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domingo, 4 de octubre de 2020

RESTAURANTE BERLANGA EN MADRID

110/2020

(Lugares donde yantar en condiciones)

         Ayer, más o menos prófugos del verdín recrecido sobre la piel en que se está convirtiendo este largo encierro al epílogo de nuestra vida, los tres mosqueteros de lo añoso nos fuimos a ver qué se decía por esas calles de este Madrid, recién sitiado de nuevo por una Orden Ministerial en entredicho.

         Vaya por delante que “los tres mosqueteros” somos tres viejendades, en estado de buena conservación, que seguimos amando la vida con la pasión justa para no pedirle más de lo que ya no nos puede dar tras casi siete décadas de uso, ni menos de lo que el cuerpo aguante.

         Raimundo, −que así se llama el encargado de otear horizontes y avizorar singularidades−, jurista él para lo del pan nuestro de cada día, y explorador impenitente por instinto, parece que había descubierto un singular abrevadero de arroces y vademécums, (alimento de estómagos esmerados y mentes ávidas) justo en la acera de enfrente de la franja este del Retiro, esa zona de Madrid a mitad de camino entre la viejuna memoria señorial y las andanzas domingueras de barrio con patinete, pavos reales despeluchados y pelotas de las narices.

         El otro mosquetero, mi primo Jóse, el mismo que se desmandó de las buenas maneras de la familia sin perder los buenos modales de los ancestros, es algo así como mi inseparable sombra inmemorial de toda una vida, a quien cualquier cosa le parece bien con tal de no molestar ni ser molestado. Con los años, se está reconciliando con un silencio ante el que poder hablar de cualquier cosa sin escuchar el “anda-que-tú” que nos avasalla.

         Por mi parte, yo soy lo que soy, que no es poco: la parte mujeril de esta mixtura que no acaba nunca de naufragar a pesar de que las crujías están ya muy usadas y los huesos, al mínimo vaivén, dejan tras de sí un chasquear cansino y algo torpe.

         Y aquí nos tienen a los tres, tras un periplo de vehículos de los que el Ayuntamiento saca sus buenos cuartos en pegatinas estigmátizantes y etiquetillas de parabrisas, arribados y a resguardo de un buen puerto, aposentados por fin en una mesa del recién inaugurado restaurante Berlanga, −parece que abrió pocos días antes de lo de la pandemia− degustando un arroz insuperable del color de lo que debe ser, un vino de paladearlo más que beberlo a mogollón, una luz tamizada y cálida como una puesta de sol en La Albufera, un personal delicadamente accesible, a mitad de camino entre lo de estar cuando se necesita algo y no estar cuando hay necesidad de intimar más de cerca, y una media voz “municipal sin espesuras”, aposentada a su ser y quebrada entre mínimos tabiques y paneles, colocados con semejante talento como para dar la sensación de que se estuviera en un reservado con vistas, dentro del que poder contarse viejas historias recién inventadas para un guion de cinefórum.

         ¡Vaya! Una delicia sin ambages y al alcence de quien sabe ahorrar para un capricho.

         Vamos a ver si la vida me regala algún tiempo más. Porque, si es así, seguro que regreso a un lugar tan de volver como quien vuelve a casa.

https://restauranteberlanga.com/

En CasaChina. En un 4 de Octubre de 2020

 

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