VA DE...Batiburrillo literario

miércoles, 30 de junio de 2021

BARRO

  78/2021

“Oficio noble y bizarro / entre todos el primero, / pues en la industria del
barro, / Dios fue el primer alfarero/ y el hombre el primer cacharro
».

Anónimo.

         Era el Barranquillo, la casería de la abuela, donde, desde los ojos de una infancia apenas sin rozaduras, todo era posible a aquellas alturas al Siglo XX ya a punto de alcanzar la mitad de su recorrido.

Era el húmedo calorcillo del molino de aceite, al fondo de la cantina, con su romana donde hacer el pesaje de los capachos, su lagar sobre el que giraban las tres inmensas piedras que luego se convirtieron en mesas de cenador en rincones estratégicos del jardín y el vaho chorreando allá arriba, en los cristales de los ventanucos; eran  las cuadras con sus relinchos; el tinao, donde las vacas se pasaban el día rumiando tristezas y matojos frescos de maíz mientras criaban una leche espesa y olorosa algo amarillenta sobre las ollas de ordeñar; era el continuo alboroto de establos y cochiqueras; era la rústica tenería que, para curtir sus pellejos de liebre o de lo que fuera, se fabricó el Cherra, aquel hombre de fruncidos ojillos azules, enjuto, camastrón y festivo, tan lleno por dentro de todo lo que entonces no se podía contar y ahora no se debe contar sin que nos recorra un latigazo de desconcierto y de regocijo a lo largo de la columna vertebral.

Eran las tinajas de la cantina, las orzas de la despensa, los botijos verdeados con hojas de higuera, los lebrillos de todos los tamaños y los azafates donde compartir y repartir pipirrana −cucharada y paso atrás− en pascuas y butifueras.

Era, en fin, el tejar del Barranquillo, al otro lado del barranco grande, y por debajo de la alberca redonda, la del “granaillo”, sobre cuya explanación sucedían las cosas más maravillosas que la imaginación de una nena de apenas seis años pueda alcanzar.

En el tejar del Barranquillo vivía una familia de dioses con piel de arcilla pajiza y manejo alfarero en sus manos.

Vuelven a mi memoria escenas semejantes a las de un “AtiguoTestamento” trasladado de siglo por algún sortilegio inexplicable. Manuel el tejero, desnudo de cintura para arriba, descalzos sus pies inmensos, y con los calzones remangados por encima de las rodillas, ejecutando un baile de brujas con brío de reguetón enloquecido dentro de las piletas donde se amasaba aquella cosa mágica llamada barro, con el que él, Juana, su mujer, y su prole, Manolo, la Boni y la María, −Pedro vino algo después− hacían tejas y ladrillos que secaban al sol antes de meterlos en el infierno y taponar la boca del horno con ripios y con más barro, no fuera a ser que se escaparan los condenados. Era una familia secada al sol, tan generosa que hasta me daba una pella para hacer mis cacharricos.

¡Era el barro!

El barro siempre presente en nuestras vidas y que parece que ahora tenemos olvidado.

De Sierra Mágina se ha dicho de todo, se ha probado de todo y se ha puesto en claro… casi todo.

Hemos descubierto la voz de Sierra Mágina a través de escritores que permanecían como sesteando sobre granzas, hasta que nos empeñamos en escucharlos. Hemos visto a sus mujeres dándole a la aguja del ganchillo hasta convertir sus hilos de colores en justillos y mandilones para árboles desnudos y fachadas sin cobertor. Hemos bailado sus boleros y nos hemos extasiado con sus jotas a través de sus músicos, mientras dábamos buena cuenta de sus rotundas pitanzas, siempre impregnadas del acre olor del aceite de nuestras olivas, y trasegadas gaznate abajo con la concomitancia de sus ponches, sus cuervas y sus resolis. Hemos visto colgarse de sus balcones todos los colores con los que sus sublimes artistas son capaces de embelesarnos desde sus propias pupilas, desde sus singulares maneras de engarzar al mundo sobre un lienzo.

¿Pero y el barro? ¿Y nuestro barro de siempre?

¿Acaso nuestras tinajas, nuestras orzas, nuestros botijos, nuestros lebrillos y nuestros azafates no han sido compañeros de fatigas desde que Sierra Mágina es Sierra Mágina, hasta que nos engatusamos con los cacharricos de duralex, cuando vinieron a torcernos las buenas maneras?

¿Qué cómo era la cerámica de Sierra Mágina? Igualica que Sierra Mágina: recia, marrón, sin primores innecesarios, pero sin ordinarieces ni chapucerías de trúhanes.

Y digo yo: ¿Por qué no volver a embadurnarnos la manos en la austera cerámica de Sierra Mágina?

Hubo tiempos en los que los “afiladores-y-paragüeros”, o los hojalateros trashumantes iban de pueblo en pueblo poniéndole lañas y remiendos a orzas y lebrillos para alargarles la vida como quien le engancha un respirador a un enfisematoso. Eran los años de las malaventuras. Luego, vinieron las moderneces, y esos viejos cacharros quedaron arrumbados en las cámaras a la espera del derribo de las casas y de su traslado definitivo a cualquier muladar.

Hoy vuelven a mi memoria escenas semejantes a las de un “AtiguoTestamento” trasladado de siglo por algún sortilegio inexplicable.

Vuelve a mí la memoria del barro.

Hoy quiero reivindicar para nuestros más jóvenes, o para los más viejos, o para todos, el que se pongan a la tarea de amasar cacharricos de barro y llenen nuestros pueblos de la memoria de lo que fuimos:

Pulvis eris.

Somos polvo.

Entonces, mezclémonos con el agua de nuestras acequias y volvamos a ser barro con el que rescatemos un oficio de dioses: ser alfareros.

Luego, si se animan, que sobre ese barro pinten nuestros pintores y escriban nuestros escritores para memoria de los que vienen detrás.

Y es que, con barro, y sobre el barro, se puede contar la gran historia del mundo sin necesidad de saber escribir ni aprenderse de memoria las reglas de la gramática.

 

En CasaChina. En un 30 de Junio de 2021

viernes, 25 de junio de 2021

DE FLIPPERS y FLIPADURAS


75/2021

(Antigüerías)

         La taimada inclinación empujaba a la bolita de acero inoxidable, brillante ella, inocente ella, hacia su perdición, cuesta abajo, hasta ser engullida entre los dos flippers que le daban nombre al juego, y que eran como la embocadura de un embudo perverso: el único hueco fatal, a manera de insaciable gaznate tragabolas, por el que desaparecía la bolita danzarina, dejando sobre el tablero una desolación de “y-ahora-qué”, que partía el alma de jugador y espectadores.

         Aquellas bolas, −semejantes ahora a otras “bolas” de nombre contraído en un “fake news” redondo, acababan siempre consumiendo los bolsillos y las entendederas de los más incautos.

             Como ahora.

         Pero volvamos a los setenta del siglo pasado y sus juegos redondos.

         El drama de las bolas solía consumarse en cualquier barecillo de barrio más o menos bien donde la mezcla de ruidos indescifrables era el combinado más consumido para tratar de poderle al fandango de las maquinitas y sus maquinistas.

         Durante unos segundos, tras la anunciada deglución, el fragor y el jarandeo de la máquina cesaban, y un espeso silencio se apoderaba entonces del espacio cantinero convirtiendo a parroquianos y taberneros como en una foto fija enmudecida con olor a vino rancio.

         Por regla general, cada vez que aquel diabólico embudo se tragaba una nueva bolita, la máquina entera parecía estremecerse dejando escapar algo así como un satisfecho estertor orgásmico que obligaba al incauto jugador de turno a rebuscar en sus bolsillos una moneda más de las de a duro para lanzar una nueva bolita sobre desnivelado ruedo tragaldabas.

         Recuerdo que, cuando era una nena, afilaba el oído hacia los portales de las casas por donde pasaba tratando de descubrir si en ellas había bebés en duermevela a través del particularísimo siseo de los sonajeros.

Me fascinaba desdormir bebés.

Ya algo más grande, conservé idéntico afán de curioseo en mi errático recorrido por las aceras de los años 70 del siglo pasado: aguzaba el oído; y, si me llegaba el tintineo de campanillas angelicales y jadeos mecánicos, sabía que allí, en alguna esquina tabernaria, había una de esas máquinas diabólicas llamando a rebato cual sonajero para adormilar a adultos sin norte y a ombligos sin sur.

         Me encantaba perseguir el brillo de las bolitas de acero inoxidable, y acompañarlas en su sentimiento a la hora de su muerte.

         Por entonces tenía yo un amigo aficionado a las bolitas de las que hablo. Bueno: por entonces tenía muchos amigos como corresponde a la edad de merecer. Pero ese al que me refiero era de los que, siendo tan aficionado como era a las bolitas, encontró en ellas su propia forma de brillar, y las convirtió en razón de ser de sus derivas etílico-filosóficas, llegando a montar una auténtica tesis axiomática sobre el juego en cuestión y su postureo. Él fue quien me instruyó en el arte de descubrir a jugadores supuestamente impotentes por el mayor o menor empuje que les imprimieran a sus caderas cada vez que acorralaban a la pendenciera bolita, lanzándola de un buen golpe de flipper bajuno hacia el paraíso más alto e inestaable. “Ahí tienes a otro impotente” −engolaba su séptima cerveza a la altura del bocado de Adán−. “Mirá con qué brío se contorsiona y empuja con la pelvis contra el frontal delantero, mientras engarfia los dedos en el botoncillo lateral” −porfiaba tan finolis como tozudo−. “Todos los que empujan así en las máquinas te aseguro que es porque no pueden hacerlo en el catre” −bizqueaba, imitando sin pretenderlo el solitario ritmo del empuje ajeno, recordándome el solitario bailoteo de mi canichito cada vez que la perrilla entraba en celo−. “Vaya, que son impotentes” −me susurraba mi amigo el de las bolitas, obligándome llevarme la mano a la boca para que no se me escapara una carcajada delatora de tan desatinado coloquio.

         Por entonces, y bajo sus sesudas indicaciones, “descubrimos” por lo menos a veinte impotentes, no "cualificados" según aquel amigo mío para optar a mi mano.

Uno de ellos se casó con mi amiga Úrsula.

Tienen once hijos.

A los nietos no les llevo las cuentas. No gano para sonajeros.

 

 En CasaChina. En un 25 de Junio de 2021

 

domingo, 13 de junio de 2021

CARACOL-COL-COL

 54/2021

(Mi Fauna Épica)

 Con los cuernos−al−sol.

Y hasta sin cuernos,

¿qué es un caracol sino una incógnita?

Una interpelación ensortijada

que no busca respuestas.

Dos ojos timoratos y retráctiles.

Un submarino sin lastre en las bodegas,

bregando en superficie, sin patrón,

en busca de arsenal,

en el que guarecer con parsimonia

su espesa flacidez desguarnecida.

Un doble periscopio en dique seco.

 

Porque, vamos a ver:

¿qué es un caracol sino una incógnita?

Bueno, sí:

también pudiera ser

una autocaravana helicoidal

que esgrime a sangre y fuego

su fáunica licencia de camping permanente.

O un almacén de babas con burbujas.

O una casa de nácar con colono.

O un joyero de fondo laberíntico.

O, quizá, simplemente,

un caracol

reptante, arrastrado, blandengue y resbaloso

en eterno descenso hacia el refugio

de la última curva de su vida.

En CasaChina. En un 13 de Junio de 2021

 

Dedicadi a una fotógrafa inigualable: Miriam Muñoz Marín. De Salvacañete

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

  (Mujereando)           45/2024   ¡Ya está bien! Hasta los “huevarios” estamos muchas mujeres de tener que “serlo”; pero, sobre tod...