VA DE...Batiburrillo literario

martes, 31 de marzo de 2020

31 DE MARZO DE 2020



 
45/2020

(Croniquilla del Viruso Coronado 21)

       Nieva en Madrid.
       O, al menos, ha nevado a escondidas y en blanco y negro, tomando a la primavera por sorpresa.
Hoy, último día del mes de marzo de 2020, Madrid amanece con una especie de escarcha inconsistente que nos informa de las hazañas de la noche pasada.
Ahí afuera donde casi todo es gris y trasparente, menos el rojo recién florecido en el pequeño arbusto de camelias, debe hacer mucho frío, y no hay nada que me urja a salir de la cama. Se está bien aquí dentro, en esta especie de útero textil al que me llegan apenas los ecos de tres o cuatro sonidos intermitentes.
Es como si, de repente, tras tantos días de cautiverio, estuviera desganada.
Resulta que hoy no tengo ganas de escribir la croniquilla diaria que me propuse escribir desde que hace dos semanas me enclaustré para reforzar el cortafuegos que la humanidad entera −salvo unos pocos iluminados− hemos decidido elaborar, a fuerza de poner entre nosotros distancias y desabrazos contra esa cosa extraña y universal, que no sabe de ricos o pobres, de razas, de categorías, de nacionalismos ni de nacionalidades.
Sin embargo, no debiera desaprovechar este 31 de marzo sin recordar aquel otro, el ya lejano de 1980, cuando todavía faltaba un año para que el teniente coronel Tejero armara la que armó en el Congreso de los Diputados, consiguiendo con su la trastada de su “golpe” (y la de tres golpes más de los que ya hablaré) consolidar una democracia todavía tambaleante en esta España nuestra de larguísimos años de Franco, Franco, Franco y “venid y vamos todos”.
Es en este extraño escenario jamás imaginado ni en las peores pesadillas, bajo la dictadura imperial del Viruso con corona, cuando una se pregunta qué habrá sido de todos aquellos nombres que dejaron en mi vida señales de colores.
Aquel 31 de marzo de 1980, a eso de las diez de la mañana, escuché algunos murmullos al otro lado de la puerta de mi apartamento: un ático de la calle Sor Ángela de la Cruz al que, por ser un noveno piso de una calle apenas urbanizada en el tramo que iba desde Orense a Infanta Mercedes, llegaban pocos ruidos; además, por no vivir en aquella planta otras personas que mi vecina Isabel y yo, apenas subía nadie. Y menos a aquellas horas de la mañana.
Los rumores en la puerta de entrada pusieron en alerta mi curiosidad arrastrándome hacia ella; pero el estruendo que yo armé al chocar con algo que calló al suelo con estrépito debió alertar a quien acababa de pinchar a toda prisa un ramillete de lirios amarillos en el exterior de la puerta de mi apartamento.
No alcancé a ver al ejecutor de tan hermosa dádiva, ni identifiqué la letra de aquel “gracias”, caligrafiado en la tarjetilla que colgaba de las flores, porque su portador había tenido la cautela de dejar abierta la puerta del ascensor que descendía ya tras la misión cumplida cuando yo salí al pasillo.
No importaba.
Bien sabía yo por el color de los lirios que ellos eran la respuesta al poema que yo le había escrito pocas semanas antes, en algún rincón mágico y empantanado de la costa granadina: ese lugar que fue el último reducto del paludismo en España.

¡Cuarenta años ya!
Cuántos nombres, Señor; cuántos nombres dejaron su color imborrable en la memoria…
 *   *   *




Febrero/1980
LA NOCHE DE LOS LIRIOS AMARILLOS

¿Recuerdas todavía
la noche de los lirios amarillos?
La de la luna llena creciendo anaranjada
por detrás de las olas.
La del latido inquieto
galopando en las sienes.
La del silencio denso
(por no encontrar palabras
con las que aligerarnos
aquella presión desconcertada
que nos hinchaba el pecho).
Durante algunas horas,
− ¿cuántas fueron? −
se nos redujo el mundo a la mirada:
yo hurgándote en los ojos
por si encontraba en ellos
un rastro de esperanza.
Hundiéndome en su nimbo
azul y cristalino,
rezándole a tus lágrimas,
desesperadamente,
como si fueran diosas
transparentes y oscuras
proscritas para siempre de su gloria.
Tú, clavándote entero
detrás de mi pupila,
como asiéndote inquieto
al último eslabón que te quedaba.
¿Recuerdas todavía, viejo amigo,
nuestra única noche
de lirios amarillos?
Fue por allí,
al sur de nuestras dudas,
llenándonos de aromas sarracenos,
aquellos que se alzan, como una muerte dulce,
con alfanjes de olas
que le muerden los dedos
a las soberbias rocas altaneras
que cierran La Herradura.
Las hostigan, las baten
unas veces con rabia
y otras con caricias de viento y de quejido,
hasta que las engañan,
hasta que cabecean
arrulladas en sombras;
hasta que se les rinden
como amantes nocturnas vencidas sobre el lecho.
Entonces las golpean sin compasión ninguna,
y en un arrullo último
le cortan las gargantas, desangrándolas
y haciendo que se ahoguen
entre su propia espuma.

Éramos casi niños

Como niños
se amaron nuestros cuerpos
con esa crueldad de lo imposible
mientras tus ojos tristes
y mis ávidos ojos
se decían un silencioso adiós desesperado,
bañados en la huida de la luna,
la misma luna
que iba tiñendo lirios de aquel color efímero.

Nostálgica en CasaChina. En un 31 de Marzo de 2020

DESPUES DE...



(Micro-Croniquilla del Viruso Coronado – 19)

        Después de aquello, supe que me había convertido en invulnerable. NO porque ya no pudiera sucederme nada, sino porque ya no me importaba nada de lo que me pudiera suceder.

        Entonces sucedió todo.

Abstraída en “CasaChina”. En un 30 de Marzo de 2020

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

  (Mujereando)           45/2024   ¡Ya está bien! Hasta los “huevarios” estamos muchas mujeres de tener que “serlo”; pero, sobre tod...