79/2020
(Croniquilla del Viruso
Coronado – 53)
−Cordia XVII−
“Toda la noche oyeron
pasar pájaros”[i]
Las últimas palabras de Ulio le habían roto el
corazón al VIEJO pregonero. En otros tiempos él hubiera cruzado la calle,
hubiera agarrado por la pechera a aquellos forasteros y los hubiera metido de
cabeza en el pilar; y ya de paso, hubiera arreglado con los municipales dos o
tres cuentas pendientes. Pero ahora… ¡Qué podía él hacer ahora!, cargado como
estaba de años y de desesperanza, y, encima, acosado por aquel mal bicho
invisible que era el Viruso, y engatusado por el otro no menos dañino que era
su querencia llena de aversión por la Ñica, la mala pécora que, desde la
ventana de enfrente, hacía acopio de mala leche cortada para dar el parte
diario a quien tuviera que dárselo. Porque si de alguna cosa estaba él seguro
es de que la Ñica había sabido cultivar y sacarle provecho al churreterío que
su madre, la Toña, instituyó como marca de familia; y del esportillo de chismes
que su madre le dejara en herencia había sabido cosechar la hija un quintal
para atrojarlo. Por comprobar lo que estaba pensando, el buen hombre agitó la
mano por detrás de los cristales como si estuviera saludando, y no había pasado
un segundo cuando vio moverse el visillo de la Ñica dejando a la vista una mano
sube-y-baja, con el dedo corazón tieso hacia arriba.
Estaba visto que la chismosa había montado su guardia
con la misma santa paciencia con la que los municipales montaban la suya,
paseando arriba y abajo por delante de la casa de la Cordia, aunque procurando guardar
las normas sobre espacio que debían dejar libre entre paseantes: el Blasillo,
delante, marcando el paso; el Jaro, por en medio de la calle, pero unos cinco o
seis pasos detrás del Sillo, como un perrillo faldero recién apaleado.
El coche de los intrusos seguía parado delante de la
puerta de enfrente, y la puerta permanecía cerrada a cal y canto desde hacía
más de una hora.
Nelo se apostó en su “puesto de
mando” dispuesto a no perderse detalle de cualquier cosa que sucediera y a la
que él pudiera acceder sin correr el riesgo de tener una agarrada con los
municipales. Pero pasaban las horas y nada se movía en la calle que no fueran
los pobres agentes, afectados sin duda por el sol, que comenzaba a picar según
crecía la mañana; y, de vez en cuando, el visillo de la Ñica.
Y el Moro, el perro callejero sin dueño, con aquel
nombre que se le puso en recuerdo del otro Moro, al que le decían el perro de
los entierros de Fernán Núñez, que a esas horas solía acercarse en busca de lo
que la Cordia le sacaba cada día, y que en esos momentos lamía con resignación
el comedero vacío.
Hacia las dos de la tarde, Nelo
comenzó a sentir que su estómago reclamaba atención urgente, pero no quería
abandonar la vigilancia, de manera que corrió hasta la cocina, se preparó a
toda prisa un tomate abierto con sal gorda y aceite por encima, un canto de pan,
y cogió de manera apresurada dos sardinas arenques que ni siquiera se molestó
en limpiar. Ya lo haría al llegar a la sala.
No había tardado más de cuatro
minutos cuando ya estaba de nuevo en la ventana, con el corazón en un puño ante
la posibilidad de que, durante su corta ausencia, se hubieran llevado al Ulio
de la misma mala manera con la que el día anterior habían arramplado con la
Cordia; pero su alarma se calmó al ver que nada allí afuera había cambiado: el
coche raro de cristales tintados seguía aguantando la solanera; la calle, vacía;
los visillos de la ventana de la Ñica haciendo visajes de tiempo en tiempo.
Solo los municipales habían desaparecido. “También las criaturas tienen derecho
a merendar” −se dijo Nero−; y de inmediato se le vino a la cabeza la
posibilidad de atravesar la calle e ir a ver qué pasaba en casa de su vecino,
idea que desechó de inmediato; de poco servía que los municipales no estuvieran
allí para incomodarlo por quebrantar el encierro, porque los que había dentro
de la casa de la Cordia sin duda podrían ser mucho más peligrosos que la propia
autoridad municipal. Pero ¿qué estarían haciendo aquellos forasteros en la casa
de los vecinos durante tanto tiempo? −rumiaba Nero, al mismo tiempo que
arrancaba una doble página de una revista pasada de fecha para envolver por
separado cada una de las sardinas arenques. Echó otra mirada a la calle para
asegurarse de que no se le escaparan los acontecimientos; entreabrió los
postigos en previsión de que le llegara el más mínimo rumor desde fuera si es
que se distraía. Si algo pasaba, si se abría la puerta de la Cordia, o si
sacaban al Ulio, estaba seguro de que no sería el silencio lo que reinara allí
afuera. Tras una última ojeada, y después de asegurarse de que las sardinas
arenques estaban liadas según convenía, colocó la primera en el quicio de la
puerta, la entrecerró procurando aplastar el envoltorio lo suficiente, pero sin
excederse en la presión. Cuando creyó que estaba a punto, llevó el grasiento
envoltorio hasta el azafate que había dejado momentos antes encima de la mesa
camilla. Un nuevo vistazo hacia la calle, donde constató que todo seguía igual,
le permitió repetir con cierta tranquilidad, aunque sin perder tiempo, la
operación de aplastamiento con el segundo envoltorio, tras lo cual se arrellanó
en su sillón y fue desenvolviendo las arenques con toda la parsimonia que ahora
le permitía tener la vigilancia restaurada.
Comprobó que las maniobras del despanzurramiento
en el quicio de la puerta habían dado el resultado apetecido. Las sardinas se
dejaban desescamar y destripar sin dificultad alguna, sacando a la vista
aquellos jugosos lomos carnosos y rojizos que, unido al característico olor a
salazones y grasa de pescado, le provocaron una abundante salivación. Fue ese ritual
del descame de las sardinas el que le recordó una dificultosa escena con su
madre: “¿Ves, hijo mío, para qué necesitas tú a ninguna pelandusca en tu vida
cuando, por saber apañarte solo, sabes hasta la mejor astucia para pelar las
sardinas arenques sin necesidad de que te las manoseen otras manos?”. Aquel día
ya lejano, pero siempre presente, no pudo contenerse, y le respondió a su madre
de mala manera; como no había hecho nunca: “Sí, madre, lo de pelar las sardinas,
y alguna cosa más, ya me lo ha enseñado usted de sobra. ¿Pero ha pensado usted
que un hombre necesita algo más que saber pelar unas sardinas arenques?”. Recuerda
Nelo que, cuando ella respondió, torcía los labios hacia un lado con el mismo
gesto con el que colocaba la boca cuando se acercaba al reclinatorio, y él le apretaba
la bandeja por debajo de la barbilla y la mantenía hundida a aquella papada temblona
mientras el cura le depositaba la hostia en su lengua gordezuela y babeante:
“Para eso está tu madre aquí;
para comprarte cualquier alivio que precises, y tantas veces como las precises”
Eso había respondido su madre aquel día. Luego, tras echarse mano a la pechera,
había puesto encima de la mesa un liotillo con varios billetes de veinte duros.
“No creo yo ni que te cobren más por el alivio, ni que tenga yo que señalarte
dónde está la casa del final del Ejido, ni que eso sea pecado, siendo como eres
ya un hombre con sus necesidades. Distinto sería que fueras una mujer y te
convirtieras en una calentona. Además, por si acaso, ya me ocupo yo de rezar
por ti y por tu perdón, suponiendo que nuestro santísimo Señor ponga reparos”.
Se regaló Nelo un largo trago de
vino que le sosegó los recuerdos; arrancó con los dientes un gran bocado del lomo
de una de las sardinas, mordió con ansia el canto del pan –“ya sé, madre, que el pan no se muerde, sino
que se corta el pedacillo justo que quepa en la boca; pero hoy me sale de mis
santas partes hacer las cosas a mi manera y no a la tuya”− y miró hacia la
acera de enfrente donde, como en la suya misma, el sol de las tres de la tarde caía
a plomo debido a esa orientación norte-sur de la calle que impedía que las
edificaciones alcanzaran a prestar el amparo de sus sobras en momento alguno.
Terminó de comerse las sardinas
sin demasiada prisa. Luego, chistó despacio por entre los postigos y arrojó a
la acera las cabezas y las tripas y esperó el tiempo suficiente para que en la
ventada de la Ñica se soliviantaran los visillos, y el perro callejero salvara
de dos saltos la calzada y arremetiera contra aquellos desperdicios con los que
suplía la indigencia de su plato de comida vacío, junto al que regresó nada más
dar cuenta de tan sabroso aperitivo. Acabó tendiéndose cuan largo era en el
escalón de la Cordia, apretando su barriga contra los ladrillos del peldaño, mientras
hurgaba con su hocico por entre la ranura de escalón y puerta y dejaba escapar
un casi imperceptible aullido tristísimo.
Por lo demás, todo permanecía en
calma como desde por la mañana, salvo aquel calor tan impropio de un dos de
mayo; un calor aflictivo y pesado que crecía por momentos, recalentando la
habitación hasta extremos casi sofocantes.
A esas horas, y en circunstancias normales, Nero estaría en la alcoba
del fondo, a salvo de la solanera de las habitaciones de la fachada; pero no
podía abandonar a su vecino después de haberle escuchado pedir auxilio esa
mañana de manera tan desgarradora. No es que el pudiera hacer mucho más, pero,
por lo menos, allí estaría él montando guardia sin saber muy bien qué utilidad podía
tener aquella espera que empezaba a hacerse tediosa.
De manera automática apretó el
mando del televisor con ánimo de distraerse un poco, y con un giro de cintura alcanzó
el interruptor con el que puso en marcha el ventilador del techo, cuyas aspas
empezaron a regalarle un cierto alivio, tanto con su aire como con su ronroneo.
En la televisión pasaban revista
a las condiciones en que por fin se podría salir a la calle después de tanto
tiempo de encierro. El ventilador del techo seguía compadeciéndose de él. Una
voz que le sonaba muy lejana hablaba de que “Los Vigilantes Policiados” −así
debían llamarse en la capital− habían recibido órdenes de estar muy atentos a
que se cumplieran las normas de la suelta del personal. Sin embargo, parecía
que algo muy raro debía estar pasando tras todo el día a la espera. Al parecer,
llegada la hora de salida de los deportistas, las calles habían permanecido vacías,
aunque lo habían tomado como algo natural, puesto que las seis de la mañana no
eran horas de ponerse en pie tras tantos días de holganza, y mucho menos de
salir a galopar como potros a los que se les da cuerda en el picadero para
acondicionarles el paso.
Pereciera, por la imprecisión con
que le llegaban las voces a Nero, que no quisieran o no supieran concretar qué
era lo que estaba sucediendo. Según entendía él, las calles habían seguido vacías
a lo largo de toda la mañana. Tampoco los ancianos, reclutados para la franja
horaria de 10 a 12, habían dado señales de vida. Luego el Presidente, que desde
días atrás había prescindido de su anterior “Equipo Técnico” de manera sospechosa,
había justificado la ausencia de ancianos en las calles achacándolo a una posible
pérdida de masa muscular que les impedía salir tras más de cuarenta días sin
mover las piernas.
Donde más tartamudeos se
produjeron fue en la manera de disculpar la ausencia de los niños llegada la
tarde. Pero −escuchaba a lo lejos Nero− en pocos minutos llegaría la hora de
los aplausos y volvería la normalidad a balcones y ventanas.
Debían haber soltado todos los
drones disponibles para la vigilancia a tenor del ronroneo que le llegaba a
Nero desde arriba, y alguien, como si se supiera sus más ocultos pensamientos, lanzaba
publicidad de un libro que hacía mucho tiempo que a él le había prestado la
Cordia: “Toda la noche oyeron pasar pájaros”.
De repente un estruendo sonó a
manera de llamada de alerta general antes de informar sobre un nuevo suceso
insólito. Al parecer, aquel dos de mayo de inicio de liberaciones controladas, las
gentes de todos los lugares conocidos, en lugar de aplaudir a los sanitarios
como cada día, habían decidido rendirles homenaje a todos los muertos a causa
del Viruso, y muy especialmente a los ancianos que habían muerto solos, sin un último
abrazo, y sin que a sus familiares les dieran razón.
Según decían en la televisión,
nadie podía explicarse cómo se había puesto de acuerdo un país entero; pero lo
cierto era que, desde todas las ventanas, desde todos los balcones, desde
cualquier hueco imaginable, se estaban volando cometas.
Miles; millones de cometas.
Cometas negras que tiñeron de luto el cielo
recalentado, mientras que los iracundos supervivientes aporreaban los cristales
de sus ventanas y gritaban con desesperación los nombres de los ausentes.
−¡Nero! ¡Nero!
Los golpes lo estaban
enloqueciendo.
−¡Nero, despierta, por tus muertos,
que tenemos que hablar!
La cara de Ulio al otro lado de los
cristales aporreados por sus puños era una pura desventura.
Detrás de él el cielo era una cometa
inmensa y oscura guardándole el luto a los desaparecidos.
Insomne en CasaChina.
En un 2 de Mayo de 2020
[i] TODA LA NOCHE OYERON PASAR
PÁJAROS: sinopsis:
Una familia inglesa ligada a los
negocios marítimos se traslada a vivir a un puerto del sur. A partir de los
vínculos que establecen sus miembros con la sociedad portuaria de la zona se
desarrolla, con una sinuosa astucia selectiva, un mosaico de relaciones en el
que se confunden el vértigo enfermizo de la memoria y la incoherencia del
presente. Toda la noche oyeron pasar pájaros refleja la erosión de una
realidad artificialmente apuntalada por equívocos morales, violencias
congénitas y fraudes educativos. El tiempo narrativo del relato abarca
desde la pura reflexión -la adaptación familiar a un mundo obsoleto, los
lastres de la guerra civil, las zonas prohibidas del erotismo, las navegaciones
fantasmales- hasta el núcleo de la acción del relato. Como es ya habitual
en su narrativa, Caballero Bonald crea una tensión ambiental en la que la
inminencia de lo inverosímil impregna toda la novela y donde la idea del
absurdo se engrana con un proceso de decrepitud humana. Toda la noche
oyeron pasar pájaros es una inquietante historia de desintegración social que
demuestra el dominio del lenguaje y de la técnica narrativa de uno de los
mayores escritores contemporáneos.
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