(Croniquilla del Viruso Coronado)
Soco y su madre |
Ahora que lo pienso, mis recuerdos de
entonces se clasifican por vestidos.
De la misma forma que el año de mis catorce años fue <EL AÑO DEL VESTIDO AZUL[1]>, aquél otro, el de otros virusos contados al amor del brasero de una casa inmensa donde cabían todas las infancias, fue el año del vestido blanco de batista perforada.
Un buen día llegó el momento de visitar el pueblo de mi padre;
y, como no podía ser menos, después de almidonarlo, me vi embutida en el vuelo
acartonado de aquel hermoso vestido, complementado por los eternos zapatos de
charol negro, y los calcetines de croché calado, también blancos, a cuya
indumentaria añadí yo por mi cuenta un velito de tul (blanco, por supuesto) mínimo
y redondo, sujeto con una agujeta, asegurada a su vez por una laña en todo lo alto de la cabeza, y que, en un
descuido de los mayores, cuando llegó la hora de visitar el Paseo, derramé yo
sobre mi cara, al más cutre estilo de la Lana Turner de los cromos y de los cartelones
del cine Plantillano.
[Nota: ¿no sería aquella vida en blanco y negro −más blanco
que negro “opar”− la que condicionó mis querencias de eterna búsqueda de
colores?].
Por entonces, -ahora no lo veo yo así- el Paseo del Santo Cristo de Villacarrillo
debía de ser muy grande, comparado con mis propias hechuras de siete años
apenas cumplidos, dimensiones subjetivas que sin duda amenazaba con entorpecer mi secreto propósito
de marcarme un safari, centrado en la búsqueda del quiosco de la música, aquel
del que tanto nos había hablado nuestro padre, en voz baja y cavernosa, en las larguísimas
y ventosas noches del invierno de Sierra Mágina, que comenzaban a poco de la
puesta de sol, sin que ni candiles ni “quinqueses” pudieran meter en cintura el
vagabundeo de las vacilantes sombras fantasmales, convocadas por los
terroríficos cuentos vespertinos tan del gusto de nuestro cuentacuentos
particular.
El día del safari por el Paseo del Santo Cristo, contaba yo
para mi búsqueda con una pista poco concreta: un kiosco circular al final del
Paseo, sobre cuya plataforma tocaba la banda de música; pero lo del chin-chin-pum
y el tararí debía ser por la tarde y en verano, mientras que el día en que me
llevaron al Paseo era de mañana, a la salida de la misa mayor en la que habían casado al tío Ernesto en una boda primaveral. Claro que, bien
pensado, aunque los pitos pudieran haber guiado mis pasos, en aquellos momentos
lo de la música era lo de menos. Lo verdaderamente importante estaba en
descubrir aquel sótano pavoroso, bajo el kiosco, donde el abuelo Benito, siendo
un galopín de pantalones cortos y curiosidad irrefrenable, fue confinado a la
fuerza durante semanas, y casi asfixiado en una niebla de sahumerios de azufre
quemado, cuando, allá por agosto de 1885, había querido él investigar por qué
estaban amontonando en el recinto a tantísimo moribundo trashumante, tras
cambiarle el nombre al quiosco de la música para llamarlo nada menos que “Lazareto”.
¿Qué sería aquello de “Lazareto”? −me preguntaba yo también,
sin reparar demasiado en la palabra “epidemia de cólera” contenido en el lote
de las historias del Paseo del Santo Cristo que nos contaba nuestro padre, salpicada
de muladares y basureros en mitad de las poblaciones, estercoleros al aire
libre en las cercanas huertas y hogueras tan pestilentes como desesperadas.
Imagen de Internet |
Mi conclusión era apocalíptica:
“sótano” + “azufre quemado”+ “indigentes ahumados” + muertos amontonados + encierro
forzoso de “abuelo imprudente” husmeando en el lazareto, del que ya no lo
dejaron salir, y donde el muchachuelo parece que resistió entre humo sofocante
y moribundos sin amparo, no podía ser otra cosa que una sucursal del averno del
que tanto me había hablado el cura que me preparó para lo del “día-más-feliz-de-mi-vida”,
que acabó de manera tan triste, con la taza del chocolate guarreándome mi hermoso
vestido de Primera Comunión color blanco-roto.
Tras un desgaste larguísimo de mis zapatos de charol negro
contra un suelo de zahorra, encontré el quiosco de la música, circular él, con
plataforma superior él, a la que se accedía por una escalerilla de hierro, y un
sótano escondido en los bajos, habitáculo de esas arañas de larguísimas patas y
cuerpecillo indigente que se dan por mi tierra. Por supuesto, sin músicos en lo
alto, aunque con troneras de cristales rotos debajo de la tribuna, por las que yo
metí mi testa coronada de velillo blanco para ver si por allí abajo quedaba todavía
alguno de los espantos que sugerían las palabras “lazareto” y “azufre quemado”
en boca de nuestro padre.
A estas alturas de la vida pienso que lo que sucedió en
realidad es que mi pequeño velo de tul blanco, torcido sobre mi rostro al más
decadente estilo Lana Turner, debió engancharse en una astilla de la aspillera
por la que metí la cabeza para husmear en la palabra “lazareto”. Pero aquel día
mi impresión fue bien distinta.
Y pavorosa.
Durante muchos años estuve convencida de que fue alguno de
los fantasmas residuales, ahumados en el azufre quemado, el que agarraba mi
velo y tiraba de mí hacia la no menos terrorífica palabra “sótano” para pobres
y vagabundos desahuciados, mientras que un olor a un no-sé-qué, que con el
tiempo supe que era moho, se convertía en uno de los más intensos y nunca
confesado terrores de mi infancia.
Mientras exhumo recuerdos del año del vestido de batista
perforada blanca, no puedo sustraerme a pensarlo:
¿Cómo recordarán los nenes de ahora el encierro casero y
aséptico del Viruso Coronado?
[1]
EL AÑO DEL VESTIDO AZUL: libro de relatos con el que obtuve el Premio
Internacional de Narrativa “Rubén Darío” 2017.
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