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domingo, 3 de mayo de 2020

VIERON VOLAR COMETAS



79/2020

(Croniquilla del Viruso Coronado – 53)

−Cordia XVII−



“Toda la noche oyeron pasar pájaros”[i]




            Las últimas palabras de Ulio le habían roto el corazón al VIEJO pregonero. En otros tiempos él hubiera cruzado la calle, hubiera agarrado por la pechera a aquellos forasteros y los hubiera metido de cabeza en el pilar; y ya de paso, hubiera arreglado con los municipales dos o tres cuentas pendientes. Pero ahora… ¡Qué podía él hacer ahora!, cargado como estaba de años y de desesperanza, y, encima, acosado por aquel mal bicho invisible que era el Viruso, y engatusado por el otro no menos dañino que era su querencia llena de aversión por la Ñica, la mala pécora que, desde la ventana de enfrente, hacía acopio de mala leche cortada para dar el parte diario a quien tuviera que dárselo. Porque si de alguna cosa estaba él seguro es de que la Ñica había sabido cultivar y sacarle provecho al churreterío que su madre, la Toña, instituyó como marca de familia; y del esportillo de chismes que su madre le dejara en herencia había sabido cosechar la hija un quintal para atrojarlo. Por comprobar lo que estaba pensando, el buen hombre agitó la mano por detrás de los cristales como si estuviera saludando, y no había pasado un segundo cuando vio moverse el visillo de la Ñica dejando a la vista una mano sube-y-baja, con el dedo corazón tieso hacia arriba.

           Estaba visto que la chismosa había montado su guardia con la misma santa paciencia con la que los municipales montaban la suya, paseando arriba y abajo por delante de la casa de la Cordia, aunque procurando guardar las normas sobre espacio que debían dejar libre entre paseantes: el Blasillo, delante, marcando el paso; el Jaro, por en medio de la calle, pero unos cinco o seis pasos detrás del Sillo, como un perrillo faldero recién apaleado.

           El coche de los intrusos seguía parado delante de la puerta de enfrente, y la puerta permanecía cerrada a cal y canto desde hacía más de una hora.

Nelo se apostó en su “puesto de mando” dispuesto a no perderse detalle de cualquier cosa que sucediera y a la que él pudiera acceder sin correr el riesgo de tener una agarrada con los municipales. Pero pasaban las horas y nada se movía en la calle que no fueran los pobres agentes, afectados sin duda por el sol, que comenzaba a picar según crecía la mañana; y, de vez en cuando, el visillo de la Ñica.

          Y el Moro, el perro callejero sin dueño, con aquel nombre que se le puso en recuerdo del otro Moro, al que le decían el perro de los entierros de Fernán Núñez, que a esas horas solía acercarse en busca de lo que la Cordia le sacaba cada día, y que en esos momentos lamía con resignación el comedero vacío.

           Hacia las dos de la tarde, Nelo comenzó a sentir que su estómago reclamaba atención urgente, pero no quería abandonar la vigilancia, de manera que corrió hasta la cocina, se preparó a toda prisa un tomate abierto con sal gorda y aceite por encima, un canto de pan, y cogió de manera apresurada dos sardinas arenques que ni siquiera se molestó en limpiar. Ya lo haría al llegar a la sala.

         No había tardado más de cuatro minutos cuando ya estaba de nuevo en la ventana, con el corazón en un puño ante la posibilidad de que, durante su corta ausencia, se hubieran llevado al Ulio de la misma mala manera con la que el día anterior habían arramplado con la Cordia; pero su alarma se calmó al ver que nada allí afuera había cambiado: el coche raro de cristales tintados seguía aguantando la solanera; la calle, vacía; los visillos de la ventana de la Ñica haciendo visajes de tiempo en tiempo. Solo los municipales habían desaparecido. “También las criaturas tienen derecho a merendar” −se dijo Nero−; y de inmediato se le vino a la cabeza la posibilidad de atravesar la calle e ir a ver qué pasaba en casa de su vecino, idea que desechó de inmediato; de poco servía que los municipales no estuvieran allí para incomodarlo por quebrantar el encierro, porque los que había dentro de la casa de la Cordia sin duda podrían ser mucho más peligrosos que la propia autoridad municipal. Pero ¿qué estarían haciendo aquellos forasteros en la casa de los vecinos durante tanto tiempo? −rumiaba Nero, al mismo tiempo que arrancaba una doble página de una revista pasada de fecha para envolver por separado cada una de las sardinas arenques. Echó otra mirada a la calle para asegurarse de que no se le escaparan los acontecimientos; entreabrió los postigos en previsión de que le llegara el más mínimo rumor desde fuera si es que se distraía. Si algo pasaba, si se abría la puerta de la Cordia, o si sacaban al Ulio, estaba seguro de que no sería el silencio lo que reinara allí afuera. Tras una última ojeada, y después de asegurarse de que las sardinas arenques estaban liadas según convenía, colocó la primera en el quicio de la puerta, la entrecerró procurando aplastar el envoltorio lo suficiente, pero sin excederse en la presión. Cuando creyó que estaba a punto, llevó el grasiento envoltorio hasta el azafate que había dejado momentos antes encima de la mesa camilla. Un nuevo vistazo hacia la calle, donde constató que todo seguía igual, le permitió repetir con cierta tranquilidad, aunque sin perder tiempo, la operación de aplastamiento con el segundo envoltorio, tras lo cual se arrellanó en su sillón y fue desenvolviendo las arenques con toda la parsimonia que ahora le permitía tener la vigilancia restaurada.

          Comprobó que las maniobras del despanzurramiento en el quicio de la puerta habían dado el resultado apetecido. Las sardinas se dejaban desescamar y destripar sin dificultad alguna, sacando a la vista aquellos jugosos lomos carnosos y rojizos que, unido al característico olor a salazones y grasa de pescado, le provocaron una abundante salivación. Fue ese ritual del descame de las sardinas el que le recordó una dificultosa escena con su madre: “¿Ves, hijo mío, para qué necesitas tú a ninguna pelandusca en tu vida cuando, por saber apañarte solo, sabes hasta la mejor astucia para pelar las sardinas arenques sin necesidad de que te las manoseen otras manos?”. Aquel día ya lejano, pero siempre presente, no pudo contenerse, y le respondió a su madre de mala manera; como no había hecho nunca: “Sí, madre, lo de pelar las sardinas, y alguna cosa más, ya me lo ha enseñado usted de sobra. ¿Pero ha pensado usted que un hombre necesita algo más que saber pelar unas sardinas arenques?”. Recuerda Nelo que, cuando ella respondió, torcía los labios hacia un lado con el mismo gesto con el que colocaba la boca cuando se acercaba al reclinatorio, y él le apretaba la bandeja por debajo de la barbilla y la mantenía hundida a aquella papada temblona mientras el cura le depositaba la hostia en su lengua gordezuela y babeante:

          “Para eso está tu madre aquí; para comprarte cualquier alivio que precises, y tantas veces como las precises” Eso había respondido su madre aquel día. Luego, tras echarse mano a la pechera, había puesto encima de la mesa un liotillo con varios billetes de veinte duros. “No creo yo ni que te cobren más por el alivio, ni que tenga yo que señalarte dónde está la casa del final del Ejido, ni que eso sea pecado, siendo como eres ya un hombre con sus necesidades. Distinto sería que fueras una mujer y te convirtieras en una calentona. Además, por si acaso, ya me ocupo yo de rezar por ti y por tu perdón, suponiendo que nuestro santísimo Señor ponga reparos”.

           Se regaló Nelo un largo trago de vino que le sosegó los recuerdos; arrancó con los dientes un gran bocado del lomo de una de las sardinas, mordió con ansia el canto del pan  –“ya sé, madre, que el pan no se muerde, sino que se corta el pedacillo justo que quepa en la boca; pero hoy me sale de mis santas partes hacer las cosas a mi manera y no a la tuya”− y miró hacia la acera de enfrente donde, como en la suya misma, el sol de las tres de la tarde caía a plomo debido a esa orientación norte-sur de la calle que impedía que las edificaciones alcanzaran a prestar el amparo de sus sobras en momento alguno.

          Terminó de comerse las sardinas sin demasiada prisa. Luego, chistó despacio por entre los postigos y arrojó a la acera las cabezas y las tripas y esperó el tiempo suficiente para que en la ventada de la Ñica se soliviantaran los visillos, y el perro callejero salvara de dos saltos la calzada y arremetiera contra aquellos desperdicios con los que suplía la indigencia de su plato de comida vacío, junto al que regresó nada más dar cuenta de tan sabroso aperitivo. Acabó tendiéndose cuan largo era en el escalón de la Cordia, apretando su barriga contra los ladrillos del peldaño, mientras hurgaba con su hocico por entre la ranura de escalón y puerta y dejaba escapar un casi imperceptible aullido tristísimo.

         Por lo demás, todo permanecía en calma como desde por la mañana, salvo aquel calor tan impropio de un dos de mayo; un calor aflictivo y pesado que crecía por momentos, recalentando la habitación hasta extremos casi sofocantes.

          A esas horas, y en circunstancias normales, Nero estaría en la alcoba del fondo, a salvo de la solanera de las habitaciones de la fachada; pero no podía abandonar a su vecino después de haberle escuchado pedir auxilio esa mañana de manera tan desgarradora. No es que el pudiera hacer mucho más, pero, por lo menos, allí estaría él montando guardia sin saber muy bien qué utilidad podía tener aquella espera que empezaba a hacerse tediosa.

          De manera automática apretó el mando del televisor con ánimo de distraerse un poco, y con un giro de cintura alcanzó el interruptor con el que puso en marcha el ventilador del techo, cuyas aspas empezaron a regalarle un cierto alivio, tanto con su aire como con su ronroneo.

            En la televisión pasaban revista a las condiciones en que por fin se podría salir a la calle después de tanto tiempo de encierro. El ventilador del techo seguía compadeciéndose de él. Una voz que le sonaba muy lejana hablaba de que “Los Vigilantes Policiados” −así debían llamarse en la capital− habían recibido órdenes de estar muy atentos a que se cumplieran las normas de la suelta del personal. Sin embargo, parecía que algo muy raro debía estar pasando tras todo el día a la espera. Al parecer, llegada la hora de salida de los deportistas, las calles habían permanecido vacías, aunque lo habían tomado como algo natural, puesto que las seis de la mañana no eran horas de ponerse en pie tras tantos días de holganza, y mucho menos de salir a galopar como potros a los que se les da cuerda en el picadero para acondicionarles el paso.

           Pereciera, por la imprecisión con que le llegaban las voces a Nero, que no quisieran o no supieran concretar qué era lo que estaba sucediendo. Según entendía él, las calles habían seguido vacías a lo largo de toda la mañana. Tampoco los ancianos, reclutados para la franja horaria de 10 a 12, habían dado señales de vida. Luego el Presidente, que desde días atrás había prescindido de su anterior “Equipo Técnico” de manera sospechosa, había justificado la ausencia de ancianos en las calles achacándolo a una posible pérdida de masa muscular que les impedía salir tras más de cuarenta días sin mover las piernas.

            Donde más tartamudeos se produjeron fue en la manera de disculpar la ausencia de los niños llegada la tarde. Pero −escuchaba a lo lejos Nero− en pocos minutos llegaría la hora de los aplausos y volvería la normalidad a balcones y ventanas.

         Debían haber soltado todos los drones disponibles para la vigilancia a tenor del ronroneo que le llegaba a Nero desde arriba, y alguien, como si se supiera sus más ocultos pensamientos, lanzaba publicidad de un libro que hacía mucho tiempo que a él le había prestado la Cordia: “Toda la noche oyeron pasar pájaros”.

         De repente un estruendo sonó a manera de llamada de alerta general antes de informar sobre un nuevo suceso insólito. Al parecer, aquel dos de mayo de inicio de liberaciones controladas, las gentes de todos los lugares conocidos, en lugar de aplaudir a los sanitarios como cada día, habían decidido rendirles homenaje a todos los muertos a causa del Viruso, y muy especialmente a los ancianos que habían muerto solos, sin un último abrazo, y sin que a sus familiares les dieran razón.

       Según decían en la televisión, nadie podía explicarse cómo se había puesto de acuerdo un país entero; pero lo cierto era que, desde todas las ventanas, desde todos los balcones, desde cualquier hueco imaginable, se estaban volando cometas.

Miles; millones de cometas.

       Cometas negras que tiñeron de luto el cielo recalentado, mientras que los iracundos supervivientes aporreaban los cristales de sus ventanas y gritaban con desesperación los nombres de los ausentes.


        −¡Nero! ¡Nero! 


          Los golpes lo estaban enloqueciendo.

       −¡Nero, despierta, por tus muertos, que tenemos que hablar!

       La cara de Ulio al otro lado de los cristales aporreados por sus puños era una pura desventura.

           Detrás de él el cielo era una cometa inmensa y oscura guardándole el luto a los desaparecidos.



Insomne en CasaChina. En un 2 de Mayo de 2020


[i] TODA LA NOCHE OYERON PASAR PÁJAROS: sinopsis:
Una familia inglesa ligada a los negocios marítimos se traslada a vivir a un puerto del sur. A partir de los vínculos que establecen sus miembros con la sociedad portuaria de la zona se desarrolla, con una sinuosa astucia selectiva, un mosaico de relaciones en el que se confunden el vértigo enfermizo de la memoria y la incoherencia del presente. Toda la noche oyeron pasar pájaros refleja la erosión de una realidad artificialmente apuntalada por equívocos morales, violencias congénitas y fraudes educativos. El tiempo narrativo del relato abarca desde la pura reflexión -la adaptación familiar a un mundo obsoleto, los lastres de la guerra civil, las zonas prohibidas del erotismo, las navegaciones fantasmales- hasta el núcleo de la acción del relato. Como es ya habitual en su narrativa, Caballero Bonald crea una tensión ambiental en la que la inminencia de lo inverosímil impregna toda la novela y donde la idea del absurdo se engrana con un proceso de decrepitud humana. Toda la noche oyeron pasar pájaros es una inquietante historia de desintegración social que demuestra el dominio del lenguaje y de la técnica narrativa de uno de los mayores escritores contemporáneos.

LA PRESUNCIÓN DE INDECENCIA

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