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miércoles, 22 de abril de 2020

EL BATÍN DE CACHEMIR


67/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado – 42)
        Cada vez que Cordia siente temor por algo inconcreto, o precisa de reconciliarse con el mundo, abre el cajón inferior de la cómoda, saca el batín de cachemir de su padre, ese que tiene dibujos de amebas a manera de lágrimas invertidas derramadas en un llanto muy antiguo, y se refugiaba en su interior, como un Odiseo confinado en la cueva de Polifemo, y lo hace a sabiendas de que dentro del batín volverá a revivir el caos de aquel momento, sin saber muy bien como escapar del ojo del cíclope, ni a quien contarle lo que no sabe muy bien cómo contar.
¿Qué edad tendría?
¿Ocho años?
Según se dijo mucho después, el incendio había comenzado en la clase de párvulos, y el humo se extendió tan deprisa que se hizo necesario desalojar el colegio, sin tiempo de avisar a los padres para que vinieran a recogerlas. Podrían haberlas sacado al patio de recreo; pero no las sacaron. Las mandaron a sus casas a media mañana, y las calles del pueblo, con un bullicio tan inusual, se vaciaron de pájaros despavoridos y se llenaron de chiquillas uniformadas y libres de todo.
Era la primera vez que salía del colegio y su padre no la esperaba a la puerta. No podía extrañarse; faltaban más de media mañana para que llegase la hora de salida.
El dilema era qué hacer con tanto tiempo hasta que llegara la hora. Que ella recordara, nunca se había hablado en su casa sobre lo que se debía hacer en caso de salir del colegio a deshora.
¿Qué hubieran dicho sus padres?
Si hubiera podido preguntarle a su padre, estaba segura de que le hubiera dicho que lo adecuado era esperar hasta que él llegara. “A la calle no se debe salir sola”. En cuanto a su madre…Ella siempre decía que tenía que acostumbrarse a no necesitar de nadie para hacer lo que cada día debiera de hacerse. “Si has de salir sola a la calle, pues sales”.
¿Cómo era posible que las dos personas a las que ella más quería siempre se llevaran la contraria entre sí y la confundieran tanto a ella?
No importaba. Lo más seguro es que fuera su padre quien llevara razón. Aunque… ¿cuál de los dos la llevaba?
Por si acaso, esperaría. Pero ¿en qué podría emplear el tiempo? Ella siempre sabía lo que tenía que hacer en el colegio o en su casa. Pero allí…
Se sentó en el escalón de la casa de enfrente a la del colegio y observó lo que pasaba a su alrededor. Jamás había imaginado que el pueblo fuera como ahora lo veía:  mujeres entrando y saliendo de la plaza del mercado como hileras de hormigas hacendosas, borricos acarreando sus aguaderas, arreados por muchachuelos que se afanaban en el pilar, y, tras llenar uno tras otros los cuatro cántaros, volvían por donde habían venido.
Y niñas. Montones de niñas solas, libres, entusiasmadas por aquellas vacaciones inesperadas y callejeras.
Miró a su alrededor. Nunca se había figurado que la vida en Singla fuera como ahora la veía, porque nunca había visto las calles del pueblo a esas horas.
El tiempo fue pasando. Las calles comenzaron a vaciarse. Ya no salía humo del colegio, pero las puertas permanecían cerradas. El resto de sus compañeras habían ido desapareciendo.
Cordia se había quedado sola, sentada en aquel escalón, sin saber cuánto tiempo más tendría que esperar; y, lo que era peor: sin saber qué era lo que debía hacer.
¿Debía esperar? ¿Y si su madre se enfadaba al enterarse de que había pasado la mañana en mitad de la calle sin saber tomar una decisión? ¿Debía irse a su casa?
¿Y si llegaba su padre y se enfadaba al no encontrarla donde él esperaba encontrarla? Era tan triste que su padre se enfadara con ella.
Lo verdaderamente triste era ser niña. ¿Cómo podría hacer ella para crecer?
Hiciera lo que hiciera, el resultado sería el mismo: el del terror del desamor.
Uno de los dos se enfadaría con ella; y luego los dos se enfadarían entre sí, y discutirían por culpa de lo que decidiera hacer, mientras que ella los escucharía discutir escondida en su rellano de la escalera del primer piso. Y acaso hasta lloraría en silencio.
Recuerda que arrastraba los pies calle arriba, camino de su casa, temiendo y deseando llegar. Esa vez le daría gusto a su madre; y su madre la abrazaría al verla, mientras llegaba el tiempo de la guerra.
Empujó la puerta.
La casa parecía deshabita.
Solo unos extraños rumores, procedentes del dormitorio de sus padres le hicieron acercarse con ciertas cautelas. No eran voces, ni discusiones, ni reproches. Era algo que jamás había escuchado hasta entonces, envuelto en palabras entrecortadas: “Tranquila. Estamos solos. Tenemos todavía casi una hora antes de que tenga que ir a por la niña”
La puerta del dormitorio estaba entornada. Y la voz de su padre parecía salir de entre los pliegues de bata abandonada en el suelo, a los pies de una cama bulliciosa y sin hacer.
Mientras recuerda aquel último día de su infancia, Cordia mira las calles vacías de Singla. Sopesa silencios, acecha murmullos y se regocija pensando que faltan apenas cuatro días para que se permita a los niños redimirse de tan largo encierro, y salir de sus casas, aunque sea por unos escasos minutos al día, acompañados −eso sí− por un adulto.
¿Qué recordarán los niños de ahora cuando alcancen la edad que ella tiene? ¿O acaso las infancias están de retirada?
¿Y qué sentirán el primer día que vuelvan a salir?
Sin duda, las calles que recorran van a ser muy distintas a las que ellos puedan recordar, porque, tras más de cuarenta días de encierro, lo primero que sacarán a pasear serán sus miedos a esa cosa invisible que desde fuera les amenazaba sin piedad manteniéndolos cercados.
Cordia, hoy, refugiada en la bata de amebas, esas que simulan lágrimas invertidas de un llanto demasiado antiguo, está triste. Todo el regocijo que le produjo la noticia de la liberación de los niños se ha vuelto borroso, empañado por aquel lejano recuerdo infantil donde nadie sabía decirle qué era lo que debía hacer.
Sumida en una extraña melancolía, se sienta en una esquina de su cama y trata de atrapar en su cuaderno los restos de otros tiempos:
“Lo habitual entonces era escuchar lo que no debiera oír. Solo el día en que, por llegar cuando nadie me esperaba, vi lo que no debiera haber visto, entendí la levedad de la niñez. Pero no podía decírselo a nadie”.
        Pero ahora…
        −Ulio, despierta. Necesito hablar con alguien.

Leve en CasaChina. En un 21 de Abril de 2020

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