67/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado – 42)
Cada
vez que Cordia siente temor por algo inconcreto, o precisa de reconciliarse con
el mundo, abre el cajón inferior de la cómoda, saca el batín de cachemir de su
padre, ese que tiene dibujos de amebas a manera de lágrimas invertidas
derramadas en un llanto muy antiguo, y se refugiaba en su interior, como un
Odiseo confinado en la cueva de Polifemo, y lo hace a sabiendas de que dentro
del batín volverá a revivir el caos de aquel momento, sin saber muy bien como
escapar del ojo del cíclope, ni a quien contarle lo que no sabe muy bien cómo
contar.
¿Qué edad tendría?
¿Ocho años?
Según se dijo
mucho después, el incendio había comenzado en la clase de párvulos, y el humo
se extendió tan deprisa que se hizo necesario desalojar el colegio, sin tiempo
de avisar a los padres para que vinieran a recogerlas. Podrían haberlas sacado
al patio de recreo; pero no las sacaron. Las mandaron a sus casas a media
mañana, y las calles del pueblo, con un bullicio tan inusual, se vaciaron de
pájaros despavoridos y se llenaron de chiquillas uniformadas y libres de todo.
Era la primera
vez que salía del colegio y su padre no la esperaba a la puerta. No podía extrañarse;
faltaban más de media mañana para que llegase la hora de salida.
El dilema era
qué hacer con tanto tiempo hasta que llegara la hora. Que ella recordara, nunca
se había hablado en su casa sobre lo que se debía hacer en caso de salir del
colegio a deshora.
¿Qué hubieran
dicho sus padres?
Si hubiera
podido preguntarle a su padre, estaba segura de que le hubiera dicho que lo adecuado
era esperar hasta que él llegara. “A la calle no se debe salir sola”. En cuanto
a su madre…Ella siempre decía que tenía que acostumbrarse a no necesitar de
nadie para hacer lo que cada día debiera de hacerse. “Si has de salir sola a la
calle, pues sales”.
¿Cómo era
posible que las dos personas a las que ella más quería siempre se llevaran la
contraria entre sí y la confundieran tanto a ella?
No importaba. Lo
más seguro es que fuera su padre quien llevara razón. Aunque… ¿cuál de los dos
la llevaba?
Por si acaso, esperaría.
Pero ¿en qué podría emplear el tiempo? Ella siempre sabía lo que tenía que
hacer en el colegio o en su casa. Pero allí…
Se sentó en el
escalón de la casa de enfrente a la del colegio y observó lo que pasaba a su
alrededor. Jamás había imaginado que el pueblo fuera como ahora lo veía: mujeres entrando y saliendo de la plaza del
mercado como hileras de hormigas hacendosas, borricos acarreando sus aguaderas,
arreados por muchachuelos que se afanaban en el pilar, y, tras llenar uno tras
otros los cuatro cántaros, volvían por donde habían venido.
Y niñas.
Montones de niñas solas, libres, entusiasmadas por aquellas vacaciones
inesperadas y callejeras.
Miró a su
alrededor. Nunca se había figurado que la vida en Singla fuera como ahora la
veía, porque nunca había visto las calles del pueblo a esas horas.
El tiempo fue
pasando. Las calles comenzaron a vaciarse. Ya no salía humo del colegio, pero
las puertas permanecían cerradas. El resto de sus compañeras habían ido
desapareciendo.
Cordia se había
quedado sola, sentada en aquel escalón, sin saber cuánto tiempo más tendría que
esperar; y, lo que era peor: sin saber qué era lo que debía hacer.
¿Debía esperar? ¿Y
si su madre se enfadaba al enterarse de que había pasado la mañana en mitad de
la calle sin saber tomar una decisión? ¿Debía irse a su casa?
¿Y si llegaba su
padre y se enfadaba al no encontrarla donde él esperaba encontrarla? Era tan
triste que su padre se enfadara con ella.
Lo
verdaderamente triste era ser niña. ¿Cómo podría hacer ella para crecer?
Hiciera lo que hiciera, el resultado
sería el mismo: el del terror del desamor.
Uno de los dos
se enfadaría con ella; y luego los dos se enfadarían entre sí, y discutirían
por culpa de lo que decidiera hacer, mientras que ella los escucharía discutir escondida
en su rellano de la escalera del primer piso. Y acaso hasta lloraría en
silencio.
Recuerda que arrastraba
los pies calle arriba, camino de su casa, temiendo y deseando llegar. Esa vez
le daría gusto a su madre; y su madre la abrazaría al verla, mientras llegaba
el tiempo de la guerra.
Empujó la
puerta.
La casa parecía deshabita.
Solo unos
extraños rumores, procedentes del dormitorio de sus padres le hicieron
acercarse con ciertas cautelas. No eran voces, ni discusiones, ni reproches. Era
algo que jamás había escuchado hasta entonces, envuelto en palabras
entrecortadas: “Tranquila. Estamos solos. Tenemos todavía casi una hora antes
de que tenga que ir a por la niña”
La puerta del
dormitorio estaba entornada. Y la voz de su padre parecía salir de entre los
pliegues de bata abandonada en el suelo, a los pies de una cama bulliciosa y
sin hacer.
Mientras
recuerda aquel último día de su infancia, Cordia mira las calles vacías de
Singla. Sopesa silencios, acecha murmullos y se regocija pensando que faltan
apenas cuatro días para que se permita a los niños redimirse de tan largo
encierro, y salir de sus casas, aunque sea por unos escasos minutos al día, acompañados
−eso sí− por un adulto.
¿Qué recordarán
los niños de ahora cuando alcancen la edad que ella tiene? ¿O acaso las
infancias están de retirada?
¿Y qué sentirán
el primer día que vuelvan a salir?
Sin duda, las
calles que recorran van a ser muy distintas a las que ellos puedan recordar,
porque, tras más de cuarenta días de encierro, lo primero que sacarán a pasear
serán sus miedos a esa cosa invisible que desde fuera les amenazaba sin piedad
manteniéndolos cercados.
Cordia, hoy,
refugiada en la bata de amebas, esas que simulan lágrimas invertidas de un
llanto demasiado antiguo, está triste. Todo el regocijo que le produjo la
noticia de la liberación de los niños se ha vuelto borroso, empañado por aquel
lejano recuerdo infantil donde nadie sabía decirle qué era lo que debía hacer.
Sumida en una
extraña melancolía, se sienta en una esquina de su cama y trata de atrapar en
su cuaderno los restos de otros tiempos:
“Lo habitual entonces era escuchar lo que no debiera oír. Solo el día en
que, por llegar cuando nadie me esperaba, vi lo que no debiera haber visto, entendí
la levedad de la niñez. Pero no podía decírselo a nadie”.
Pero
ahora…
−Ulio,
despierta. Necesito hablar con alguien.
Leve en CasaChina. En un 21 de
Abril de 2020