¿Quién puede
sustraerse
al recóndito mundo de
los ojos?
En ellos, en los
ojos, vive el miedo.
El miedo deslumbrado de
algún recién nacido
a la primera luz de
un universo
prohibido, inédito, asombroso.
Vive en ellos la pena
mansa como un meandro
inmenso.
La pena despaciosa
como la incertidumbre
mágica del Níger
cuando da marcha
atrás.
Vagabundea,
en ese deambular de
indecisiones que es su cauce.
La pena resignada los
habita
(los ojos −digo−).
O la pena insurrecta como
una catarata
que salta el precipicio
de los párpados
y se convierte en
llaga derramada
y en torrente salobre
que extermina
cualquier consolación,
cualquier mesura;
y adelgaza la
placidez pulsátil
y abre surcos
en la fertilidad de
las mejillas.
Aunque a veces los
ojos se desmandan
como en un carnaval desaforado.
Entonces
los ojos son caricia,
asesinato,
cercanía entibiada
o gélido desprecio,
infinita tristeza,
o abandono,
súplica, devoción, jaculatoria,
o reivindicación
inapelable.
Ira adulta
o risa incontenible lo
mismo que una infancia.
O expiración.
Tránsito enturbiado y
opalino.
¡Nada como los ojos!
(y hallé; os lo juro)
sin pausa, sin
disfraces,
el profundo misterio de
la vida.
Al final del camino
ando en desenterrar las
últimas respuestas:
En ellos,
en los ojos,
vive todo el amor del
universo.
En CasaChina. En
un 18 de Febrero de 2020