VA DE...Batiburrillo literario

jueves, 30 de diciembre de 2021

ALLI, AHÍ, AQUÍ...AHORA

91/2021

 (La hora de los pájaros)

 Con un polvo finísimo en los dedos

la tarde se introduce entre los párpados

y aflige a la retina.

 

Su tacto es luminoso.

Breve.

Efímero

lo mismo que un destello pasajero

sobre la superficie del jarrón

que sueña con ofrendas de caléndulas

prendidas

en el delgado talle del crepúsculo.

 

Me llega la fragancia de la tarde

a bocanadas

lo mismo que un perfume sin origen.

 

Allá,

afuera,

huele mi jardinillo a sol de invierno,

a humedad escarchada de amarillo,

a carrera de nieblas nocherniegas.

 

Ahí,

al lado,

dormita mi cuaderno de estar sola

con unos pocos versos derramados

sobre un nombre borroso

que susurra.

 

Aquí,

adentro,

−dentro de este morir que es seguir viva−

resuellan con fatiga los recuerdos

asmáticos

como el inmenso fuelle de la fragua

que había a las afueras

de aquella adolescencia incandescente

junto al furtivo azul del primer beso.

 

Allí.

Ahí.

Aquí.

Incertidumbres

cargadas de certeza.

Adverbios de lugar que me transitan.

Lugares luminosos para el tránsito.

Transitables postales

desteñidas

con las que reconstruyo simulacros

de arcaicas sonrisas

solitarias.

 

Ahora.

 

En CasaChina. En un 30 de Diciembre de 2021

 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

LA MISA DEL GALLO

 

(Memoria en sepia de una maestra rural)
169/2021

     Se acercaba la Navidad y Salvacañete estaba sitiado por la nieve. Si quería llegar a casa por Noche Buena tendría que armarme de valor, porque el coche de línea que habría de llevarme hasta Cuenca tenía su parada a la bajada del pueblo, junto al Desmonte, hasta donde arrastrar una maleta era poco menos que una aventura de las Mil y una noches. Suponiendo que se llegase con tiempo de montar en el autobús, lo siguiente que venían era un peliagudo patinaje de neumáticos sobre un piso apelmazado y escurridizo, a lo largo de unos ochenta kilómetros de carretera de doble dirección, adivinada en muchos tramos por los altísimos listones con la que los peones camineros intentaban señalarla. Desde Cuenca a Madrid tampoco era un fácil trayecto, a pesar de que ese sí que estaba asfaltado y flanqueado de pinares en los que, de seguro, había lobos como los de la Caperucita esa. Y de Madrid a Sierra Mágina, cuan Cenicienta sin carroza, aún tendría que tomar dos autobuses más, aunque sin tanta nieve.

    ¿No era para pensárselo? Además, por entonces, tenía todo el tiempo del mundo, y todas las NocheBuenas del mundo por delante.

    Junto a la estufa de mi flamante escuela, no paraba yo de darle vueltas a la cabeza. (Ahora que lo pienso, tendré que dedicarle alguna atención a aquella estufa). ¡Para qué iba a salir de un sitio donde estaba tan a gustico!

        No era fácil salvar la cuesta sin asfaltar, −un kilómetro largo desde el pueblo hasta la casona del Desmonte−, sin resbalarse en las placas más heladas, dar un traspié en algún canto oculto, o tener que pelear con el airecillo cortante y lleno de diminutos cristales de hielo que se descolgaba desde el Picazo hasta el río Cabriel dejando sus señales de escarcha en lo pajizo de los cardos que lograban asomar sus cabezas por encima del manto blando y creciente y en los ojos semientornados de cualquiera que se atreviese con semejante aventura.

    Por otra parte −me reconvenía a mí misma para sacudirme la mala conciencia de dejar a mi madre esperándome− ¿cómo se las arreglarían los chiquillos del pueblo en la Misa del Gallo sin la batuta de quien llevaba tres meses largos enseñándoles villancicos en plan coral?

    ¿Para eso me había empeñado yo tanto?

No sé muy bien cómo fue. Sé que me decidí al fin a pasar aquella Navidad con ellos, en un pueblo llamado Salvacañete, que ocupa un hermoso rincón de mi memoria.

        Claro que ya puesta…

        Mi cabeza no paraba de dar vueltas a la forma en que dar celebridad al coro de los chiquillos, y hacer participar al pueblo entero −500 habitantes contando las aldeas anejas− de todo aquello que habíamos montado en las noches heladas de debajo del Picazo. Y es que lo mío ha sido siempre montar la Marimorena en cuanto suenan las zambombas. O los Campanilleros.

        Podría vestirlos de serranos…

        Y convoqué a las madres: “¿…que si podrían apañarle a los nenes atuendos de serranos”?  

        “Lo que usted necesite, señorita”.

Nunca me negaron nada de lo que les pedí. Y me dieron muchísimo más de lo que a mí se me hubiera ocurrido pedirles.

    ¿Y si en la Iglesia se bajara a los santos de sus hornacinas y subiéramos a los chiquillos vestidos de serranos?

    Hablaría con don Julián, el cura.

    “Que mire a ver qué le parece si bajamos a los santos con todo respeto, y subimos a los nenes a las hornacinas”.

    “¿Tú sabes lo que dices, chiqueta? ¿No has visto la altura que hay para llegar a lo alto? ¿Y si se nos cae alguno?

    Pero al día siguiente ya estaban allí las altísimas escaleras de coger manzanas, dispuestas para el menester. (Eran otros tiempos).

        Que, ya puestos, mire usted si no le parecería mal, don Julián, hacer un repique de campanas algo florido para que acudan todos a escuchar cómo cantan sus nenes”.

        “Yo no estaría tan seguro de que alguno que yo me sé venga, por mucho que campanee la torre o gorjeen los chavales… Pero… Eso sí: vamos a decírselo al cabo de la Guardia Civil, no sea que se piense que nos estamos insurreccionando”.

        “¿Y podremos echar fotos dentro de la Iglesia?”.

        “Por mí, mientras no se nos incomode la autoridad…”.

        Y llegó el día.

        Mal que bien, aquella misa de medianoche se estaba desarrollando sin mayores incidentes cuando doña Tomasa, la dama de pelo blanco y figura diminuta, se puso en pie, y sin que nadie supiera de dónde podía sacar semejante energía, dio la voz de alarma:

    −¡Don Julián: por las benditas almas del Purgatorio, pare usted la misa que todos los santos se están moviendo! Y hasta la Santísima Virgen está de brazos caídos en lugar de tenerlos levantados hacia el cielo como Dios manda.

        Lo que pasó después no lo recuerdo muy bien.

        Los dinteles de las puertas de aquellas casas eran muy bajos.

      Yo tenía apenas veinte años, y muchas ganas de saltar como mis alumnos para no hacerles el feo de dejarlos solos.

        No sé cómo, envestí con la diadema a la viga de un dintel, y me desplomé sobre el hombro de un muchacho que se llamaba Mariano, rubio él, y vecino del Cuartel de la Guardia Civil.

    Recobré el conocimiento en la sala de estar de don Paco, el veterinario de Salvacañete, cuyo hijo, Paquito, algo más joven que yo, cantaba en el coro como los ángeles.

        Al médico, don Casimiro, no le tocaba venir de visita hasta la semana siguiente, así que lo mejor sería reanimarme con un ponchecito caliente. Quizá un resoli.

        La cosa acabó en el bar de Carmen y Bienve, con la estufa encendida, la gente mayor compadreando, los jóvenes en el salón de abajo, sin necesidad de encender estufa en él para animar el baile, y los nenes cantando por su cuenta vestidos de serranos.

 En CasaChina. En un 23 de Diciembre de 2021

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

  (Periodiqueando adherencias)     Querido Miguel: (y permíteme que, a falta de conocencia propia, eche mano de ese “querido”, form...