árbol grande de Sierra Mágina, donde sé
que me esperan los parlamentos sin hilo de su consejo de ancianos… El viejo
Labios me ha enseñado a hacerlo. Basta con respirar hondo y apretar los ojos
con todas tus fuerzas, que ya estás viendo a lo lejos las arrugas del tío Juan Lázaro, del tío Blas José, del
tío Sonoro y del tío Camina, a medida que la conversación se les va enredando.
“Y
aunque siempre haya quien defienda la conexión de las caras con el más allá,
estos vecinos han aprendido a respetarse o a soportarse, pues, a pesar de las
horas bajas, ahí siguen estando las dos; pared con pared: la Cruz y la
Pava”.
[1]
Sexto relato de «Los funerales de la Mamá Grande» de García Márquez.
[2]
Carta que el jefe provincial de Administración local de Segovia envió en
febrero de 1972 a Manuel Rodríguez Rivas, alcalde de Bélmez de la Moraleda.
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