(Croniquillas del viruso coronado)
Ahora, antes de dormirme, suelo dejar
entornada la ventana de mi dormitorio, esa que da a la parte de detrás de la
casa, donde, en esta época del año, la piscina comunitaria está abrigada por
una lona azul calizo, los árboles reventando gruesos y jugosos anuncios de primavera
y el silencio de la obra cercana amagado por los miedos del viruso coronado.
Perezoseo entre las sábanas.
Anoche desinfecté y guardé la ropa de
calle. No hay nada que me urja.
El “viruso” con corona nos ha confinado dentro
de nosotros mismos. Tan lejos del abrazo callejero. Tan cerca del silencio.
Me declaro en estado de sitio.
Un recuerdo, envuelto en el frescor del
todavía, me visita: fue allá por unos recién estrenados años 80 del siglo
pasado. Mi marido, el marcial tempranero de las seis de la mañana, en lugar de
enfundarse en su áspero uniforme de militar de alta graduación y sus habituales
y ruidosas urgencias frenéticas, se vistió un chándal azulón y hortera, con
bandas blancas laterales de una verticalidad acomodaticia; paseo una desacostumbrada
calma chicha por el dormitorio, abrió su eterno libro y se sentó a leer en
aquel sillón de orejas en el que apenas conseguía holgar algún fin de semana,
cuando “el servicio” daba de mano.
Los carices eran alentadores y dejaban claro que se
presentaba una jornada hogareña a la vieja usanza de la que tanto carecíamos.
−¿No vas al Gobierno Militar?
−Hoy, no. Y tampoco en los siguientes tres días.
−¿Estás de permiso?
−¡Arresto domiciliario! Me han arrestado por primera vez en
mi vida.
Su voz, lejos de compungirse, sonaba festiva.
−¿Y el motivo? −tanteé confusa.
−Lo de la publicación de “INTERVIÚ”.
−A ver si yo me entero: ¿No fueron tus jefes quienes te
dijeron que era aconsejable ese reportaje?
−Sí. Pero no me dieron un permiso especial para las fotos.
Así que… ¡Estamos arrestados!
Con qué placer recuerdo aquel arresto…
Y digo yo, precisamente hoy, que aún no me he puesto ni
siquiera el chándal hortera que heredé de mi hombre, y que me resisto a tirar:
¿Será verdad que no hay mal que por bien no venga…?
O a lo mejor el refrán debiera ser otro: No es lo mejor
patalear entre dos aguas cuando nos hundimos en la alberca; lo sensato e dejarnos
caer hasta el fondo, desde donde poder impulsarnos hacia arriba con un golpe certero.
(Y ahora me voy a jugar a los barquitos conmigo misma).
Acuartelada
en “CasaChina”. En un 13 de Marzo de 2020
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